Sobre los diversos grados de libertad de la especie

  • Arturo Romero Contreras
La libertad surge como un inexplicable milagro en un mundo casualmente determinado

Operamos siempre dentro de sistemas determinados: mecánicos, lingüísticos, fisiológicos, químicos, legales. Jugamos ajedrez o damas chinas o basketball. Todos son sistemas con sus elementos y reglas propios. Son pequeños universos con fronteras, algunas claras, otras difusas, pero al fin de cuentas pequeños mundos. Pero, ¿significa esto que no tenemos libertad? ¿No estamos siempre inscritos en tales o cuales coordenadas y sometidos a tales o cuales principios? ¿No estamos siempre condicionados por ellos? Rosenzweig decía que para él Kant era un grande por haber concebido la libertad como “el milagro en el mundo de los fenómenos”. Es, decir, la libertad parece un inexplicable milagro en un mundo causalmente determinado. Muchos pensadores contemporáneos son kantianos en este sentido: piensan la “subjetividad” como una sustracción a todo orden, como un punto fuera de toda relación, como una exterioridad inaprehensible. Pero si semejante abstracción permite salvar la libertad negativa del sujeto (ser libre respecto a un orden), prohíbe su libertad positiva (ser libre para hacer algo en ese orden). El sujeto que se sustrae se salva del mundo, pero no puede hacer nada por éste. Para intervenir en él tiene que estar hecho de la misma sustancia, pero sin ser devorado por él.

En el ámbito de las ciencias la cosa es diferente. Particularmente los practicantes de las neurociencias afirman que la libertad es ilusoria porque resulta incompatible con las leyes que conocemos de la naturaleza. Creer que ya se saben todas las leyes de la naturaleza y que, por lo tanto, la libertad resulta ilusoria es una desproporción. Pero dejemos eso de lado. La naturaleza es determinista o aleatoria. Las cosas pueden seguir un curso fijo, determinado desde el inicio de los tiempos en una cadena causal o bien, responder al azar. Sí, la probabilidad parece un lugar intermedio entre los extremos, pero no se trata sino de una causalidad distribuida, donde los caminos, ya fijos de antemano, se reparten con cierta proporción. Pero la libertad no es ni determinación ni azar, tampoco probabilidad, sino un querer con una dirección. Es una “autoafección”, moverse por sí mismo y no solamente por algo otro. No es autarquía, pero sí tomarse a sí mismo, en un sentido, como un ciclo. Es una flecha que, pasando por otras cosas, otras personas, y por mil órdenes y estructuras, va de mí a mí. También podemos pensar la libertad, otra vez muy kantianamente, como la posibilidad de introducir una causa en el mundo que no se siga del propio curso del mundo. Lo llamamos intervenir.

Detengámonos ahora en el argumento de la incompatibilidad. Decimos: la libertad no es compatible con la naturaleza. Eso quiere decir: el mundo atómico es determinista, nuestro cerebro, un ente natural hecho de átomos, responde a las mismas leyes. El cerebro, soporte de nuestras acciones, no puede otorgarles a éstas más libertad que la que tiene un protón. Pero quien razona así, razona a medias. Porque si decimos que la libertad no se puede “seguir” de un sistema determinista, tenemos que mostrar precisa y detalladamente cómo es que los átomos gobiernan a las neuronas y las neuronas nuestro comportamiento asumido libre. Mientras no se haga el trabajo completo, la deducción completa, no se trata sino de una suposición, basada además en un conjunto de reglas que se supone ya conocido. Esto resulta sospechoso por cuanto ese mundo “ya conocido” de los átomos está aquejado de una incompatibilidad esencial entre gravitación y mundo cuántico.

Tenemos alguna evidencia de nuestra libertad. Quiero caminar. Me levanto y camino. Fin de la prueba. No tiene por qué ser última, pero es claro que yo puedo hacer cosas que deseo, que planeo. Sería mucho más difícil probar o al menos argumentar que causalmente estoy determinado a querer probar mi libertad, solamente para engañarme. “Engaño”, “querer”, “probar”, nada de eso existe en el mundo físico, así que ya la mera “prueba” sucede en otro contexto que el de quarks y protones. El mero argumento del “engaño” tendría que ser mostrado. ¿Cómo produce la función de onda el engaño en nosotros? Pero el argumento se autodestruye. Si estamos absolutamente determinados, entonces también los están nuestros pensamientos. Y si ellos están determinados, entonces no tiene sentido el experimentar, no habría ni error ni acierto, ni posibilidad de pensar las cosas de diferentes modos a lo determinado. Así, argumentar a favor o en contra del libre albedrío estaría igualmente determinado. Por lo que nos lo podríamos ahorrar. Pero si vamos hasta el final, argumentar a favor y en contra está ya también determinado, así como creer en una u otra posibilidad.

