Manuel Díaz Cid, imagen viva

  • Fidencio Aguilar Víquez
El fuego del ideal. Conocimiento de la realidad nacional, regional y mundial. Historia...

Manuel Díaz Cid fue un hombre que vivió a la altura de su tiempo. Desde temprana edad, entre los 9 y los 12 años, leyó una biografía de san Agustín para niños que le marcó para siempre. El conocimiento de sí mismo y la búsqueda de Dios eran dos de los temas centrales que nuestro amigo siempre vio en el santo de Hipona; de ahí su interés por la psicología que quiso estudiar, pero que, en esos años, no existía aún en la Universidad Autónoma de Puebla. “Hubiera sido psicólogo”, dijo alguna vez. Y lo fue de alguna manera. ¿A cuántos de sus alumnos y amigos no tendió la mano a través de un consejo, sugerencia o invitación? Su inclinación a mirar al interior era una de sus peculiaridades. Uno podía confiar en él con entera libertad. ¿A cuántos corazones no confortó y reanimó para que volvieran a su centro y al reconocimiento del sentido de la vida y de las cosas?

Muchas anécdotas de su vida él mismo las contó: Sus ideales universitarios, sus convicciones y testimonios como hombre de fe, su pertenencia a grupos ideológicos, su participación en la UPAEP, su maduración como católico -que le llevó a abandonar posturas extremistas- y el reconocimiento de sus otrora adversarios como figuras que le enseñaron cosas valiosas y a las cuales incluso reconoció como gente cuyas luchas fueron legítimas y que aportó al bien común de la sociedad poblana y de la universidad pública. Todo esto él mismo lo compartió de diversos modos durante los últimos años. A esa maduración podemos recordarla como el fuego del ideal, según él mismo la definió. 

¿Cuántos no encontramos en su palabra, en sus gestos y en su ejemplo ese fuego que vivía en nuestro interior y que prendió al escucharlo, al leerlo o al tratarlo? Cientos de alumnos y alumnas descubrieron sus vocaciones a partir de sus clases; maduraron también en su tránsito de la adolescencia a la madurez; descubrieron el amor, la amistad o alguna otra cosa relevante en la vida. Sus análisis políticos, otra de sus grandes virtudes y habilidades, eran esperados, leídos, repasados y buscados por políticos, empresarios y eclesiásticos. Sus análisis de fenómenos sociales como el rock y los mensajes subliminales llenaban auditorios y gimnasios, así como sus consideraciones sobre eventos supervenientes como la Guerra del Golfo o los informes presidenciales. Si viviera todavía, y tuviera suficiente salud, lo seguiríamos escuchando hablar, vía zoom, sobre el coronavirus y sobre los mensajes presidenciales.

En los últimos años, cuando todavía iba a la UPAEP a trabajar, ya poco, pero iba aún, le pregunté sobre esa habilidad para leer el lenguaje de los actores políticos, sobre todo de la vida nacional. “¿Cómo le hace usted, don Manuel, para saber lo que va a pasar, o las decisiones que van a tomar esos actores, a partir de sus declaraciones en la prensa?” Después de unos segundos, me miró fijamente a los ojos. Yo creí que me iba a revelar su gran secreto y estaba yo hasta cierto punto ansioso. “No sé”, me respondió. “Sólo sé que un día, el leer varias notas de periódicos, dije: ‘Va a pasar esto’, y a los pocos días, pasaba. Pero no sé cómo es que lo sabía y por qué”, concluyó. Sólo atiné a volverle a preguntar: “¿Desde cuándo se dio cuenta de podía leer entrelíneas?”. “Desde los años setenta, en la época de Echeverría”, me volvió a responder.

Desde entonces se convirtió en un analista político sui generis. El sector empresarial pronto comenzó a escucharlo con mayor atención porque a su través fueron capaces de conocer las posturas y maniobras del gobierno federal en turno. Se convirtió en un traductor de las señales y los símbolos presidenciales, de la sustancia del nacionalismo revolucionario, de su crisis y de su ocaso con Salinas de Gortari. Supo leer ese momento político como un médico especialista: al ver los síntomas, sabía cómo estaba el organismo. Era consciente que se había dado una ruptura en la familia revolucionaria y que ello traería consecuencias, incluso de violencia y sangre entre los actores políticos. Los crímenes de índole política en esos años de tensiones y rivalidades políticas dentro del mismo sistema estaban a la orden del día y el caso extremo fue la muerte de un candidato presidencial en un acto público y con la prensa nacional e internacional atenta. Tiempos recios, tiempos violentos inundaban al país. Y luego, la propia ruptura de la burbuja salinista, el aquelarre sucesorio que dio pauta a un presidente intergrupal, las venganzas y la extrema debilidad del dinosaurio.

