Kapitalismus, mon amour I: Marx, Buda y la Revolución Francesa

  • Arturo Romero Contreras

Cambio e inercia

La pandemia del coronavirus ha vuelto a poner al rojo vivo las fantasías de un final. En el mejor de los sentidos: final de lo que por costumbre llamamos sistema y que le atribuimos todas las pestes del mundo: violencia, pobreza, devastación ambiental, discriminación. Le hemos puesto varios nombres: capitalismo, era de la técnica, metafísica, patriarcado, colonialismo, etnocentrismo. Y le hemos concedido la constancia de épocas enteras. Todo eso es cierto. Ciertísimo, pero incompleto, porque pasa por alto la mórbida estabilidad que cualquier sistema asegura. Sistema: conjunto de personajes, objetos y relaciones que interactúan bajo una estabilidad estructural dinámica. Este conjunto de elementos y relaciones se produce y se reproduce a sí mismo a través de sus variaciones, las cuales se orientan por imperativos. Es decir, todo sistema tiende a perseverar. Existen términos como dependencia del rumbo, inercia, o costumbre que expresan la insidiosa tendencia de un sistema a repetir un comportamiento. La inercia responde: a) a imperativos arraigados en la existencia subjetiva de un grupo social, pero también: b) a una pulsión que no diferencia entre la vida y la muerte porque insiste en repetirse, pero no en modificarse, como si quisiera vivir a toda costa, incluso ahí cuando ya no vive realmente; y c) a una eficacia práctica. Freud lo llama pulsión de muerte: aquella tendencia a perseguir una meta final, una conclusión o equilibrio, incluso si ello significa sufrir profundamente y, eventualmente, morir. Sin entrar en polémicas sobre el sentido clínico de ello, dicha pulsión puede verse como un disfrute inconsciente que el sujeto mismo no experimenta como placer y que no tiene límite alguno, por lo que puede conducir a la misma autodestrucción. Pero, por otro lado, esta pulsión que opera sin la concurrencia de nuestra voluntad, tan extraña a nosotros, nos mantiene en la vida cuando nosotros mismos no podemos sacar fuerzas para seguir adelante.    

Los sistemas hacen querer, pero no quieren nada

Los sistemas no tienen ningún fin, no cumplen objetivos, sino que viven de tendencias casi neuróticas. Nombremos algunas: maximizar, incrementar, explotar, ganar, expandirse. Estas cobran la forma de mandatos para sus participantes. Tales tendencias se cumplen en sistemas o juegos particulares en los cuales cooperamos, competimos, intercambiamos información, la ocultamos, la distorsionamos. Tenemos así: el tablero de juego, las reglas, los ideales (esas tendencias que comandan el sentido último del juego) y los elementos (personas, cosas, instrumentos mediadores). Es en dichos tableros donde deseamos, donde nos fabricamos nuestras finalidades, donde peleamos o nos reconciliamos brevemente. Este “sistema” es lo que nos hace querer, aunque ellos no quieren nada fuera de su propia reproducción. ¿Pero, qué los mueve? Nuestra aquiescencia. En el corazón de la subjetividad somos conservadores: malo por conocido, que bueno por conocer. Este mundo, en que tanto sufrimos, del cual nos quejamos, ¿no es mejor que cualquier novedad riesgosa? Sabiduría popular: “siempre se puede estar peor”, “mejor ni le muevas”, “no te vaya a salir el tiro por la culata”. Hay algo insoportable en todo esto, la confesión entre dientes de que algo en mí, no digo yo mismo, quiere, ama el orden, cualquier orden, especialmente éste, solamente por el hecho de que hace sentir su patencia en efectos perceptibles. ¿No podría todo desaparecer si el orden se esfumara? Nos llamamos sujetos solamente porque existimos en el borde del orden-desorden, en el riesgo real de la disolución. Solamente porque todo puede acabar, porque uno puede quemar las cosas, perder la razón, las pertenencias, la calma o incluso a alguien, en el sentido que sea, es que las cosas son reales. La realidad pesa porque puede ser o no ser.   

