La pedagogía y la psicología infantil: un género de ficción

  • Arturo Romero Contreras

Una de las áreas más descuidadas de la ciencia ficción es la psicología infantil. Hay que pasearse por los libros de psicología y psicoanálisis para darse cuenta de ello. Que el niño forma originalmente un “todo” amorfo oceánico y protoplásmico con la madre y que necesita diferenciarse por no sé qué acto inaugural. O que el niño está “fragmentado” porque no tiene dominio de su cuerpo y necesita una ayudadita de los humanos adultos, quienes le prestan un espejo para componerse una imagen. O que el niño está “incompleto” porque no puede bastarse a sí mismo. O que los niños nacen inmaduros solamente porque la cabrita puede dar de saltos a las dos horas de nacida. Todas estas imágenes del niño como un pobre esperpento, como un ser a medias o incluso como un animalito, surgen de la (usualmente) mala imaginación de los adultos.

 

La ciencia ficción no es censurable. Todo lo contrario. Ella avanza sobre el límite de lo probable (o lo improbable, claro). Una buena obra en el género toma conocimientos científicos validados en una época para plantear una situación increíble, pero verosímil. Las ciencias de la infancia, como la pedagogía y la psicología, por el contrario, suelen ser especulaciones sobre la base de supuestos ya de por sí dudosos. Pero no toda la psicología infantil es mala. La mejor es aquella que logra plantear una buena ficción. La ficción no es una ocurrencia, ni tampoco una producción “imaginaria”. La ficción es una construcción que logra darle forma a lo informe, cuando una materia es demasiado difícil para ser aprehendida con miras a darle un sentido estable. Es así que fabricamos, literalmente, una morfología que dé cuenta de ello. No se trata de una suposición del estilo “hagamos como sí…”, o “qué tal que”. La ficción es el trabajo serio de darle forma al humo. El niño, como el humo, se nos escapa entre los dedos. Nuestros conceptos no lo pueden fijar con facilidad. El niño es así: como un humo que llena todo el espacio, tomando todas las formas, pero sin permanecer en ninguna.  

 

Los malos ejemplos que dimos van casi todos en la misma dirección: el humano es un ser “incompleto”, “deficiente”, “mocho” y por tanto anda como alma en pena por el mundo buscando lo que de inicio le ha sido vedado. Y si esto es así, pues entonces, se “razona”, todo debe comenzar en la infancia. Esta humanidad doliente o torcida o penosa debe comenzar en la infancia. Y puesto que el niño, prosiguen, (les) parece un animalito, entonces todo el enigma de nuestra miserable cultura debe de estar en el “tránsito” a ésta desde la naturaleza. Pero si se afirma que solamente es inteligible lo que emerge en la cultura, entonces es completamente ilegítimo tratar de explicarla a partir de un “corte” con la naturaleza, que resulta ser un mero concepto de nuestra cultura. Una de las imágenes clásicas de la naturaleza es la de orden y equilibrio (en plena ignorancia de la evolución). Así, supuestamente se trataría de una edad de oro antes de que las bestias se sepan desnudas, un sitio donde todo está en su lugar…hasta que de repente: ¡zas!: la caída del paraíso, y el sudor de la frente y los dolores de parto y el penoso surgir de la vida social. La historia no está del todo mal, pero hay que saber cuándo la “ciencia” prolonga simplemente viejas mitologías.  

