De las manos como brújulas

  • María Clara de Greiff
Mis manos de migrante me recuerdan de dónde soy y hacia dónde voy

Fairlee, Vermont. El libro de poesía Migrare-Mutare de la veracruzana Rossy Evelin Lima, escritora, activista y profesora del Departamento de Español de la Universidad de Texas A&M, habla de los espacios de transmutación interna del migrante, de las metamorfosis del alma, de las mutaciones, de las errancias del espíritu. En un fragmento del poema “Mariposa” ella escribe:

 

Transparente presencia rutilante

Eres la única muerte que promete alas

el despertar negro y naranja de la inmigración

el conjuro en esta jaula de soles y lunas

en esta jaula forjada con franjas azules y rojas

 

Eres la única muerte que promete alas

eres la firmeza de mi vuelo libertario…

 

En otro de sus poemas, “Tanto he perdido”,  Lima se aferra a su acento como la única posibilidad de asirse a su identidad y dice:

 

Tanto he perdido

 

Aquí­ está mi acento de lata

trastabillando piedra con piedra,

tintineando en la calle vací­a

               del entendimiento.

 

¿Por qué no has perdido tu acento?

pregunta una voz ramosa,

yo sigo hablando con mi lengua

de nido fresco

               con mis labios toscos

masticando un idioma

sin tragarlo.

 

¿Por qué no he perdido el acento?

                            Tanto he perdido.

Perdí­ el camino que me trajo,

el viento que me dio la espalda.

                            I’ve lost so much

digo en un idioma

que voy rumiando

por más de una década.

 

He perdido la libertad

de cruzar fronteras

al compás de las mariposas,

entumida habito y me habitan.

 

He perdido el aullido

y el hilo que me zurcí­a el pecho,

dejando expuesto el corazón.

 

He perdido el cepillo

que me desenredaba la voluntad,

estoy enmarañada

con el yo que fui

y el yo que resisto.

 

He perdido el llanto,

me queda solamente

una masa caduca en el centro,

un chillido de grillo,

un océano de lacrimosas decisiones.

 

Con ojos perdidos voy perpetuamente,

tatuándome a tientas

las leyes que no dan consuelo,

tatuándome el Do not enter

de este lugar que me subleva.

 

¿Por qué no he perdido mi acento?

                            Porque tanto he perdido.

En cada anciano busco

la sonrisa de mi abuelo,

que me espera justo detrás

de esta muralla

impenetrable,

guardando de mí­ sólo la memoria

de una niña que ya no encuentro.

               Porque tanto he perdido

es que dejo a mi boca

desembarcarse a su antojo,

leñar las palabras sin tregua,

entrar por puertas

que resguardan cuartos de silencio.

Le permito a mi acento tener la libertad

                            que yo he perdido.

 

 

 

En esta ocasión “Manos que hablan” conversó con Pablo, oriundo de Maria de La Torre en Veracruz, quien se ase a su nostalgia y a sus manos para conquistar lo que el entiende por el sueño americano. Iniciamos nuestra conversación con la misma pregunta de siempre:

 

-¿Qué significan para usted sus manos?

 

-Mis manos son mi esfuerzo, el sustento con el que saco a mi familia adelante. Son lo mas fundamental para hacer todo. Son como una brújula para mí, me recuerdan de dónde soy y hacia dónde voy. Miro mis manos y veo que han pasado los años y me da alegría de saber que he logrado algunas cosas muy buenas gracias a ellas.

 

 

Pablo comenzó entonces relatar su historia personal, el viaje, la travesía, los desafíos, los miedos…

- Me vine porque la delincuencia estaba cada vez peor y también la economía. Mis amigos ya eran reclutados por gente delictiva. Los narcos que los llamaban para ser “halcones” que eran los gatilleros. Me vine para no tener problemas y darle un mejor futuro a mi familia. Tengo una familia muy grande. Mi papá tiene dos familias.  Tengo cinco hermanos y cuatro medios hermanos.