El peor de los sistemas es una máquina que, a pesar de todo, funciona 

Decimos: nada funciona hoy en día. La economía no cumple, las instituciones no cumplen, las organizaciones no cumplen. Decimos: algo no anda. Y a pesar de ello, todo anda como si nada, porque el mal toma la forma de efectos secundarios, pero nunca de parálisis. Tiene que venir un virus, cosa menor frente a riesgos más brutales, como el cambio climático, para que activemos el freno de emergencia (Benjamin) y nos detengamos. No olvidemos algo esencial: los juegos que jugamos organizan y resuelven (mal o peor) la vida práctica. Este comentario debe ponernos alerta: un sistema opresivo organiza no solamente la división del trabajo, por ejemplo, sino, con ello, la producción, la distribución, la circulación. Acabar con una diferencia de clase no resuelve la pregunta económica en toda su complejidad. Ejemplo: China produciendo, con la sorna de los economistas capitalistas, acero, solamente para producir la hambruna más terrible de la historia reciente. Si las clases sociales no incluyen la totalidad de la variable económica, no se diga ya de la sociedad en su conjunto. Ejemplo: la Rusia posrevolucionaria, al barrer con la burguesía y su “know how”, sus instituciones y sus prácticas, no tenía respuesta a cómo organizar la economía, pero tampoco la sociedad.

Nota histórica: Rosa Luxemburgo advierte a Lenin: suprimir las instituciones burguesas como la prensa, las elecciones políticas o el derecho de organización constituía un retroceso para una sociedad libre. Aquellos no eran medios para la revolución, sino órganos de la vida social no-autoritaria. Lenin no la escucha. No escucha que, si en una época determinada hay un grupo en el poder, éste no infecta, de manera irrestricta, todo lo existente. Hay arte hecho durante la burguesía, por los burgueses, pero no arte sencillamente burgués. Porque el arte es burgués … y algo más. Y porque el mundo capitalista es burgués … y algo más. Para bien y para mal. La revolución cultural china tenía que prender fuego al Tíbet. La religión siempre ha sido instrumento de dominación … y algo más. Del mismo modo, ninguna posición está del lado absoluto del bien o del mal: se puede canturrear la igualdad de género mientras se pide el paredón para los migrantes, pero también se puede ser fascista, mientras se llora la tortura de los animales.  Los sistemas pueden ser totalitarios, pero no son totales, no pueden. Por ello es que necesitan la violencia: para asegurar la (imposible) promesa de un sistema, finalmente, libre de enemigos y traidores. Los sistemas pueden ser violentos, pero eficientes. Es lo que arguye siempre la derecha: represora, pero en la abundancia. Y es lo que no entiende la izquierda: acabar con la clase dominante no hace a un país productivo, organizado o democrático.

Nota: Hardt y Negri recuerdan la observación de Polibio, según el cual cada sistema contiene los gérmenes de su propia autodestrucción. La monarquía no tiene límite, ella solamente conoce un camino de exacerbación hasta el punto de suicidio. Es ahí cuando se convoca el siguiente régimen, digamos, la oligarquía, que arrebata el poder al tirano. Pero la oligarquía no conoce sino el camino del poder absoluto, hasta que convoca la ira popular que, por vía violenta, impone la democracia. La democracia vive el mismo drama: la imposibilidad de organizarse a sí misma y el desorden que implica, convoca el surgimiento de un caudillo, que se convertirá en tirano y que pondrá a girar de nuevo la rueda. Polibio observa que el Imperio Romano logra la estabilidad gracias a su capacidad de combinar lo mejor de cada régimen, haciendo convivir, en un mismo sistema, elementos autocráticos (el emperador), oligárquicos (los patricios) y democráticos (los ciudadanos). Pregunta: ¿qué hay de positivo y de posibilitante en las sociedades que denostamos? ¿Qué deberá sobrevivir de ellas?