Este mundo donde yo decido es el mundo de la conciencia. Pero ese mundo de la conciencia es también donde yo hago y decido la ciencia y evalúo su legitimidad La legitimidad es un asunto crucial, pero éste no se demuestra, se argumenta y mucho menos se “funda” en la materia. En realidad, es mucho más patente la evidencia de mi libertad como inmediatamente existente, que las leyes de la ciencia, las cuales solamente puedo construir por una mezcla de estructuras matemáticas y observaciones interpretadas. Seguro que lo que considero evidente e inmediato, se revela a la postre como ilusorio en gran medida, pero este “revelarse”, “mostrarse” o “demostrarse” es un asunto que no resultaría posible sin libertad: libertad para pensar tal o cual cosa, es decir, libertad para equivocarse o enmendarse.

La polémica con los físicos y neurólogos es una entre otras respecto a la libertad. En verdad formamos parte de múltiples sistemas que son más próximos a la conciencia. El ejemplo más decisivo es el lenguaje. Al estar limitados por el universo del diccionario y obligados por las reglas gramaticales. ¿Qué margen, qué grados de libertad tenemos? ¿No somos hablados todo el tiempo por el lenguaje? El lingüista Roman Jakbson argumenta al respecto con gran agudez: no son los mismos grados de libertad. La libertad entre fonemas es nula. En el orden de las palabras, un poco mayor. A nivel de discurso, todavía. Es lo sorprendente: no sólo que un sistema finito permita producciones infinitas, sino el hecho de que éste dé lugar a niveles de organización. No tiene sentido aseverar que los condicionamientos a nivel de los fonemas, los elementos más simples de la lengua, quizá, determinan los grados de libertad de las oraciones y los discursos. Pero en el nivel de los fonemas no existen las metáforas, ni las metonimias. Y a nivel de los significantes todavía no son posibles las paráfrasis, ni las ironías. Quizá el nombre de “propiedades” emergentes no sea el más adecuado, pero es cierto que cada nivel de análisis reviste diferentes grados de libertad. Razón ésta también para debilitar todo pensamiento de tipo trascendental que pretenda explicar con algunos “principios” todos los estratos, escalas y niveles de organización. Por ahora, nos sirven tan poco los átomos para explicar la conciencia, como los fonemas para explicar una falacia. No hay, por ello, última instancia que valga para nosotros, ni la conciencia, ni el lenguaje, ni la naturaleza. Más bien vemos caminos de ida y vuelta entre ellos, diferentes tipos de “fundación” y jerarquía, al tiempo que inversiones y relaciones heterárquicas. Aquí la primera clave de lo libre: el nivel de organización u orden. Lo más “bajo” no condiciona lo más “alto” en tanto que este último introduce su propios elementos y reglas. Las filosofías fundamentales, buscando lo posible, descienden hasta el abismo de lo indeterminado, creyendo asegurar con ello la apertura del mundo. Pero con ello solamente lo esterilizan. Por el contrario, la producción novedosa es inseparable de la determinación

Frente a todo esto, muchos defensores de la libertad claman: somos posibilidad. Pero ¿posibilidad de qué? Paradoja de todo lo posible: si lo posible es un conjunto de opciones dadas, como en el caso de un dado: 1, 2, 3, 4, 5, 6, ¡qué pobreza! Todo está dicho, solamente elegimos entre lo dado. Si lo posible es creación absoluta, de la nada, ¡no es posibilidad, sino creación divina! No hay libertad ni en el azar ni en la necesidad, pero tampoco en la falta absoluta de restricciones. Llegamos al centro del asunto. Toda libertad real surge dentro de la limitación. Eso lo que debemos entender por el concepto de “condición de posibilidad”. Es la condición (lo limitante) que nos abre un mundo de posibilidades (lo ilimitado). La libertad, si existe, no es creación ni elección puras, pero ambas a la vez en cierto sentido. Y por supuesto, la libertad debe ser encontrada, si la hay, en medio del mundo natural, no como una excepción, a menos de que la naturaleza sea algo capaz de excepción e invención, como, hasta ahora, parece serlo cuando distribuye sus objetos y sus relaciones en diferentes estratos, niveles y sentidos.