 

No querríamos decir que hay una continuidad entre naturaleza y cultura. Simplemente cuestionamos qué sean ambas cosas y si es verdad que poseen una “esencia” contrapuesta. Bien puede decirse que la cultura es lo más natural en el hombre y que la naturaleza no tiene nada de natural, pues ella misma está sujeta a discontinuidades de toda clase. No se trata de inyectarle espíritus a la naturaleza para participar en el supuesto aquelarre de la vida cósmica, pero tampoco para perderse en el insoportablemente antropocéntrico (y de paso sentimental) cuento de que estamos “atrapados” en el lenguaje, viviendo nuestro pequeño e inútil drama. Si como especie nos damos cuenta de que existe algo así como el lenguaje, que media todas nuestras relaciones de sentido, en vez de estar absolutamente inmersos en él, es porque parece que estamos y no estamos en él. Estamos, es evidente, no hay nada detrás de las palabras, hablamos y hablamos, sin llegar a nada. No estamos, porque es igualmente evidente que nos damos cuenta de cómo nos movemos como zopilotes en torno de una carroña imaginada. Que digamos “hechos, no palabras” o “hay palabras que son como monedas gastadas, sin valor”, o que haya incluso “palabras vacías” es indicio de la libertad que tiene el lenguaje (no nosotros) de acercarse o alejarse de aquello que le da peso y densidad y que él mismo no puede darse. Que tal o cual sea la palabra correcta es algo que solamente el instante decide. Se puede ser justo o injusto con el lenguaje, preciso o vago. Lo esencial consiste en saber intervenir, dando la palabra justa. Eso, la palabra justa, es lo único que me parece ser, al mismo tiempo, real y verdadero. Real, porque “toca” algo que le da peso al lenguaje (y que repito, no es nada sino un enredo) y verdadero porque hace aparecer un momento ético: la justicia.     

 

Se ganaría mucho abandonando este discurso del supuesto tránsito de la naturaleza a la cultura, porque no hay tránsito alguno, sino expansión o potenciación que hace más complejo el espacio de despliegue. Con el lenguaje no se pierde ni se gana nada del mundo natural. Aparece otra cosa, con otras reglas, irreductible a su predecesor en el tiempo. Pero, no hay que creerse demasiado, un salto igualmente brutal tiene lugar de la planaria al canguro. Pero esa maravilla le toca a este último festejarla o sufrirla. Lo dudoso es esa única frontera, la más importante de todas, que es humano no-humano y no los innumerables saltos. Es natural, pues el lenguaje no tiene nada de natural, si por ello consideramos a los animales no-humanos, aunque para nosotros, constituye nuestra naturaleza más íntima. Podemos predicar a los peces y nunca aceptarán ningún sacramento. Eso nos puede dar sentimiento de soledad. Pero esta soledad de la especie es poca comparada con la soledad que cada quien gusta arrastrar por los días de su vida. 

 

Recordemos que todo esto surgió por los niños, engendros que no se entienden mejor cuando se les dice animales o seres prematuros. Todo lo contrario, se les hace receptáculos de prejuicios auténticamente seculares. Entre los pocos grandes escritores del género de la paidoficción están, sin duda, Montessori y Stern (aunque nos concentraremos en este último). El trabajo del psicoanalista Daniel Stern es singular: investiga la intersubjetividad desde el nacimiento. No es que le interese mostrar el mundo “presimbólico”. Ahí no hay nada que psicoanalizar. Le interesa el despliegue de la interacción del infante desde los primeros instantes de nacido. Lo que verdaderamente investiga es la génesis de la relación recíproca a partir de la interacción con niños. No se observa al infante sin más, como en una gigante caja de Petri (eso son las cámaras de Gesell, por cierto), sino haciendo el ejercicio de interacción con él. La intersubjetividad es el juego por el cual yo llego a saber que tú sabes que yo sé. Este juego de ida y vuelta en las suposiciones es el núcleo de la temprana relación humana con los otros. Esto le rompía el coco a Husserl. Lacan lo expone con maestría en su texto sobre “La certidumbre anticipada”, donde la situación entera se juega entre miradas, sin que nadie diga una sola palabra, porque el lenguaje es simplemente el sistema de distinciones que opera en el juego (sombrero blanco, sombrero negro, yo, tú, aquí, allá). 

