Realismo perspectivista I

  • Arturo Romero Contreras
Nos dicen que estamos presos en la subjetividad, pero con perspectivas muy claras

“Todo lo percibo simultáneamente. Todo lo percibo a la vez y desde todos los ángulos posibles. […] A mi alrededor se multiplican los ángulos y las curvas. Hay grandes sectores de tiempo que los percibo a través de curvas. Existe un tiempo curvo y un tiempo angular. Los moradores del tiempo curvo no pueden penetrar en el tiempo angular […] Sigo retrocediendo cada vez más. De la Tierra ya ha desaparecido el hombre […] Las formas que veo son cada vez más simples […] A mi alrededor hay cada vez más ángulos, ángulos totalmente ajenos a la geometría humana […] —¡Tienen hambre y sed! ¡Los Perros de Tíndalos! […] ¡Frank, tenemos que cerrarles las puertas! —¿A quiénes? —pregunté. —¡A los Perros de Tíndalos! —exclamó—. Sólo pueden llegar hasta nosotros a través de ángulos. ¡Eliminemos todos los ángulos de la habitación! Voy a poner escayola en todos los ángulos, en todos los rincones, en todas las hendiduras. ¡La habitación quedará como el interior de una esfera!” Del extravagante texto: “Los perros de Tíndalos”, de Frank Belknap Log

 

Nos dicen que estamos encerrados, que al hablar solamente nos escuchamos a nosotros mismos, que pensar es soliloquio. Pero yo soy no solamente otro, sino mucho otros. ¿Cuántas voces soy? Todas aquellas entre las que fui tejido, destejido, amarrado y enredado. Nos dicen que somos presos del lenguaje. Pero ¿cuántas lenguas tiene mi lengua? ¿Cuántas veces no tengo que explicar-traducir dentro de mi propia lengua? Nos dicen que estamos presos en la subjetividad, pero mira cuántas perspectivas irreductibles existen: tantas como centros de vivencia: yo, tú, él, ello, nosotros, ustedes, ellos. Y nos dicen que estamos atrapados en la cultura, que de la naturaleza no sabemos nada, o que ella es nada. Pero mira de nuevo. Mira cómo el deseo mueve el brazo y cómo el intestino moviliza neurotransmisores. Mira cómo una bala en la cabeza destruye una función compleja: recordar nombres propios, utilizar correctamente verbos, memoria a corto plazo, memoria a largo plazo. Las lesiones del cerebro no producen efectos aleatorios, ni fallas azarosas. Demuestran orden y estructura. En el estudio de las afasias se reconocieron los ejes sincrónico y diacrónico que utilizó la lingüística. Lo sorprende era que las lesiones pudieran afectar funciones temporales, espaciales, de sintaxis. Tenemos vivencia de sentido-ser-animal, no de humanos arrancados de la naturaleza (pues ella se arranca de sí todo el tiempo por medio de saltos y discontinuidades). No estamos adentro. No estamos presos. Siempre estuvimos a la intemperie. Sólo que este espacio abierto está hecho de membranas, de bordes, de límites, de estructuras reiteradas. No es un espacio continuo, que se pueda recorrer con la mirada. Hay que ir con el cuerpo. Pero el cuerpo exige también transformaciones para ir de espacio en espacio.

Veamos cómo sería un recorrido de este tipo, uno pequeño, local, pero suficientemente rico como para mostrar una experiencia-polieidoscopio.

Yo veo. Veo que veo. Veo cómo veo. Veo que tú también ves. Veo que me miras. Miramos y somos mirados. Por otras personas y por otros animales. Lagartos y suricatas, seguro, pero quizá también por moscos y chinches, entendiendo que mirar no es ver, pero que no se trata de dos cosas toto caelo distintas y que lo más humano encuentra su anticipación en formas más humildes en la historia natural. La función lingüística no encuentra paralelo en los animales, es verdad, pero las estructuras combinatorias de aquella las podemos encontrar más “abajo”, en el código genético, en la síntesis de proteínas, que por un pliegue se enlazan con el deseo animal para transfigurarlo por completo. No nos sorprenda estar, en un sentido, más cerca de funciones elementales formalizables del código que de los gritos del águila. Aunque también gritamos.

Esa casa de la esquina que veo nunca es la misma. Cuando paso por uno de sus lados, cuando paso por el otro, cuando la veo desde su vértice, cuando la aprecio desde el techo del edificio donde trabajo. Cuando le da el sol de la mañana, de la tarde, cuando en la noche la alumbra una pobre lámpara que parpadea. Esa casa la veo yo. La ves tú. La ven otros. Otras. Nunca desde el mismo lugar y al mismo tiempo. Yo veo la casa, veo que ves la casa diferente a cómo yo la veo, sin por ello suspender la referencia común al mismo sitio. No es que miremos lo mismo, es que lo que miramos se intersecta en alguna región.

Alrededor de esta casa florecen abundantes percepciones de perspectivas y colores, texturas y quizá, incluso, olores. No está sola. Está inserta en el paisaje, en la hermandad de otras casas, en la soberbia de lo que se destaca contra un fondo indiferente, es un islote en el horizonte que, marino, la envuelve hasta perder sus bordes donde el espacio da la vuelta y se desvanece. La casa es el centro, un punto que se irradia en muchas direcciones hasta perder su potencia como casa en la distribución de la luz del mundo. Radiante centro irrelevante de una percepción fugaz. 

De esa casa que yo vi, hablo. Tú también. Otro, la fotografió. Otro, escribió sobre ella. Pero no es una la mención de la casa. Multitud de personas han hablado y hablarán de ella. Y habrá también, probablemente una multitud de fotos, desde diferentes ángulos, con diferentes cámaras, con diferentes colores según la película o el sensor, la lente, la luz. Y se escribirá sobre la casa, directa o indirectamente. Quizás se hable de una sombra en una crónica que proviene de esa casa, sin que se hable de esta última.