Tomemos un caso paradigmático. La música de Arnold Schönberg. Su sistema de doce notas. La suite para piano número 25 lo pone en práctica por primera vez. La confusión del escucha, pasados ya cien años desde du composición es imposible de disimular. El estricto procedimiento de Schönberg exige renunciar a toda la familiaridad que produce el sistema tonal. No se puede estar en casa ahí. El procedimiento requiere seguir una regla inflexible, intransigente e incluso, como opinaba Glenn Gould, infantil y arbitraria. Pero el resultado es sorprendente, pues la expresividad de la pieza no queda anulada detrás del capricho matemático (que opera en gran medida según permutaciones). De hecho, la pieza sigue razonando dentro del universo musical clásico (la “gran” música clásica) al punto de que Schönberg se asumía como heredero y último representante del mundo musical austriaco-alemán. El procedimiento es un capricho, pero hace aparecer la armonía de la música clásica en su ausencia. Suena paradójico, pero es muy simple. Cuando se escucha a Schönberg se escucha toda la música clásica y, particularmente, lo que significa en ella la armonía, ahora extrañada y perdida. Es su técnica de composición y las citas y referencias de las que se sirve lo que mantiene a su obra dentro de la órbita de la música clásica. Lo importante no es la técnica en sí misma. La suspensión de la armonía puede ser leída como una consecuencia harto posible dentro la música occidental. Ésta comienza privilegiando ciertos intervalos, los cuales se van enriqueciendo en la historia de su desarrollo. Las secuencias de acordes también adquieren complejidad. Eso significa que las restricciones originales se van relajando para ampliar el universo sonoro. El diabólico tritono de la música sacra se transforma poco a poco en un recurso de tensión. Algunos acordes de novena aparecen de manera fugaz en el barroco, pero es en el romanticismo donde la disonancia se explora decisiva hasta culminar con la melodía infinita de Wagner, donde la estructura de salida y retorno de la armonía se diluye. La suspensión armónica radical responde a una tendencia gradual de la música occidental. Pero la genialidad de Schönberg reside en haber introducido una nueva regla de composición, una restricción en el seno de una música que parece ya extraviada al haber disuelto por completo la estructura armónica tradicional. La disolución del orden se identifica con la imposición de otro. En ello consiste el impulso de Schönberg a la música contemporánea: la “ruptura” (disolución de la armonía) se sirve de un mecanismo claro y caprichoso (el método dodecafónico), que le permite controlar el estilo de composición. El método no fue la invención misma, sino la restricción impuesta para crear el universo de posibilidades sonoras de su música. Como dice Gould, no hay contraposición entre este modo de componer y el uso de la armonía: todavía se compondrán innumerables piezas en Do mayor, por ejemplo. Pero cada compositor deberá de encontrar la restricción (la condición) autoimpuesta que le permitirá abrir un espacio sonoro (lo posible). No otra cosa sucedió en literatura: ésta se liberó de la métrica de la poesía, pero las creaciones más libres de las vanguardas, no solamente en rítmica, sino también en temática y sintaxis, fueron también potentes por haber impuesto mecanismos restrictivos de composición. Escribir sin la letra “e”, por ejemplo, como lo hicieron miembros del OULIPO, o la escritura automática y los cadáveres exquisitos de los surrealistas. En todos los casos podemos ver una regla, una fidelidad caprichosa a una restricción que, al mismo tiempo, hace posible un estilo nuevo y arriesgado. Esto va en contra de la idea ingenua de improvisación como “ruptura” e “inmediatez”, como certeza instantánea manada de alguna “excentricidad” o intervención escandalosa. Ahí la segunda clave de lo libre: la restricción. La llamamos condición de posibilidad. Es la condición posibilitante.