 

El trabajo de Stern nos muestra que ese terreno primario de la relación del infante no requiere de hipótesis sobre la “incompletud” de la existencia. Lo que existe, desde el inicio, es la relación/no-relación. Es decir, la insoportable proximidad del otro en su irreductible lejanía. Aquí comienza el deseo y no en una dudosa relación lenguaje-naturaleza. De ahí la magníficamente ambigua tesis de Lacan: deseo es deseo del otro. Habría que desplegar la contraimagen (no-simétrica) que es: el deseo es deseo de lo otro. El otro y lo otro: lo ético y lo objetivo se entremezclan de tal modo que entre los humanos nos hacemos medios unos de otros (objetos) pero también fines (sujetos). Igualmente, lo otro (el objeto, las cosas), lo deseamos frente y por los otros, y sin lo cual no habría relación. Es una situación triádica: el uno, el otro, lo otro. No hay lucha por el reconocimiento sin lucha por el dominio de los objetos, que son, a la vez, mediadores para la sobrevivencia material y para la sobrevivencia simbólica. Por este doble carácter es que podemos entender lo fundamental que es en nuestro sistema económico la propiedad: tanto material, como intelectual. 

 

Volviendo a nuestro asunto: no podría haber “otros” si no se llegara al mundo con ciertos límites, cohesión y continuidad, por precarias que se quieran. Si no hubiera una estructura de la experiencia desde el nacimiento, no podría el lenguaje, la estructura por excelencia, tomar posesión de aquella. En efecto: ¿qué podría hacer un sistema de signos sobre un sistema de células? Nada. No son dimensiones que se toquen. Faltan mediaciones. Solamente se acoplan estructuras a otras estructuras, aunque el resultado sea cambios cualitativos en las posibilidades. El extraño mundo del infante, especialmente recién nacido, es fuertemente topológico. No “natural”, ni “prelingüístico”, sino una estructuración que recae fuertemente en la ordenación del continuo. Stern lo dice: funciones como la continuidad, la cohesión son esenciales para producir un ser “actante” capaz de discernir acciones, causas y efectos. No es solamente que el lenguaje gobierne un cuerpo vivo (de nuevo, por más que se predique a los peces, no les entra el Evangelio), sino que gobierna un cuerpo vivo estructurado y estructurante: a nivel corporal, a nivel de sensaciones, a nivel de pensamientos, a nivel de experiencias intersubjetivas, etc. El ser humano es deseo y estructuración (producida y sufrida, construida y deconstruida). En ello Lacan sigue siendo un horizonte insuperable. A condición de que se extienda bien que el “lenguaje” no se limita al elemental sistema de signos y diferencias que se deja derivar de Saussure. Hay entonces que reemplazar la fórmula de Schopenhauer: el mundo como voluntad y representación, al mundo como deseo y estructuración. Pero, a diferencia de éste, hay que poner fin a la idea de que entre uno y otro existe una contraposición. Hay diferencia. Como la hay dentro del mismo deseo y dentro de la misma estructuración. 

 

El lenguaje no puede hacer unidad por una palabra (“yo”) en una rapsodia de pensamientos o sensaciones, como no puede hacer unidad simplemente por reservar una palabra a una multitud de cosas. Por ejemplo: no por decir “pan” es que logramos la unidad de todos esos productos esponjosos con los que podemos comer como Dios manda. Hay cada cosa que la gente llama pan en el planeta… Y cuando uno explica la tortilla a un extranjero termina diciendo: y bueno sí, es como el pan nuestro de cada día. La relativa dureza de las cosas retiene como fuerza gravitatoria la dispersión del sentido de las palabras. Y al revés. La relativa dureza de las palabras retiene como fuerza gravitatoria la dispersión de la multiplicidad del mundo. Ese mundo primero del infante no es meramente el de la “satisfacción” de necesidades, sino el de la producción-autoproducción de estructuraciones del mundo y de sí con relación a su incipiente deseo y con relación a los otros. Se trata de producir espacios, de dar lugar a las cosas, de darse lugar, de tener lugar. Este juego primero puede enlazarse con el lenguaje porque implica una escritura del espacio, una topología. 

