Manos que hablan

  • María Clara de Greiff
En México estábamos en cuarentena de pobreza, ¡y esa sí que es dura!

De historias de Covid, migración y ¡cuarentenas de pobreza!

Fairlee, Vermont. El poema “Los emigrantes, ahora” del escritor uruguayo Eduardo Galeano habla de los que emigran como “náufragos de la civilización”, de sus errancias, de un mundo que los desarraiga, los expulsa de sus lugares de origen:

 

Ellos viajan miles de leguas, por los libres caminos del aire y del agua.

No son libres, en cambio, los caminos del éxodo humano.
En inmensas caravanas, marchan los fugitivos de la vida imposible.
Viajan desde el sur hacia el norte y desde el sol naciente hacia el poniente.
Les han robado su lugar en el mundo. Han sido despojados de sus trabajos y sus tierras. Muchos huyen de las guerras, pero muchos más huyen de los salarios exterminados y de los suelos arrasados.

Los náufragos de la globalización peregrinan inventando caminos, queriendo casa, golpeando puertas: las puertas que se abren, mágicamente, al paso del dinero, se cierran en sus narices. Algunos consiguen colarse. Otros son cadáveres que la mar entrega a las orillas prohibidas, o cuerpos sin nombre que yacen bajo tierra en el otro mundo adonde querían llegar.

 

Cuando transito estas letras, pienso en cada una de las historias de vida y de estoicismo de los trabajadores migrantes de las granjas lecheras del Upper Valley. En esta ocasión, conversamos con Don Gabriel, oriundo de Martínez de la Torre, Veracruz. Él tiene ya seis años de haber llegado al Upper Valley.  Al igual que siempre empezamos con la misma pregunta.

 

-¿Qué significan para usted sus manos?

-Son la gran herramienta, sin manos no hay nada, son la parte esencial, el trabajo, símbolo de amistad, para mí son mi vida.

 

Don Gabriel comenzó entonces a relatar su historia personal, el viaje, la travesía, los desafíos, los miedos…

Don Gabriel cuenta las innumerables veces que trató de cruzar. Su historia, como todas, supera la ficción, supera cualquier película de acción.

-Yo ya tengo seis años desde que llegué. Me vine por Reynosa. Traté de pasar seis veces y cinco me regresaron. Reynosa estaba súper peligroso, porque las zonas están tomadas por los “Zetas” y por el “Cartel del Golfo”. Estuve un mes intentando pasar. Mi mayor temor era el río porque no sé nadar. Logramos cruzar el río y nos escondimos en una madriguera de jabalí. Ahí todos encimados. La sexta ocasión fue la definitiva porque los “coyotes/polleros” conocen la ruta que ellos llaman “la ruta especial, la ruta de la marihuana”. Yo ya estaba muy desesperanzado porque cuando íbamos flotando en las cámaras en el río un bote de policía había ponchado dos de las cámaras y frente a mis ojos vi como se ahogaban dos compañeros. Vi cómo la policía fronteriza pasó en el bote y al tío y a su sobrino los golpearon en el agua y se murieron ahí ahogados. Esa imagen me acompaña el resto de mis días. Fue muy gacho. Muy desesperanzador.

“En mi grupo éramos doce hombres y dos mujeres. Caminamos casi siempre de noche, brincábamos mallas de hasta tres metros y en una de esas nos pasaron los reflectores y todo el grupo corrió y se separó. Agarré la mochila del coyote que la dejó tirada y luego me encontré con otros dos que eran los que ayudaban al coyote. En total éramos nueve. En la mochilita había una naranja, un milky way, un red bull, una lata de salchichas de Goya y una tortilla de harina. Caminamos cinco días”.

Mano de un trabajador migrante en una granja lechera de Vermont. Foto de María Clara de Greiff

 

- Un día cruzamos una carretera con seis carriles de esas que los carros van a toda velocidad y nos tiramos por la orilla de la carretera, ahí por fin pasó el contacto por nosotros en un Mustang rojo y corrimos a toda para meternos en el coche y arrancar. Yo me metí a la cajuela con otro compañero. De ahí fueron siete horas hasta llegar a Houston. Yo me tardé dos meses en llegar hasta acá. Fueron $10,000 dólares y con un año de trabajo pude pagar el préstamo-

 

-¿Qué es lo que más extraña usted?

“Extraño la vida completa, la familia, si algo añoro es la libertad, el vivir sin tanto miedo”.

 

-¿Cómo ha cambiado su rutina ahora con el coronavirus?

-La rutina de trabajo sigue siendo la misma, pero antes salíamos de vez en cuando a las tiendas o comprar el suministro y ahora están muy vacías. Ahora con esta cuarentena casi no salimos. Pero esta cuarentena es muy diferente a la que vivíamos en México. En México estábamos en cuarentena de pobreza, ¡y esa sí que es dura¡, la de aquí no se siente tanto, pues de por sí estamos aislados.

 

Trabajador de una granja lechera en el Upper Valley en la estación de ordeña. Foto de María Clara de Greiff

 

Para finalizar mi conversación con Don Gabriel le pregunté si creía en el sueño americano a lo que respondió:

 

-Sí, porque aquí vienes con la meta de hacer dinero. Hay facilidad, nosotros somos buenos trabajadores y a eso venimos, a trabajar. Aquí en la granja hay veces que nos echamos jornadas semanales de 74 horas, pero yo a la chamba no le temo. El sueño es poder regresar con una lanita y una casita construida. Ese es el sueño.

 

A Don Gabriel dedico esta columna, a sus manos incansables, aguerridas, manos constantes, que no claudican y también a todos los que emigran, de quienes el maestro Galeano diría con su tino poético:

“Que no son seres humanos, sino recursos humanos.

Que no tienen cara, sino brazos.

Que no tienen nombre, sino número.

Que no figuran en la historia universal, sino en la crónica

Roja….

 

mcdegreiff@yahoo.com.mx

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María Clara de Greiff

Es periodista y profesora para el Departamento de Español y Portugués de la Universidad de Dartmouth en Hanover, New Hampshire