Decapitar a los muertos

Escuchar la alerta de Marx: toda negación social y política debe ser concreta: cada sistema que se derroca debe ser considerado en su carácter doble, es decir, opresor y posibilitante a la vez. Estado y mercado, Leviatán y Behemot: ¿qué hay en ellos que amamos? ¿Qué hay en ellos que “resuelve” la vida práctica? ¿Qué hay en ellos que todavía puede salvarnos? Ninguna organización puede advenir si no es sobre la base de la organización que le precede. Cuando se considera que un orden social es despreciable de arriba abajo, se implica, sin aceptarlo, que no se tolera ningún orden. Es ahí cuando la libertad es “abstracta” y no puede tolerar nada precedente porque se vuelve inseparable del tufo del resentimiento y el dolor de las injurias. Postal histórica: los revolucionarios franceses, insatisfechos con haber decapitado a Luis XVI y a María Antonieta, decapitan todas las estatuas de la monarquía (Paul-Laurent Assoun lo investiga en: Tuer le mort). Todavía insatisfechos, y sabiendo -sin saberlo- que el poder no vive en ninguna persona concreta, sino en el prestigio de los muertos, se dirigen a Saint Denis, mausoleo de la monarquía francesa. Una vez ahí, exhuman todos los cadáveres que pueden y, en un acto de “psicomagia”, los decapitan también. Tampoco quedan satisfechos. La pasión revolucionaria abstracta se prolonga en la decapitación de los propios revolucionarios acusados de traición. No hay pureza que alcance. Nadie está a la altura de la revolución. Siguiendo el moralismo cristiano dirán: nadie es realmente un revolucionario. Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa.    

Placer, dolor, sufrimiento, goce

Una de las enseñanzas más simples, pero contundentes, del psicoanálisis, reside en que no es posible separar placer de sufrimiento. Algo en nosotros goza donde nosotros confesamos sufrir. No es que seamos “hipócritas” y “en verdad” nos encante que nos peguen: sea nuestro marido, el policía, el Estado o el patrón. Hay algo que goza en nosotros. Postal histórica: en 1969, en las escaleras del Panthéon, en París, Lacan sostiene una conversación con estudiantes revolucionarios. Los increpa sobre lo que quieren, sobre su adversario político, sobre sus fantasías y concluye con su insoportable sarcasmo: “si ustedes quieren un nuevo amo, lo tendrán”. En efecto, hay algo en la pulsión revolucionaria que no busca sino migrar la casa del amo, es decir, hacer circular el lugar de Dios, que sirve de sancta sanctorum de la verdad. Yo, revolucionario, soy el camino, y la verdad, y la vida: nadie viene al Partido, sino por mí.

No es que en mi martirio yo goce, sino (mi) Dios. La hago por él. Lo hago por ti. Lo hago por nosotros. Lo hago por la causa. In nomine pater. Y henos aquí, ateos y con Dios cuestas. Creyendo objetivamente donde ya no creemos nada con el “espíritu”. Marx escribe en su Crítica de la Filosofía del Derecho de Hegel: “La crítica de la religión está fundamentalmente terminada, y la crítica la religión es el presupuesto de toda crítica”. Pero una vez que termina la religión, comienza el dominio de “lo religioso”, de la religión sin religión, de Dios sin Dios, la creencia sin la creencia. Dios, dice Lacan, es inconsciente, una estructura, si se quiere, pero no algo que pueda/deba existir. Habrá que escribir toda una columna, quizá la próxima, sobre esto: Dios vive mientras se cree en él, incluso si la creencia es escéptica. Por sus hechos los conoceréis. Pero ¿qué significa creer? Apegarse a algo, por palabra, hecho u omisión. De hecho, apego y aversión son versiones simétricas del crédito con el que se inviste un orden, cualquiera que sea.

Un ejemplo incómodo: Cualquiera que haya sufrido discriminación, más por largos periodos de tiempo (si no es que la vida entera), sabe que ella opera por un doble movimiento: la ofensa y la identificación con ésta. Sabe que a veces los insultos no llegan, uno se separa de todos los nombres recibidos, de su cuerpo supuestamente deforme. Incluso cuando es golpeado se separa de cuerpo hasta el punto de que los golpes duelen, pero no entran. Yo no estoy ahí. Ustedes no me pueden tocar realmente. No, de nuevo, no es que seamos “cómplices” de nuestro padecer. Sucede que, estructuralmente, hay un extraño placer a cual se contribuye colectivamente y que no es de nadie, que nadie disfruta. Ese imperativo del plusvalor que exige: ¡más!, sea dinero, rendimiento físico, hombres o mujeres, placer sexual, capacidad de aguantar dolor, lo que sea, pero siempre más (que los otros y que yo mismo) sin importar lo que ello signifique para mí y para el resto, es una fuerza deseante, pero sin gobierno.