 

Recordemos que la topología es el estudio del continuum, frente al mundo discreto (separado) del lenguaje. El lenguaje posee elementos básicos (significantes, proposiciones, signos), reglas de formación (de frases, de oraciones bien formadas, de cadenas sintagmáticas), operadores (lógicos, pero no solamente, para derivar implicaciones entre las cadenas de proposiciones). El mundo del continuo no puede jugar con la combinatoria, ni con una sintaxis en sentido escrito, porque no hay elementos, cortes. Durante mucho tiempo se relegó el continuo (y su principal engendro, el infinito) por la incapacidad de tratarlo a no ser por medios finitos (habría infinito en potencia, pero nunca en acto) o por aproximaciones (por ejemplo, la noción de límite en el análisis matemático). Pero el tiempo y el espacio están hechos, en su no-sustancialidad, de una sustancia continua. Podemos escribir índices discretos para marcar diferencias, pero dichas marcas serían arbitrarias si no existieran en el universo del continuum saliencias, contrastes, diferencias figura-fondo. El continuum no es un gran moco indiferenciado que necesita esperar a que llegue el logos discreto de los lingüistas (de muchos de ellos, pues). En la naturaleza la información puede ser capturada no solamente por codificaciones de sistemas discretos, como sucede en el caso del ADN (que son letritas que se combinan: ACGT y que forman tríos, codones, y largas combinaciones de ellos), sino también por nudos y pliegues espaciales (también el ADN “escribe” por medio de torsiones, de cruces, de ciclos). Más interesante que el juego entre naturaleza y cultura es el juego de traducción entre lo continuo y lo discontinuo.

 

El mundo del recién nacido no es un puro continuum. Hay brechas. Sin ella no habría actividad motriz posible. Mucho menos agencia. Hay un entrelazo de espacios, de continuidades y discontinuidades. Un nudo temprano y en eclosión. La mirada, la voz, la sonrisa, incluso el ademán, que después pueden contar como “objetos parciales”, no son sino modos de captura de la atención. Desde muy temprano el niño está a la caza de la atención de los padres. La razón es simple: sin ese poder de atracción (y es él quien captura constantemente la atención de los padres), los adultos no le revelarían los arcanos de la cultura. El niño es un hipnotizador, un seductor que hace hablar a todos los que le rodean. No podría lograrlo un homúnculo de arcilla a la espera del sello de la cultura, ni un animalillo mal dispuesto para el mundo circundante. 

 

Stern hace una bella comparación entre el nacimiento y el big bang. En uno y otro un/el universo entero surge. Y, agregaríamos, en uno como en el otro, los primeros instantes responden a un proceso de “inflación”. Se asume que el universo se expandió de manera monumental en los primeros instantes en comparación con su velocidad de dispersión actual. De la misma manera el niño, que Montessori describe como mente absorbente, experimenta una multiplicación geométrica de conexiones, para luego, al ir apagando las poco concurridas, establecer las vías y caminos de su mente adulta. Aquí como allá, lo importante no es ni el mundo ya constituido, ni la nada de donde todo sale (antes del big bang no hay ni tiempo ni espacio, antes del lenguaje no podemos otear sin el lenguaje del que ya disponemos), sino esos primeros instantes donde, a partir de un mínimo paisaje de posibilidades, universos concretos se despliegan, con sus propias reglas y derroteros.   

