El sueño americano después se volvió pesadilla

  • María Clara de Greiff
El dinero no rendía y luego llegó la inseguridad por todos lados, por eso me fui

Fairlee, Vermont. El escritor peruano Mario Vargas Llosa, habla de la inmigración como un problema global, que nos atañe a todos y ante el cual no podemos tener una mirada sesgada, indiferente; “La inmigración, el gran problema de nuestro tiempo, no se resuelve de este modo (conmoviéndose). Quienes migran viven en el horror, pero descubren que hay naciones aparentemente seguras y libres. Sueñan con la serenidad, con trabajo.” Es decir, en otras palabras, ¡oh retórica de lugar común! este fenómeno tiene la misma raíz; la inequidad económica, social, la amenazante inseguridad que los expulsa de sus lugares de origen. Don Jairo, trabajador de una  granja lechera del Upper Valley, desde hace más de nueve años, es uno de los tantos que ilustra esta cita. 

Don Jairo, oriundo de Veracruz se vino a los Estados Unidos porque quería ver a su familia feliz, cansado de trabajar “muy duro por nada” quería mostrarle a los suyos que se puede construir un futuro de una forma diferente, en sus propias palabras “yo quería demostrarles que si uno quiere algo diferente, uno tiene que hacer algo diferente.”

Iniciamos nuestra conversación con la pregunta de siempre:

-¿Qué significan para usted sus manos?

-Para mí mis manos significan felicidad, fuerza, responsabilidad. Mis manos son mi futuro y el de mi familia. Mis manos significan la esperanza de tener una mejor vida-

 

Desde que Jairo tenía doce años le ayudaba a su padre en la carnicería y recuerda que en aquel entonces durante su infancia las cosas no estaban tan mal:

-Teníamos comida y techo. Todo estaba bien hasta que terminé la secundaria y la preparatoria y empecé a entender el rol de mi papá. Yo trabajaba con mi papá de lleno. A esa edad uno sólo pide y no sabe lo que es conseguir todo para proveer para la familia. Estaba muy chico para entender toda la responsabilidad que tenía mi apá (sic). Empecé a entender los números y la gran responsabilidad de mi papá por sacarnos a todos adelante, cosas que jamás pensaba cuando era niño. Veía a mi apá (sic) muy angustiado. Yo sabía que él tenía unas deudas muy grandes. Él no me lo comentaba, pero no dormía. Decidí salirme de la escuela para ayudarlo. En mi familia éramos muy apegados. Yo sabía sus problemas. La cosa se ponía cada vez más fea. Esa fue una de las razones por las cuales me vine.

“Yo tenía un tío del otro lado y le dije a mi papá “me voy a Estados Unidos y cuando llegue te voy a ayudar.” Tenía diez y seis años, él me escuchaba y me miraba. No me creía. Todos los días pensaba -¿cómo le haré?- hasta que un día hablé con mi primo y me dijo que estaba todo listo.

Un día le dije a mi papá “ya me voy” y se puso muy triste. El negocio ya no era igual, las cosas se ponían cada vez peor. El negocio se iba complicando. El dinero no rendía. Yo tenía tres hermanitos menores. Y luego llegó la inseguridad, por todos lados. Desde pequeño me gustó trabajar, tener un poquito de dinerito y ahorrar. Siempre pensando en las necesidades y los problemas de la familia.”

Don Jairo comenzó entonces relatar su historia personal, el viaje, la travesía, los desafíos, los miedos…

- Mi hermano mayor fue el que me ayudó en todo el trayecto. Me mandó traer a Teziutlán y me ayudó a embarcarme hasta Altar Sonora. Me despedí de mis padres, les dije que ya era hora, recuerdo el nudo en la garganta. Esta fue mi primera experiencia intentando cruzar. Uno no piensa sino hasta estar ahí. Uno no sabe a qué se mide. Todo el camino estuve lleno de sentimientos tristes y de felicidad por el sueño. Dejaba todo y no sabía lo que venía, lo que iba a pasar. Sólo me movía el hecho de que era mi futuro y que le iba a echar ganas.

