El trabajo como antídoto al miedo

  • María Clara de Greiff
No tenemos tiempo de pensar en la falta de libertad porque trabajamos todo el tiempo

Fairlee, Vermont. El filósofo e historiador polaco Leszek Kolakwski, catedrático universitario  en Varsovia, Berkeley California y Oxford,  se vio forzado al exilio  por el gobierno polaco, debido a su disidencia del sistema comunista del que fuera militante a finales de los años sesenta.  Tras haber dejado de ser un exégeta del marxismo se convirtió en un crítico acérrimo de esta doctrina. En su exilio alguna vez dijo “Vivimos en una época de refugiados, de migrantes, vagabundos, nómadas paseando por los continentes y calentando sus almas con el recuerdo de sus hogares, -espirituales o étnicos, divinos o geográficos, reales o imaginarios-.” Cita esta poética, cruel y realista, que pinta una nostalgia por ese “hogar” como un espacio sagrado, al que los migrantes, los errantes, se asen para conquistar el sueño. El hogar “divino o imaginario” es la fuerza motriz, por la que muchos migrantes, trabajadores de las granjas lecheras del Upper Valley, vencen cualquier obstáculo, cualquier miedo y por así decirlo, “calientan sus almas con el recuerdo de sus hogares”, a la vez que acarician el sueño de regresar a ellos.

 

En esta ocasión, Manos que Hablan conversó con Don Carlos, oriundo de Martínez de la Torre, Veracruz, quien tiene casi seis años de haber cruzado la frontera y llegó hasta Vermont porque al igual que muchos, y en sus propias palabras “la situación económica en México estaba muy mal, no tenía oportunidades y yo quería ayudar a mi familia, apoyándolos económicamente para poder hacernos una casita y cuando yo regresara a México tuviera un hogar.”

 

Iniciamos nuestra conversación con la pregunta de siempre:

-¿Qué significan para usted sus manos?

- Mis manos para mí significan mucho. Son mi gran herramienta. Es gracias a mis manos que estoy aquí, abriendo nuevas oportunidades. Por ejemplo, encontrar un trabajo en este rancho, hacer los que más me gusta que es trabajar para ayudar a mi familia. Mis manos son independencia.

Don Carlos tiene veintiséis años, y en México vivía con su madre, su abuela, dos hermanas y un hermano. Él tenía un tío que vivía en la Florida al que le pidió ayuda para cruzarse. Él emprendió su viaje sólo, sin familia, sin amigos.

Manos que no descansan. Foto de Marcela Ramírez. Montpellier, Vermont.

 

-Don Carlos comenzó  entonces relatar su historia personal, el viaje, la travesía, los desafíos, los miedos…

 

-Mi ruta de salida fue de Martínez de la Torre, hasta llegar a Altar Sonora. Intenté cruzar dos veces y en cada ocasión nos salió la migración, la cual sólo agarró a varios compañeros de cruce. Yo me estaba desesperando porque pensaba que no iba a pasar, pero a la tercera ocasión pasamos ya sin ni un problema. La tercera vez, en Sonora esperamos dos semanas para formar grupos grandes y salir al desierto para poder intentar cruzar. Fue algo muy difícil soportar una semana y media dentro del desierto, aguantar hambre, sueño, dolor, cansancio hasta que pudimos llegar a Tucson Arizona.

“Después de llegar a Tucson Arizona, emprendimos el viaje hasta llegar a Florida. Después de una semana de camino por fin llegué a mi destino donde esperaba mi tío por mi. En aquel tiempo el viaje me salió en siete mil dólares.”

 

Don Carlos cuenta que estuvo en la Florida dos meses trabajando en el taller mecánico de su tío donde se sintió en familia. El clima, por ser parecido al de su tierra, le era bastante benévolo. Todo lo contrario a su arribo a Vermont:

 

“Para mi fue muy diferente el cambio de clima, ya que en Florida casi es el mismo que en Veracruz. Cuando llegué a Vermont sólo disfruté unos meses de calor, pero después llegó el invierno que es demasiado frío, un frío canijo. Sólo nos quedaba echarle muchas ganas pues estaba muy lejos y no había forma de rendirse. Cuando empecé a trabajar en el rancho, antes sólo éramos cinco personas contándome a mí, así que yo trabajaba de trece a quince horas diarias en la ordeña.”

Las manos de Don Carlos con los robots de ordeña. Foto de Marcela Ramírez. Montpellier, Vermont.

 

-Qué es lo que más extraña?

- Lo que más extraño es pasar momentos a lado de mi familia. Al igual que la mayoría de imigrantes que decidimos venirnos para buscar un mejor futuro. Extrañamos el hogar, la familia.

 

-¿Cómo cambió su rutina con el coronavirus?

-Pues en el trabajo no afectó nada, por lo mismo que estamos alejados de las comunidades y pues la mayoría de tiempo estamos en el trabajo. Vivo en una casa que compró el patrón para nosotros ahí cerca del rancho. Cuando salimos sólo es a comprar la comida y lo hacemos con precaución. Yo no he sentido miedo, todos los que nos hemos cruzado para vivir aquí y estamos indocumentados, pues ya sabemos vivir de alguna forma asumiendo las posibles consecuencias si nos agarran, que es que nos pueden deportar. Sabemos que no estamos seguros acá, pero incluso con las barreras del idioma nos acostumbramos, no tenemos tiempo de pensar en la falta de libertad porque trabajamos todo el tiempo.

Manos que hablan de trabajo. Foto de Marcela Ramírez. Montpellier, Vermont.

 

-Para finalizar mi conversación con Don Carlos le pregunté si creía en el sueño americano a lo que respondió:

-Para mi el sueño americano es lograr las metas que te propones antes de venir a aquí a los Estados Unidos. Cumplir mi sueño es comprar varios camiones para hacer una pequeña compañía que quiero formar con mi papá allá en México. Yo no tengo pensado vivir toda mi vida aquí, pero si lo suficiente hasta lograr mi sueño en México que es a donde voy a regresar a vivirlo. Para mí es más fuerte el deseo de lograr mis sueños que el mismo miedo de estar aquí.

 

A las manos firmes y persistentes de Don Carlos que vencen los miedos con trabajo arduo y que se empeñan en abrir caminos para conquistar el sueño, dedico esta columna.

 

mcdegreiff@yahoo.com.mx

 

 

 

 

 

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María Clara de Greiff

Es periodista y profesora para el Departamento de Español y Portugués de la Universidad de Dartmouth en Hanover, New Hampshire