Tal como la estructura de la discriminación (si el término tiene sentido) opera por igual en la víctima que en el victimario, así también el poder funciona por el gobernante y quienes lo avalan. Avalar no significa estar de acuerdo, sino dar un implícito y silencioso consentimiento. Por palabra, acto u omisión. El punto aquí es el sufrimiento. Mientras se sigue soñando con suprimir el poder, o con reconciliar a los humanos finalmente, o con una igualdad forzada; con tomar posesión del mercado o del Estado, o con abolirlos, la rueda del sufrimiento sigue girando por mor de la terca repetición.

Lo cierto es que no sabemos qué hacer con el poder. No sabemos cómo ejercerlo sin que se transforme en dominación. Lo más que aspiramos, es que la dominación sea racional (Weber), asumida. En la democracia aspiramos a que sea un lugar “vacío”, es decir, que no lo ocupe ninguna cualidad, ningún contenido social (raza, grupo, sangre, etc.), pero esta es una idealización que no comprende la diferencia entre Estado (que en efecto es de nadie) y el gobierno (que siempre es interesado y es el que compite por el poder). El sueño (imposible) de quien sufre el poder (y es que si, por un lado, lo entendemos como potencia de obrar, por el otro, dicha potencia es siempre en detrimento de alguien o creando un amo-Otro), es el anarquismo, es decir, la falta absoluta de ley, de Estado, de gobierno, un fluir que termina confundiéndose con una igualmente idealizada naturaleza. Es un mundo sin restricciones.

Marx y Buda

Sufrimiento. Se puede sufrir en el placer. O encontrar placer en el dolor. Pero el sufrimiento constituye la crux del ejercicio del poder. Ni con él, ni sin él. La vida sin ley es una fantasía de los que viven en la ley. La ley es la esperanza de los que sufren el capricho ajeno. Pero lo central es que mi sufrimiento sea inseparable de mi ser, que algo en mí me convoque a permanecer en el samsara capitalista. Si el poder es simbólico y el símbolo opera idealmente, hay una clara posibilidad de que aquel, sin dejar de funcionar pierda, sin embargo, su revestimiento libidinal, es decir, aquella carga de padre por la cual hacemos jugar las responsabilidades y las culpas, las esperanzas y el reconocimiento, la salvación y la culpa. Tanto en el cristianismo, como en el budismo existe una noción particularmente cercana. En el cristianismo se llama desasimiento, en el budismo, desapego. Eckhart lo define como un alejamiento de lo mundano y del ser positivo en general, una renuncia (Abgechiedenheit) para poder entrar a la nada de Dios. En esa nada, Dios solicita, pero no proclama nada. Dios guarda silencio. Esto opera a contrapelo del mandamiento, en el cual el silencio de Dios es llenado por la orden. La nada de Eckhart es el silencio del mandamiento, lo cual convoca la serenidad (Gelassenheit) que permitirá llenarse de Dios. Pero hay que preguntarse si no hay también apego al nombre “Dios” incluso y especialmente ahí donde lo identificamos con la “nada”. Al respecto dice Nagarjuna en los Versos del camino medio (Mūlamadhyamakakārikā): “’Vacuidad’ no debe ser afirmado. ‘No-vacuidad’ no debe ser afirmado. Ni ambos, ni ninguno debe ser afirmado. Sólo son usados nominalmente” (22.11). Y luego: “No hay nada que distinga al nirvana del samsara” (25:19-20). El estado de “gracia” no se distingue de la mundanidad más vulgar y simple. Esto se resume en la doctrina del surgimiento dependiente (Pratītyasamutpāda), que no busca asimiento, ni siquiera al no-asimiento.

B.R. Ambedkar, un político, jurista y pensador hindú dicta en 1956 una conferencia llamada ¿Buda o Karl Marx? La comparación parece una broma, pero la disyuntiva muestra el lugar de intersección de ambos pensadores cuando enfrentamos el problema de la revolución política. Ambedkar parece darse cuenta, como Lacan, del aspecto imaginario y, en el lenguaje budista, de apego, en el discurso marxista, que daría cuenta de la pulsión de muerte de los revolucionarios francés, de la repetición de los esquemas de dominación en los más diversos sistemas políticos, de la eterna frustración de la política, del no saber qué hacer con el poder. Pero de ello podremos hablar en la próxima columna.

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Arturo Romero Contreras

Es doctor en filosofía por la Universidad Libre de Berlín, Alemania. Actualmente es profesor-investigador de tiempo completo en la Facultad de Filosofía y Letras de la BUAP.