“Llegué a Alta Sonora y ahí la cosa estaba fea.  Estuve en una casa con maleantes, con gente que se drogaba todo el día, gente armada. Tenía mucho miedo. Yo me vine solo. No me vine con nadie. Recuerdo que te platicaban historias “que llévate agua, que échate ajo para que no te piquen las víboras”  todo eso empieza a desanimarte pero ya está uno ahí y no hay de otra. Pasaron siete días y nos llevaron a una sierra en el puro monte a tres horas de ahí en la línea de la frontera.  Creo que era Phoenix, Arizona. Todos éramos desconocidos. Lo único que teníamos en común era que queríamos echarle ganas. Vi de todo; chicos que regresaban desmayados, deshidratados. Yo decía “mi suerte no tiene que ser así.” La cabañita donde estábamos se llamaba “Las Garitas.” Desde ahí podíamos ver por donde pasaba la migra.  Sólo estaban a la espera. Ahí estuve cinco días. Éramos un grupo de cinco veracruzanos. Cruzamos felices y con miedo, sentimientos difíciles de explicar. Nos dieron una mochila con cuarenta kilos, para librar el desierto. Mucha gente se muere por deshidratación así que llevábamos mucha agua. Caminamos mucho con altas temperaturas. Un chico que iba conmigo empezó a sangrar de la nariz…..las cosas no iban bien. El guía iba con nosotros, estábamos lastimados y muy cansados. Nos perdimos en una zanja con piedras. La migra estaba cerca. Corrimos. Todo era lento. Pero para mí lo principal era pensar en la familia. Yo tenía que llegar.”

Don Jairo cuenta en detalle que no pudo cruzar a la primera. Lo agarraron. Se quedó sólo en el desierto, en sus propias palabras “mejor que me agarren porque sino me muero.” Y así fue. Como película de acción, con helicóptero, gritos. Tremenda escena. Don Jairo relata:

-Recuerdo que llegó la mentada perrera e íbamos bañados en sudor. Ellos pusieron el clima. No podíamos respirar. Llegamos a una cárcel cerca de Tucson, Arizona. Ahí tienes mucho tiempo para pensar. Estuve cinco días, que nunca voy a olvidar, encerrados en un cuarto con setenta personas. No puedes dormir. No supe si era de día o de noche. Había una televisión en medio con historias de todas las tragedias de migrantes abandonados en el desierto. Es muy triste. Ahí escuché historias desgarradoras. Un día me dijeron que si quería pelear mi caso. ¿Qué iba yo a querer? Llegué a México en avión. Esposado. Nunca me había subido a un avión. Me regresaron. Cinco días sin bañarme. El sueño se me había acabado. Desde la TAPO hasta mi pueblo. Todo el camino me la pasé llorando. De repente todo se derrumba. Llegué a mi pueblo a Martínez de la Torre sin dinero. A las 4:00 de la mañana llegué a casa de mis papás. Toqué la puerta. Me subí y me quedé dormido.

Don Jairo no se dio por vencido y en dos meses planeó su segunda partida. Tuvo un padrino que lo apoyó y le prestó $40,000 para poder cruzar. Esta ocasión fue diferente porque en el grupo venía un primo. Llegó el día. Don Martín se despidió de sus padres y desde hace diez años que no los ve.

--En esta ocasión cruzamos por Reynosa. Todo el territorio estaba tomado, necesitamos una clave para pasar por el estado. Nos pararon en la terminal y tuvimos que dar la clave y decir con quién estábamos. Yo ya tenía 18 años. Todo se veía triste. Cruzamos por el río. Muchos no sabíamos nadar. El proceso para llegar hasta acá en Nueva Hampshire duró 25 días. El coyote iba drogado, nos equivocamos en el camino y nos regresamos hasta que al guía le dieron la ubicación. Sin comida. Sólo una botella de agua. La migra agarró a varios, mi primo y yo cruzamos. De los diecispéis sólo pasamos diez. Se nos acabó el agua, llegamos atrás de una fábrica y ahí nos escondimos, nos llevaron a una casa de seguridad en McAllen, Texas donde pasamos cuatro días. Pero venía lo peor, el segundo brinco cinco días en el desierto con una garrafita de agua y sin comida. 