Jugamos ajedrez. Y damas. Y Go. Todo al mismo tiempo. Pero esta imagen no basta para dar una idea de la condición particular de lo múltiple en la que operamos cotidianamente. Jugamos un juego A para responder en un juego B. Aplicamos lo que comprendemos en un contexto, en otro muy diferente. Pero ¿no rompemos con ello todas las buenas maneras de la ciencia? ¿No destruimos el decoro al traspasar violentamente toda frontera? Abordamos esta pregunta a propósito de un famoso texto. En 1997 salió publicado el libro Imposturas Intelectuales, escrito por Sokal y Bricmont. En inglés salió con el título extendido: “Fashionable Nonsense: Postmodern Intellectuals' Abuse of Science”, algo así como “Sinsentido de moda: el abuso de la ciencia de los intelectuales posmodernos”. El trabajo es comprensible: un científico lee textos posmodernos haciendo uso de conceptos científicos fuera de su contexto original, de donde parecen extraerse conclusiones absurdas o incluso fraudulentas. La posmodernidad es fraudulenta en su uso laxo de la ciencia. Es fraudulenta porque no sigue en nada el método científico, sino que parece servirse de los “efectos” que produce cierto lenguaje y cierta actitud. El libro no pasa de ser una admonición de fariseo, llamando al uso “apropiado” de la ciencia. No se avanza un ápice en filosofía ni en ciencia. Cada quien sale a defender los usos correctos de su disciplina, es parte del trabajo de la policía académica. Pero el libro es famoso por algo más. En 1996 Alan Sokal mandó un artículo a la revista Social Text, conocida por publicar ávidamente textos posmodernos. Para ello, él mismo redactó un texto fraudulento para “demostrar” que dicha revista no tenía rigor: “Transgredir los límites: Hacia una hermenéutica transformadora de la gravedad cuántica”. Se trataba de un engaño (hoax). La revista publicó el texto. Tiempo después, Sokal se quitó la máscara, después de haber “demostrado” la falta de seriedad de la revista. Lo curioso es que Sokal haya entendido, mejor que cualquier posmoderno, el efecto de verdad que tiene el fraude. Para defender la verdad no se sirvió del método científico, ni de argumentos, sino de un engaño. Sokal se convirtió en un posmoderno, capaz de entender los “efectos” del lenguaje y de las prácticas académicas, por encima de la legitimidad científica. Demostrar el fraude con otro fraude. Preciosa idea posmoderna. No sobra decir que con su actuación Sokal fue en contra de todo pudor y ética científica, inadmisible en el mundo que pretende defender. Además, en un nivel puramente científico, un caso no demuestra nada. Qué podemos aprender aquí. Que Sokal tiene razón por razones contrarias a las que cree, pero en conformidad con lo que hizo, a saber, que la verdad no es un mero asunto de representación, sino también de actuación. La verdad se puede mostrar “per contrarium”, es decir por el fraude. Pero lo que Sokal hizo, sobre todo, es “copiar” una estrategia posmoderna para abonarla a su concepto de ciencia. Se trata de trasladar estrategias de un campo a otro, de una finalidad a otra. Esto es posible porque las estrategias no son privativas de ningún campo. Pasemos a hora a lo que nos interesa: en qué medida un argumento en una disciplina puede servir en otra que no comparte los mismos términos. Para Sokal y Bricmont la ciencia la hace el científico y solamente dentro de su contexto determinado. Zapatero a tus zapatos. Pero no es difícil ver que la ciencia no solamente propone conceptos, sino pensamientos y no solamente pensamientos, sino modos de razonar. Dichos modos no están nunca restringidos a la materia que se trata. De hecho, nadie sabe en ciencia para quién se trabaja. Un bello ejemplo. William Thomson, mejor conocido por Lord Kelvin, publicó en 1867 un modelo atómico según el cual los átomos estaban constituidos por vórtices en el éter. Los modelos atómicos subsecuentes terminaron por desacreditar su teoría, especialmente cuando el concepto de éter se mostró inútil. Sin embargo, su teoría ofreció la primera clasificación matemáticamente rigurosa de los nudos, los cuales acabarían por formar parte de la topología décadas después. Lacan se sirvió de la teoría de nudos gracias a la introducción que le hicieron los matemáticos Sourry y Thomé, quienes creían legítimamente en su empleo psicoanalítico. En el siglo XX un matemático y psicoanalista, René Lavendhomme interpretó la topología en el marco más amplio de la teoría de categorías, ofreciendo así una lectura más conceptual de la matemática contemporánea. Al final se trató de una fecundidad transdiciplinaria que solamente puede ocurrir cuando se está dispuesto a traspasar las fronteras cuidadas con celo de fariseo. Aquí la tercera clave de lo libre: trasladar términos y relaciones de un juego de a otro; embeber, proyectar, enmarcar, pegar … todas estas operaciones “topológicas” ilustran bien los préstamos de pensamiento entre todas las producciones humanas.

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Arturo Romero Contreras

Es doctor en filosofía por la Universidad Libre de Berlín, Alemania. Actualmente es profesor-investigador de tiempo completo en la Facultad de Filosofía y Letras de la BUAP.