Sobre el inescapable principio de razón insuficiente

  • Arturo Romero Contreras

Intersticialidad: con este pomposo término nombramos la condición humana de estar siempre a la mitad de las cosas, sin acceso a sus extremos. Los extremos son, temporalmente, el inicio y el final. Espacialmente, los bordes o la topología completa del espacio que habitamos. Existencialmente: el animal y el superhombre. Epistemológicamente: la realidad no-humana del cosmos y el mundo del lenguaje. Pero son extremos que no se tocan. Nos quedamos a la mitad, en la mezcla indiscernible entre uno y otro y, sobre todo, en la sinuosa frontera entre ambos. Tampoco tocamos el todo, nos quedamos a medio camino. Pero aquí, a la mitad de las cosas, vemos caminos, direcciones, tendencias. Con el pensamiento continuamos esas líneas, las llevamos hasta el límite. Producto por excelencia del pensar: el paso al límite. Cuando tenemos una asíntota el pensamiento introduce la convergencia, da el valor finito que tendría la línea cuando llegara al límite. Eso significa: atravesar todo el infinito en un instante. Toda pregunta que tiene respuesta se responde sola con el tiempo. Lo demás es paso al límite o hipótesis o fe. Pero decimos, hay tendencias aquí mismo, hay flechas que leer, indicios y huellas. Pero si no tocamos el todo, tampoco asistimos al espectáculo silencioso de la nada. Nosotros mismos ya estamos ahí, en un silencio que solamente proyectamos. Es una preñada de ser. En un espacio nodriza que alimenta todas las cosas. Un tiempo que conforme se aproxima a su comienzo comienza a parecerse extraordinariamente a su final, amenazando con la forma de un círculo, de un eterno retorno. Sí, olfateamos, por retrotracción, ese momento cero. Lo barruntamos gracias al paso al límite. Pero solamente llegamos al borde entre la nada y algo, al punto donde las cosas van llegando, sin estar ahí del todo, desde un lugar que todavía no es ningún lugar y desde un tiempo que todavía no es un tiempo. Pero sí, también, ahí hay ya tiempo y espacio y materia. Ahí comienza la filosofía, en el instante en que el comienzo se ha ido… pero no del todo. He ahí la lógica de la intersticialidad: no todo. Estamos perdidos, pero no del todo. Hay sentido, pero no del todo.    

Llegamos así a formular el metafísico principio de razón insuficiente: el hecho de que hay razones para todo, pero siempre precarias. En efecto: todo se conecta en algún punto con otra cosa de manera regular, estable o estructural. De este modo siempre hay razón en tanto que siempre hay relación. Dar razón no significa mostrar el fondo o fundamentos de las cosas, sino sus relaciones. Y estas abundan. El problema no es que falte razón de las cosas, sino que las razones abundan. La vida no carece de sentido. Por el contrario, es jaloneada por una multitud de sentidos, sin unidad, sin jerarquía, sin privilegio de alguno por sobre los otros. No hay suelo, solamente el entrelazo de múltiples cuerdas entrelazadas. 

Pero la multitud de razones es el resultado de la insuficiencia de toda razón particular. Así pues, llegamos demasiado tarde para poder asistir al inicio de las cosas, incluso para autodeterminarnos absolutamente. Cuando tuvimos consciencia, finalmente, nosotros mismos ya estábamos ahí, ya habíamos vivido. Antes de llegar a la existencia, al ser deseados u odiados, planeados o accidentales, ya también estábamos ahí. Y tras nosotros seguirá un tiempo el murmullo que contiene nuestro nombre. No nacemos ni morimos absolutamente. Por eso la tragedia nos queda corta. No morimos cuando debería caer el telón. Seguimos ahí, al día siguiente de que nos scamos los ojos. Y bueno, hay que comprarse un bastón y un lazarillo. Y el perro necesitará croquetas y una bandeja con arena para sus desechos. El complemento de la tragedia es la comedia. Reímos. Nos lo recetamos diariamente. Una dosis diaria de sitcoms, videos chistosos, memes y albures callejeros. Para poder dormir. Nos recordamos: que si el destino de la técnica occidental, que si el capitalismo, que si la maldición de occidente que se ha apoderado de nosotros, que si la lucha sigue. Sí, todo eso, pero después de desayunar y de tomar mi café que, si no, no rindo.

