Desaparecido el informe de gobierno

  • Juan Luis Hernández Avendaño

Juan Luis Hernández*

Los informes anuales de gobierno fueron creados constitucionalmente como un instrumento democrático de rendición de cuentas. Como muchos otros valores del contrato social, ha quedado en letra muerta. Durante la era del priato hegemónico, los primeros de septiembre se convirtieron en el día del presidente. En lugar de rendición de cuentas, el PRI construyó una liturgia para cubrir de incienso al Ejecutivo, felicitarlo, sacralizarlo.

La política suele vivir de péndulos. Cuando llegó a nuestro sistema político la competencia partidaria, el informe de gobierno se convirtió en una confrontación sorda y mordaz entre el Presidente y sus opositores, los aplausos convivieron con los abucheos, las bancadas partidistas se transformaron en barras de animación o en ultras para boicotear el informe. La carpa de circo en que se había convertido el informe presidencial desapareció en 2005 para transitar a un informe que no es informe.

Se han cumplido tres lustros en donde el PAN, el PRI y López Obrador coinciden en una práctica política: que los informes de gobierno sean esencialmente actos de propaganda política sin rendición de cuentas. Se entiende que el bipartidismo oligárquico se haya unido en este ritual cómodo para el Presidente, con auditorios controlados y con una escenografía no republicana. La narrativa lopez obradorista centrada en el “no somos iguales” o configurar su gobierno como una transformación, tiene en el informe de gobierno una continuidad con lo peor de nuestro sistema político posrevolucionario: la simulación.

El segundo informe de gobierno de López Obrador ha terminado por confirmar su inutilidad ciudadana, su intrascendencia democrática y su nulidad en rendición de cuentas. El consenso es que se trató de una “mañanera ampliada”. El modelo de comunicación social del Presidente, basado en su omnipresencia narrativa, hace que el informe de gobierno sea una pieza más en su dominio de la agenda pública. Este informe está precedido de otros “informes”, trátese del aniversario de su victoria en las urnas o los informes que coyunturalmente construye por necesidad política.

López Obrador es probablemente el político mexicano que mejor entiende la política simbólica. Su paso en la oposición y su narrativa presidencial está centrada en símbolos cuyos contenidos, significados y significantes, se trasladan a frases y enunciados efectistas. Su misión parece consistir en crear una nueva liturgia política, que por un lado, rechaza radicalmente la de la “presidencia imperial” (boato, encerrado en una burbuja, lejano de la sociedad) a ser un presidente a ras de tierra, de contacto cotidiano con la gente, lo mismo en vuelos comerciales que en caminos rurales. Pero esa nueva liturgia no ha tocado la liturgia del informe que heredó del PRI y el PAN, una liturgia que niega esencialmente el principio constitucional de rendición de cuentas.

En los regímenes parlamentarios, el primer ministro tiene una sesión de control cada ocho días en el parlamento. El jefe de la oposición lo espera en la bancada de enfrente y una vez a la semana se pueden observar debates encendidos sobre la agenda del país entre unos y otros. El debate permanente entre quien gobierna y quien es oposición nutre una democracia deliberativa. Nuestro país, como el resto del continente americano (a excepción de Canadá) tiene un régimen presidencial. Tanto el Ejecutivo como el Legislativo son electos de manera independiente y por ello los presidentes no sienten la necesidad de rendir cuentas a quienes representan la soberanía popular.

El hecho de que no suceda no significa que nos conformemos con esta mediocridad política y democrática. Un cambio de régimen verdadero sería aquél en que, por lo menos una vez al año, el Ejecutivo tuviera que asistir al Congreso de la Unión (ambas cámaras presentes) y con un protocolo de informe que suponga escuchar las posiciones de las fuerzas políticas representadas, con una contraréplica presidencial y otra contraréplica de los partidos. Y esto replicarlo en las entidades federativas. Se dirá que es imposible, que no estamos preparados para ello, que volvería el show y la carpa, que no hay madurez política para ello. Pero estos argumentos los hemos oído a lo largo de la historia prácticamente para cada avance democrático que hemos tenido, por mínimo que haya sido.

En suma, los mexicanos aún no experimentamos el que las autoridades que elegimos rindan cuentas. Nos sigue quedando nuestro voto como instrumento de premio o castigo. Pero deberíamos aspirar a que nuestra clase política, toda ella, tan parecida en sus modos de proceder, construya mayores y mejores prácticas de rendición de cuentas, acaso como caminos para su propia legitimidad.

  • Politólogo, Director del Departamento de Ciencia Sociales de la Ibero Puebla

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Juan Luis Hernández Avendaño

Politólogo, director general del Medio Universitario de la Universidad Iberoamericana Puebla y profesor-investigador de Ciencias Políticas por la misma institución.