 

El niño absorbe. Copia y repite. Pero no hay copia ni repetición sin ensayo. El niño es alquimista por naturaleza, contra toda naturaleza. Nunca recibe nada sin marcar su huella. El niño ama los juegos de palabras, agrupar sonidos inauditos, construir frases en tiempos desconocidos. La cultura se reproduce en la enseñanza, pero el filtro de lo que podrá transmitirse y lo que morirá depende de la criba del niño. Un símil: el ADN busca copiarse de manera idéntica, para poder mantenerse en la existencia. Sin embargo, hay una invención en la vida: “el error” de copia (y luego la recombinación), que producen mutaciones y variabilidad. Sin la desviación la vida estaría perdida, atrapada en la identidad. De la misma manera, el lenguaje, que no existe sino en los hablantes a través de copias (imperfectas) de sí mismo, “busca” persistir apropiándose de los individuos y creando, como efecto, eso que llamamos una subjetividad. El niño es esa desviación primaria que impide la reproducción idéntica de la cultura pero que a final de cuentas es la condición de posibilidad de su reproducción efectiva.    

 

Sorprende a cualquiera que se sienta educador la voluntad con la que los infantes expresan lo que les atrae y lo que les repele. Antes que decir que sí, aprenden a decir que no. “No” es la primera palabra, así sea con un gesto (que es distinto de apartar la mano del fuego por un dolor). Mucho antes que “papá” y “mamá”, ellos introducen el límite, marcan su distancia. Los padres, enloquecidos, devorarían al recién nacido. Su voluntad de imprimirse, de reproducirse, acabaría con la nueva vida. Lo podemos colegir del mito de Saturno, nombre latino del titán griego Crono, quien devoraba a sus hijos tan pronto nacían. Quinto Lucilio Balbo no titubea en vincular a Crono y a Chronos, el primero por su vinculación con la agricultura y sus ciclos, que mira a sus frutos morir, el segundo por el tiempo, que también vive a través de la vida de los individuos los cuales, empero, tienen que perecer. Pero, en cuanto padre, Crono no podría ser solamente conformarse con girar en el círculo trivial del ciclo temporal. Su actitud es violencia pura: devorar a sus hijos para que no haya tiempo acumulado, memoria, sino siempre una vida que comienza y acaba instantáneamente. La vida debe durar para ser vida. Por ello es que el “Prometeo” del tiempo humano es Ops, su esposa, que oculta a los hijos de la compulsiva conducta de su padre. Es ella la verdadera diosa de la fertilidad humana, la que no permite que el padre devore a los hijos con su ley implacable. Ello para dar a la madre el carácter antropogénico que usualmente se le escatima, para entregárselo sin resto al padre. Si insistiésemos en hablar de naturaleza y cultura, diríamos, sabiendo la paradoja que ello entraña, que la cultura se reproduce gracias a la resistencia de la naturaleza por ser anulada. Este “no” originario del niño, que es voluntad y rebeldía, es el elemento de variación en la reproducción de la cultura, lo que la renueva cada vez.    

 

Reunamos entonces los mitos, en el mal sentido de la palabra, con el que arrastramos a los niños a nuestros designios. Primero: que los niños nacen en un estado de indiferenciación, como un apéndice de la madre. Segundo: que deben esperar a ser nombrados y abrazados en la totalidad del lenguaje para entrar en el juego de interpelación intersubjetiva. Tercero: que no conocen la negación y que ésta, más bien, les viene de los padres que les ponen un límite. No es que el infante sea ya alguien formado cuando nace, lo cual es absurdo, sino que él tiene un papel activo en la revelación de la cultura en él, lo que no sucederá sin su intervención, sin su criba y participación. Sin ello, no habría singularidad y todos serían recortados de la misma manera por la tijera del lenguaje. Esa resistencia primaria (que los padres llaman necedad y berrinche), ese espíritu de invención (que los padres llaman desorden) y ese espíritu de juego (que los padres conceden como tiempo muerto o de entretenimiento) son las armas con las que el infante se forja un carácter y un lugar singular en el anónimo mar de la cultura.  

 

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Arturo Romero Contreras

Es doctor en filosofía por la Universidad Libre de Berlín, Alemania. Actualmente es profesor-investigador de tiempo completo en la Facultad de Filosofía y Letras de la BUAP.