Estamos ahí, enfrente de la casa, tú y yo, donde nos habríamos reunido en otro momento, que habíamos usado como lugar de referencia porque estaba cerca el árbol de los ahorcados, ahí donde colgaron a los independentistas en el siglo XIX. Al estar ahí no nos encontramos exactamente en el mismo punto, pero estamos frente a la misma casa. La casa no está exactamente ahí o allá. O sí, está exactamente en tales coordenadas terrestres y lo sé porque pedí a un sistema de geolocalización que me ayudara a encontrar el lugar cuando fui por primera vez. Está ahí con claridad geométrica y también con toda la vaguedad del “la casa está frente al mercado de las flores, junto a la fuente y el restaurante de Tlalpan”.

Un día la destruirán. Y hablaremos de ello. Y quienes tienen recuerdos es posible que tengan más de uno sobre el mismo lugar. Yo, que pasé enfrente de ella por años, tengo también una multitud de recuerdos. Y otros tienen otros. Y hablamos de eso. Y a veces los recuerdos se cruzan: cuando un perro pintado de rosa fue a alojarse al zaguán de la casa. Otros no la habrán conocido nunca en primera persona, pero al escuchar de ella, al verla en fotos o al leer sobre ella, la tendrán también ahí, de algún modo, presente. La casa es todo eso.

Pero aquí concedemos algo esencial: que las cosas no son solamente para mí, sino también para los otros. Y esos otros no serán únicamente personas. En esa casa vivía el perro rosa. Quién sabe lo que esa casa representaba para él. Sea por la comida que le daban, quizá, o por la sombra que hacía el pequeño techo. Quién sabe. Y además, la casa era peculiar porque, debido a su gran tamaño y a su gran edad, constituía un microclima que permitía al musgo pintar medio muro de verde. Para el musgo no existe la casa, es verdad, pero ese sitio que nosotros llamamos casa incluye la humedad particular para que éste pudiera crecer y formara parte, a la postre de esa casa que nosotros sí reconocemos. Es simple lo que decimos: la casa no es solamente nuestra, ni el tiempo, ni el espacio, por más que cada uno y cada una viva un tiempo propio. Tiempo individual, tiempo subindividual (por ejemplo, de una memoria en nosotros), tiempo colectivo, tiempo de la humanidad. Tiempo lineal, tiempo circular, tiempo espiral. Corta y larga duración. Diferentes escalas, diferentes velocidades. Todo eso ocurre. Al mismo tiempo. Lo mismo con los espacios: localidad del punto, localidad de la figura geométrica, localidad topológica. Globalidad de nuestro cuerpo, de nuestro barrio, del país, el mundo, el universo. Continuidad, discontinuidad, borde. Todo eso. Al mismo tiempo en diferentes niveles y estratos.

La cosa no es ni demasiado profunda: un no sé qué debajo o detrás de todas estas capas. Ni demasiado superficial: nada más que lo que aparece en una corriente de vivencias o en medio de mi vida cotidiana. No sé qué podamos llamar cotidianeidad, excepto cuando se asume una normalidad idealizada. La casa es eso. Todo eso. Hacia abajo, también, por qué no, sus moléculas. Es obvio que para las moléculas la casa no existe. Pero la casa está inextricablemente ligada a sus átomos, también para nosotros. Está ligada al moho de sus paredes, a los alacranes que aloja entre sus grietas. La cosa es eso: un entrelazo. Con un borde que le permite una relativa separación de otras cosas, es decir, con independencia.  Las cosas no son objetos densos que se quedan en su lugar, sino un abanico, una flor de perspectivas. Diremos, más precisamente, que las cosas no están en un sitio, sino que se despliegan caleidoscópicamente en varios tiempos y espacios. La casa, ¿es el cemento, es su percepción, es su recuerdo, es su imagen? Es todo eso. Las cosas crecen y decrecen, se enlazan con otras o se separan de ellas. En eso consiste su vitalidad.

Frente a todo esto parece fácil huir hacia mí mismo: yo, aquí, ahora, núcleo compacto, punto absoluto. Yo soy el centro del espacio y todo lo demás es entorno. Yo soy el presente y todo lo demás es pasado y futuro. Pero no. Yo soy también el niño terco y el adolescente nietzscheano y el adulto profesor. Y aún ahora mismo seré un profesor y un caminante y un migrante retornado. Todo eso, al mismo tiempo. No todo se toca de la misma manera, claro está. De hecho, no hay ninguna totalidad que dé a las cosas su sitio estable y último. Pero hay principios de conexión. Conexiones mediatas e inmediatas o, si se quiere, correlaciones, de todo tipo. Hay continuidades y discontinuidades también en todas las variantes posibles. Pero a la postre todas las cosas se conectan, directamente o por medio de otras. Es inmanencia por el principio de conexión. Pero es “introscendencia” porque no existe un único espacio, un único tiempo, sino multitud de tiempos y espacios anudados. Diremos: conexidad -simple: para hablar de los agujeros, de las discontinuidades relativas. Y agregaremos: hay tránsitos entre los mundos, pero con obstrucciones. Mundo sólo hay uno, pero sin hacer unidad, es decir, hay conexión, pero no sistema, hay tránsitos, pero no totalidad.   

 

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Arturo Romero Contreras

Es doctor en filosofía por la Universidad Libre de Berlín, Alemania. Actualmente es profesor-investigador de tiempo completo en la Facultad de Filosofía y Letras de la BUAP.