No le eché ganas al estudio para hacerme de un título y trabajar bien en México y me vine con la idea de hacerme a un dinero, ahorrar y darles mejores oportunidades a los míos. Yo tenía un hermano acá y el me ayudó a todo.

 

“Yo salí un septiembre, no recuerdo la fecha exacta. Mi hermano habló con alguien, le pasaron un número de un señor que pasaba gente al otro lado. Ese día mi papá me acompañó a la terminal. Nunca había viajado. Me fui en camión hasta Reynosa Tamaulipas. Me hice creo que 18 horas y cuando llegué estuve en una casa con otros paisanos. Esperamos hasta que el coyote nos dijera cuando íbamos a poder cruzar. Cuando llegamos a Reynosa yo venía con un primo y nos paró la mafia.  Tomamos un taxi en la central y que nos para un tipo y nos pregunta que a dónde íbamos. En esos tiempos en Reynosa todo estaba muy mal. Pensaban que éramos de alguna banda o de otro cártel. En el taxi llamamos al coyote y uno de los que nos tenía agarrado habló con el coyote y le reclamó que no les había avisado “¿Por qué no nos dijiste que iban a llegar dos?” Nos soltaron. Llegamos a la casa cinco días. Tu te compras tu comida. Sólo te dejan ir a la tienda y no te permiten ir más lejos. Mi primo y yo casi no salimos.

-Llegó el día en que íbamos a brincar. Cruzamos por el Río grande. Tuvimos que inflar una lancha. Entre todos la inflamos con la boca. Éramos doce. Primero nos aventaron a siete, los más delgados. Los otros para el segundo intento. A mi primo le tocó en la segunda vuelta.  Pero la lancha estaba rota. El guía les dijo a los de la segunda ronda “si saben nadar qué bueno y si no pues a ver qué pasa”, así que faltando metro y medio se empezaron a hundir y se aventaron. Después de dos horas de caminar el guía no encontraba la ruta hacia donde nos llevaba y nos dijo que mejor nos regresáramos para la casa. Le pedimos que se concentrara. Estábamos muy cansados. Así que él se subió a un árbol y miró una luz de en medio y nos dijo que no la perdiéramos de vista. Seguimos la luz y él por fin ya supo por dónde íbamos. Seguimos y llegamos a una carretera como si fuera la garita para cruzar a McAllen. El guía nos dijo “aquí vamos a correr rápido.” Nosotros brincamos y nos escondimos detrás de una milpa. Caminamos otra hora y llegamos a una bodega y había unos platanales. Ahí nos escondimos y nos quedamos.

 

Pablo relata como su travesía se le hizo eterna, como perdió el sentido del tiempo:

 

-El guía sacó un radio y llamó a la gente con la que trabajaba y le dijo que ya estábamos ahí. Estuvimos un par de horas y nos pasaron a traer en una camioneta de batea, nos acostaron y nos cubrieron con un pedazo de triplay. Anduvimos como veinte minutos y llegamos a una casa. Descansamos un rato. Al otro día salimos como a las 2:00 de la mañana. Nos llevaron a la orilla de la carretera y nos dieron unas bolsas con alimentos y una botella de tres litros de agua. Pero como tuvimos que brincar una malla con alambres, a varios se les rompió el agua. Yo crucé rápido y no me lastimé, pero otros más pesados sí. Luego nos metimos al monte para seguir cruzando. Caminamos como una semana adentro del desierto. Veníamos bien, pero una de las muchachas en el transcurso del camino no comió nada un día y en la noche ya no pudo caminar más de dos horas. El coyote la cargó y entre todos tratamos de ayudarla, pero nos cansamos. Así que la dejamos en una brecha cerca de donde pasa la migra. Sentimos muy feo porque era una mujer y escuchábamos cómo chillaban los coyotes. Fue muy feo. Pero teníamos que seguir caminando. Otro señor gordito ya tampoco podía. Y le dábamos ánimo y siguió caminando hasta que llegó la noche y llegamos a un campamento. Todo era muy obscuro hasta que vimos un faro que nos alumbró y el guía nos dijo que nos arrastráramos. No nos vieron. Nos dijo que fuéramos en silencio. Eran dos guías. Uno iba adelante y otro atrás con una rama iba borrando nuestras huellas. Había muchas espinas. Mucha maleza. Nos íbamos arrastrando. Se me hizo bien largo.