“Recuerdo que iban tres muchachas. Salimos de esa casa en una camioneta apilados. Cuando la camioneta se abrió en la noche había una cerca con púas y sólo teníamos 10 minutos para bajarnos y saltar la cerca y me tiré y me levantaron y me ayudaron. Nos metimos hacia el monte. Nos dijeron que íbamos a caminar cinco días. Ese viaje fue lo más duro. Venía una chica de Guadalajara con dolores. Empezó a vomitar sangre. No olvidaré los alaridos que daba. Caminábamos de noche. Estaba muy enferma. Los guías tienen medido el tiempo y temíamos que no íbamos a llegar. Nos dieron unos sueros. El guía decidió ir a dejar a la chica a las dos de la mañana en un lugar cerca de donde pasaba la migra. Era horrible escuchar a los coyotes. No se me olvida. La chica gritaba. Nunca había oído gritar a una mujer así. La cargaron y la dejaron cerca de la carretera para que la migra la levantara. Sacamos nuestros gatorades como algo especial y le dejamos ocho frascos a ella. Un muchacho de Honduras se regresó y dijo que se iba a quedar con ella, pero el muy canijo nos alcanzó y se reincorporó y le había quitado todos los sueritos a la chica. El guía se enojó tanto que le picó la botella de cuatro litros al muchacho y lo golpeó…”

Don Jairo narra entonces cómo el guía regresó a dejarle todas las bebidas a la chica. Estos recuerdos lo acompañan hasta hoy. Pasaron el segundo retén hasta la cuarta noche. Después de siete días en el desierto. La travesía fue eterna y a medida que iban cruzando cercas ya no se asomaban las sombras de “la migra.” Tomaron agua de los bebederos de las vacas, de los puercos para amainar las temperaturas, “no había aire, teníamos ámpulas, no teníamos agua”, dice Don Jairo. Al séptimo llegaron a una carretera día hasta y ahí los recogieron.

-¿Cómo ha cambiado su rutina ahora con el coronavirus?

--Aquí no ha cambiado en nada, porque nuestra rutina es la misma. No salimos. Nuestro trabajo sigue igual.  Nos hemos privado de hacer más convivios con la comunidad de paisanos de las granjas vecinas. Al principio estaban escaseando las cosas, pero ahora ya se ha normalizado todo. Gracias a Dios tenemos un trabajo donde podemos seguir trabajando todo el tiempo.

Las “Manos que Hablan” de Don Jairo. Orford, Nueva Hampshire. Foto de Marcela Gómez

Don Jairo en las laboras diarias de la granja. Orford, Nueva Hampshire. Foto de Marcela Gómez

Manos que no se vencen. Orford, Nueva Hampshire. Foto de Marcela Gómez

 

Para finalizar mi conversación con Don Martín le pregunté si creía en el sueño americano a lo que respondió:

--El sueño americano yo lo creí los primeros dos años, ya después se volvió pesadilla. Cuando uno sueña es algo bonito, y no sabes lo que vas a tener que enfrentar, pero el sueño que uno vive acá es diferente a lo que nos cuentan. Nunca me dijeron que iba a vivir con temor. No sabía que iba a sacrificar nueve años de mi vida. Nueve años que no puedo regresar. Me duele ver a mi papá tan delgado y ver que no puedo regresar el tiempo. Los que no han vivido el sueño americano creen que es muy fácil ganarse los dólares para mandarlos. No ha sido fácil. Deja de ser sueño americano cuando te das cuenta que estás encerrado, enjaulado siempre con el miedo de que te van a agarrar. Deja de ser sueño americano cuando uno paga impuestos y no ve los beneficios de pagarlos. Hoy más que nunca retumba en mi cabeza, que el que no arriesga no gana. Nosotros arriesgamos la vida cruzando la frontera para darle mejor vida a nuestra familia en México. Yo no puedo concebir eso del “sueño americano”, eso es el sueño de otro. Yo estoy contento y tengo una felicidad tan grande en el pecho que nadie sabe, porque ya tengo una fecha de regreso. Y pronto estaré con los míos y eso será un sueño, una fiesta. 

Y al escuchar estas palabras, éste relato que palpita de vida vienen a mí nuevamente las palabras de Octavio Paz donde dice que el norteamericano a diferencia del mexicano “cree en la higiene, en la salud, en el trabajo, en la felicidad, pero tal vez no conocen la verdadera alegría, que es una embriaguez y un torbellino. En el alarido de la noche de fiesta nuestra voz estalla en luces y vida y muerte se confunden…”, esta es la alegría que se asoma en Don Jairo cuando dibuja el sueño de su regreso a México. A él y a sus manos que hablan de la persistencia, de la templanza para trazar un futuro digno, dedico esta columna.

mcdegreiff@yahoo.com.mx

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María Clara de Greiff

Es periodista y profesora para el Departamento de Español y Portugués de la Universidad de Dartmouth en Hanover, New Hampshire