Don Manuel fue de los pocos y de los primeros en vislumbrar las posibilidades de la oposición y de la sociedad; de igual manera de los primeros y pocos en mirar, algunos años antes de darse, la posibilidad de la alternancia política. Aunque miró con esperanza este cambio, después de dos sexenios de gobierno de la oposición fue testigo de que no se desmanteló al viejo régimen y se minó sustancialmente el sistema de partidos cuando más dinero público recibían. El juicio de Silva-Herzog sobre la muerte de los partidos políticos que publicó ayer en un medio nacional, Manuel Díaz Cid lo adelantaba en los años noventa.

Los últimos meses previos a su muerte estudiaba a los movimientos marginales. Nuevas formas de participación social y política se encontrarán allí. No en los centros sino en las periferias se darán los brotes de malestar, de inconformidad y de nuevos cambios. Hay mucho que decir sobre los análisis políticos de Manuel Díaz; su intuición era especial y muy personal. Pero los combinaba con un conocimiento intensivo y extensivo de la historia. Los sucesos no se dan accidentalmente, sino que se vienen nutriendo desde hace mucho tiempo. Su ojo clínico estaba sostenido por su estudio de la historia nacional y de América Latina.

Un tema relevante en sus reflexionas fue la Iglesia y el papel de los católicos en la vida cultural, social y política. Varias veces llegó a comentar que le preocupaba que los católicos repitiésemos el mismo error que los católicos de 1910 con Madero: darle la espalda y parecer que estaban del lado del militar-golpista (en nuestros días sería ese intento de golpe de estado desde el anarquismo). Los católicos, insistía, debemos mirar el bien del país, esforzarnos por construir puentes con quienes no piensan como nosotros ni viven como nosotros pero que, también, quieren el bien del país.

Muchas cosas y muchas anécdotas se pueden decir sobre Manuel Díaz Cid, el maestro, el intelectual, el católico, el jefe de familia, el amigo. Todos nos quedaremos cortos porque era siempre algo más. Pocas semanas antes de su muerte, él ya estaba preparado. Yo le marqué por teléfono al saber que estaba ya grave. Gentilmente me tomó la llamada. “Fidens, me dijo, esta es mi despedida; tú sabes que nos vamos a volver a ver.” Con una gran emoción yo sólo le dije: “Don Manuel, muchas gracias por todo, por su generosidad, por tanto bien que me ha hecho.”

Si tuviera la oportunidad de platicar con él hoy, a dos años de su muerte, le diría: “Sí, don Manuel, nos vamos a volver a ver. Y ya con la confianza que me brinda, dígame: ¿Cómo es la eternidad? ¿Conoció a san Agustín? ¿Qué le cuenta? ¿Andaba por ahí Sciacca? En fin, conocer algo de ese mundo que “ni el ojo vio, ni el oído oyó” (1Cor 2,9), y que Dios tiene preparado para los que lo aman.

Pero mientras ese momento ocurre, y mientras Dios nos dé licencia en esta dimensión temporal, nuestra forma de ver a don Manuel es a través del recuerdo de su trato, de su vida, de su ejemplo, de sus enseñanzas. Quizá lo que valga la pena sea rescatar su método para comprender las cosas, esa especie de trípode: historia, filosofía y análisis político. Las tres cosas necesitamos para comprender nuestro tiempo.

Por último, pongamos el epitafio que quiso tener: «Aquí yace un soñador», y que eso nos muestre el mundo que soñamos, los ideales que queremos y un México mejor, que también soñamos. Nuestros sueños se harán realidad si, como don Manuel, reconocemos al «otro» como alguien igual que nosotros, que también, como nosotros, puede tener la razón.

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Fidencio Aguilar Víquez

Es Doctor en Filosofía por la Universidad Panamericana. Autor de numerosos artículos especializados y periodísticos, así como de varios libros. Actualmente colabora en el Centro de Investigación Social Avanzada (CISAV).