Más bueno que el pan

  • Ignacio Esquivel Valdez
El relato de como la Manteconcha regresó a su pueblo querido

Siete de la mañana y el sol tímidamente se asoma detrás de la montaña para avisarnos en unos minutitos nos bañará de luz y tibieza. Luego de una noche con el cadencioso “Trac-trac, trac-trac”, el tren sale del cerrito del canasto de donde se divisa San Honorato, mi pueblo tan querido, al cual hoy vuelvo.

            A lo lejos, las torres de la iglesia, símbolo del pueblo, se asoman trayéndome a la memoria a la gente, sus costumbres, las calles empedradas y las casas de adobe y teja ¡Bonito lugar!

            Me llegan los recuerdos del dueño del tendajón, Don Pan Español, con su boina y chaleco que usa aún con camisón de dormir y su eterno puro en la boca. En la misma calle hay una funeraria con olor a café negro propiedad del Pan de Muerto, siempre solemne y serio. Enfrente hay un expendio de curados con un letrero que dice “De guayaba, piñón, nuez y frutas de temporada” que a diario coloca en la calle el Pan de Pulque. Los domingos en la tarde son para salir a pasear a la plaza. Nunca faltaban el par de Banderillas molestando a los Cuernitos ante las carcajadas del Ladrillo y la Piedra, un par de albañiles tan honestos como trabajadores. En el kiosco una banda de churros alegra el ambiente con sus viejos instrumentos, mientras que el Pan Envinado, teporochito local, baila dando tumbos y causando la risa del viejo Cocol que suele sentarse en una banca con su abrigo y bufanda.

            Yo era una niña tímida, desde mi ventana veía todo esto, ya que mi familia no me dejaba salir ni tener amigos, no iba a la escuela y mis tías me habían enseñado a leer y a escribir. Nunca entendí por qué debía ser así y tenía muchas ganas de conocer gente, jugar en la plaza o ir a misa, hasta que un día, todo cambió.

Vivía en el barrio del amasijo un tipo bien enamorado que solía dar serenata a cuanta muchacha mayor de quince años hubiera. Era el Beso, quien en el nombre llevaba la intención, pero nadie le hacía caso y él se conformaba con cantar al pie de las ventanas con su inseparable guitarra. A veces se le aparecía en la noche el Pan Enviando quien, con botella en mano, le hacía una desafinada segunda a sus cantos. Como ya eran bien conocidos y nadie les abría la ventana, pues no había reparo por su presencia.

Así le llevó gallo a la Chilindrina, a las hermanas Campechanas, a la Dona, la empanada y hasta la Oreja, que ya se había quedado solterona por chismosa. La vida pasaba así, en cuanto oscurecía, la música sonaba y luego de algunas canciones no más se oía en la calle “¡Las ocho y todo serenooooo!” y el silencio era el rey del pueblo.

Una noche no había habido serenata y la gente estaba extrañada, pero como ya era tarde, las luces se habían apagado y todos se alistaban a dormir. De pronto, cerca de mi casa, de escuchó una discusión y mis tías se levantaron a ver qué pasaba. Yo me asomé entre las cortinas y vi que había mucha gente reunida. Abrí la ventana y escuché a un bolillo decir:

 

─¡Esto no puede ser!

─¡Cálmese amigo!  ─le instaban.

            El sereno había llamado a dos Gendarmes para ayudar a poner orden y le pidieron al Bolillo se explicara:

            ─Hace rato al regresar a mi casa me salió el Pan Envinado diciendo “¡Hasta que se le hizo! ¡Hasta que por fin se le hizo! Y apuntó al fondo del callejón del dehojadero donde encontré a mi ahijada, la Telera en los brazos de ese canalla que la besaba apasionadamente.

            El acusado se encontraba en el piso sobre la guitara hecha pedazos y un ojo morado del golpe que el Bolillo le había propinado. La Telera lloraba en la entrada de la casa sin hacer caso de nadie. Varios vecinos salieron a ver qué pasaba. El Pan de Acámbaro reclamaba a los Gendarmes:

            ─¿Cómo es posible? Una cosa es que intente atormentarnos los oídos, pero otra muy distinta es que se esconda entre las sombras para aprovecharse de una inocente muchacha ¿A dónde vamos a parar? ¿Qué seguridad tengo para mis hijas, las Acambaritas?

            Y esto desató más reclamos del Bigote, el Taco de Piña y el Polvorón, hasta que, abrumado, uno de los Gendarmes dijo:

            ─Bueno, bueno, me o llevaré a la cárcel, pero necesito que alguien levante la denuncia ¿Cuál será el cargo? Besar a la novia no es un delito

            Todos se miraban unos a otros tratando de buscar una respuesta hasta que se voltearon a ver al Bolillo quien dijo:

            ─Pues ¡El querer emparentar con alguien que no es de su hechura!

            El murmullo fue de unánime aprobación, sin embargo, en ese momento se había aparecido el Pan Ácimo, cura de la parroquia, quien con toda calma preguntó al ofendido:

            ─Hijo y ahí ¿En dónde está la falta? Todos somos iguales ante los ojos del Panadero Creador.

            ─Pos, pos, es que no puede ser, él es un Beso, un pan con azúcar y mi ahijada es de sal, no sería lógico, no se puede.

            ─¿Por qué hijo? ─peguntó el cura.

            Ni el Bolillo ni nadie supo dar la respuesta, hasta el Pan Envinado que solía ser impertinente guardó silencio. El Pan Ácimo se acercó a mi ventana mientras decía a los reunidos:

            ─Es nuestro prejuicio o moral mal entendida que nos hace ser injustos, por ejemplo, vengan para acá ─y la multitud caminó a mi ventana entreabierta ─miren a esta niña que no conoce el mundo ni el mundo la conoce a ella ─y dicho esto abrió mi ventana y todos me vieron con rostros sorprendidos y ojos incrédulos en medio de una generalizada exclamación de asombro.

            ─Esta preciosa niña ha tenido que vivir entre cuatro paredes por el miedo de sus tías a que no fuera aceptada, a que fuera señalada por ser distinta a lo que nuestras mentes cerradas no pueden aceptar, pero ya es tiempo de que las cosas cambien, yo mismo he hecho los arreglos para que el mundo la conozca.

Nadie imaginó, incluyéndome a mí, que el ser diferente me haría salir no solo de mi casa sino también de pueblo para que me conocieran. Hoy vuelvo de ese viaje, los vagones acarician el andén hasta hacer alto total y la máquina libera vapor con el alivio al final del esfuerzo. Mucha gente vino a recibirme y yo me siento más apreciada que nunca, han traído carteles cuyas letras hacen humedecer los ojos de la emoción, porque en ellos se lee:

 

“¡Bienvenida de regreso, querida Manteconcha!”

 

 

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Ignacio Esquivel Valdez

Ingeniero en computación UNAM. Aficionado a la naturaleza, el campo, la observación del cielo nocturno y la música. Escribe relatos cortos de ciencia ficción, insólitos, infantiles y tradicionalistas