Quisiéramos incendiar la ciencia, pero arder en una hoguera distinta, la de la poesía, como buenos locos y locas. Pero no. La locura es una moneda gastada con la que ya no se compra nada. Mejor un chocho, meditación y ejercicio. ¿Arder como Bruno? No, gracias. Además, cuando nuestra divisa más preciada es el escándalo, lo espectacular ¿qué ruido puede hacerse desde un laboratorio? Encuentro un anuncio en una revista: “disfrutar es romper esquemas”. Nos han robado los eslóganes. El mensaje le queda a todo: a una camioneta, a un calzón, a una carrera en publicidad, da lo mismo. Revolución como normalidad, violencia como destrucción creativa. Mandatos del mundo que hemos dejado atrás: “no debes”, “obedece”, “compórtate”. Penúltimo mandato: ¡goza! El primer posmandato: ¿y por qué no? Lanzarse en paracaídas, tomar ese trabajo como freelance, hacerse un tatuaje, salir con esa persona. La pregunta científica por excelencia: ¿por qué sucede? queda desplazada. Así que ¿por qué no? Y puesto que hay tantas razones, vayan a la licuadora dos tazas de (mala) física cuántica, dos litros de agua de autoayuda, una cucharada copeteada de emprendedurismo y a beberlo en ayunas.

Conformémonos con lo que tenemos. ¡Pero no, queremos todo, queremos lo imposible, la imaginación al poder! Y al mismo tiempo decimos: no deseemos unidades ni totalidades imposibles, ni la reconciliación, ni ninguno de esos fantasmas que invocamos para tapar el dolor de nuestra finitud. Como sea: ¡no renunciemos a las grandes preguntas! Aunque… ¡todo lo grande es hybris, exageración y, finalmente, engaño.  Diagnóstico profundo de nuestra situación actual: “sí,peronoísmo”.

Se atribuye al teólogo norteamericano Reinhold Niebuhr la plegaria de la serenidad: “Señor, concédeme serenidad para aceptar todo aquello que no puedo cambiar, valor para cambiar lo que soy capaz de cambiar y sabiduría para entender la diferencia”. En su forma secular se trata de una decisión, la decisión que nos exige el principio de razón insuficiente. La decisión es por la línea que divide lo que constituye, por un lado, el ámbito de la acción y la transformación del mundo, el deber y los fines; por el otro, el ámbito de lo que no puede ser cambiado y debemos aceptar. Esta decisión, en sentido metafísico, es la responsable de separar la naturaleza y la cultura. La primera es el reino de la necesidad, el segundo, el de la libertad. El escalpelo de la decisión nos lleva también a separar el saber, que atribuimos a la ciencia y la verdad, que atribuimos a nuestra vida subjetiva y que significa aquello que nos atañe. Quisiéramos, pues, separar con claridad y distinción el ámbito de la naturaleza y el de la cultura; lo que concierne al saber científico y lo que nos concierne subjetivamente, a nuestro deseo. 

La plegaria de la serenidad, sin su soporte teológico, se convierte en la angustiosa decisión por lo que debe ser aceptado y lo que debe ser cambiado, entre el ser y el deber-ser. También así separamos necesidad y posibilidad y todos los lugares “lógicos” que constituyen la rosa de los vientos de la razón: posible, imposible, necesario, no-necesario. Por esta razón no es verdad que tomamos nuestras decisiones existenciales sin ningún trasfondo de saber científico. Si el mundo es finito o infinito, si tienen un origen, si es circular, si se origina de manera dependiente, si posee leyes eternas. Todo eso forma parte del silencioso fondo sobre el cual actuamos la tragicomedia de nuestras vidas. Y lo inverso también: ahí donde hacemos ciencia pura, no se dirigen nuestras preguntas a lo que se puede saber, sino a lo que queremos saber, en los términos en lo que nos interesa. Toda ciencia es interesada, sin ser, por ello, mera opinión, ni punto de vista. Y todo punto de vista se asienta en alguna insuficiente razón del mundo. La sentencia (modificada) de Niebuhr: dividir el mundo entre lo fijo y lo mudable para tomar con serenidad lo primero y con entusiasmo revolucionario lo segundo, se duplica. No sabemos si esa sentencia cae, ella misma, dentro del ámbito de lo mudable o de una condición. No podemos, ni podremos distinguir nunca de manera definitiva entre descripción y prescripción, entre nuestra situación (mudable) y nuestra condición (esencial).  O tal vez eso no pertenezca a nuestra condición, sino a una mera situación. No lo sabemos. Amén.

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Arturo Romero Contreras

Es doctor en filosofía por la Universidad Libre de Berlín, Alemania. Actualmente es profesor-investigador de tiempo completo en la Facultad de Filosofía y Letras de la BUAP.