“Ya se nos habían acabado los alimentos. Por donde pasamos había unas latas de frutas, pero los chavos de Guatemala y Honduras las agarraron todas. Nos molestamos, pero no era el momento de pelear. El guía nos dijo que ya habíamos cruzado, pero había un problema, nos dijo el guía que a los que nos iban a recoger los había agarrado la migra, “ahora tengo que llamar a otros, pero no los conozco.” Insistimos en que los llamara. Ellos pasaron por nosotros. Llegamos a la casa de otro señor. Teníamos mucha hambre y comimos muy bien. Ya íbamos hacia Houston todos como sardinas en la camioneta y estábamos muy golpeados.

Antes de llegar a Houston la camioneta se descompuso y el señor que manejaba nos bajó y nos dijo que camináramos. Yo caminé hacia una tienda porque íbamos muy sucios, rasgados de la ropa. Estábamos muy incómodos y emocionados. Los americanos se nos quedaban viendo. En la tienda nos quedamos hasta que llegó un carro y nos llevaron a otra casa. Y vimos pasar a la policía que iba a rescatar el carro que habíamos dejado tirado. En Houston pasamos un día.  Al día siguiente salimos para Vermont casi 40 horas y el “raidero” nos trajo hasta la puerta de la granja donde trabajaba mi hermano. El viaje me costó $6,500 dólares y me tardé como ocho meses en pagarlo.”

Pablo en la granja lechera en Vermont. Foto de Marcela Ramírez.

-¿Cómo ha cambiado su rutina ahora con el coronavirus?

-Aquí no he visto diferencia. Pues aquí no salimos. Estamos siempre trabajando, de la casa a la granja. A lo que vinimos pues.

 

La mayoría de las veces, las casas de los trabajadores de las granjas lecheras del Upper Valley, están ubicadas dentro de la granja. De esta manera, los establos y estaciones de ordeña se convierten en una extensión de la casa que habitan. Pablo tiene una jornada diaria que empieza a las 3:30 de la mañana y termina a las 4:30 de la tarde. Su único día de descanso es el miércoles y  trabaja aproximadamente 78 horas a la semana.

Las estaciones de ordeña con los robots de las granjas lecheras de Vermont. Foto de Marcela Ramírez.

Manos que no descansan. Granja lechera en Vermont. Foto de Marcela Ramírez

-¿Qué es lo que más extraña usted?

-La familia, ver a mi papá y a mi mamá y abrazarlos. Sueño con el momento de tenerlos de frente y decirles cuánto los quiero. Aquí en los fríos a uno le da mucha nostalgia. Pero los recuerdos de nuestras tradiciones y los momentos vividos con la familia nos mantienen de pie.

 

Para finalizar mi conversación con Pablo le pregunté si creía en el sueño americano a lo que respondió:

-Sí, mi sueño americano es estar con mi familia, disfrutar su compañía. Recuperar el tiempo perdido que no he estado con ellos. Mi sueño era venir a trabajar para ayudar a mi familia y hacerme de mi casa, comprar unos terrenitos para trabajar la tierra para tener el sustento de la familia. Ingresos para el hogar y para la educación de mi hijo. Ese es mi sueño y gracias a mis manos voy a lograrlo.

 

A las manos de Pablo dedico esta columna. A sus manos brújula a las que se ase para no olvidar su origen ni su identidad.

 

 

 

 

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María Clara de Greiff

Es periodista y profesora para el Departamento de Español y Portugués de la Universidad de Dartmouth en Hanover, New Hampshire