Me gustan las sombras, no las que vienen detrás de mi cuerpo opaco y caminan con él cuando la luz resplandece frente a mí; no, sino las que van por delante, guiando mi sendero, abriendo el paso, ordenando la marcha. 

Esas sombras no son oscuras, ni confusas, ni tristes; no son tinieblas ni nubes cerradas y grises. Son resplandor del crepúsculo, del instante entre luz y sombra del anochecer; el diluirse de los rayos de sol ante los espectros del nacimiento de la noche; de la luz que se va marchitando al girar el planeta y encontrar su opuesto del otro lado de su rotación.

Habito las sombras en el momento exacto del amanecer, en los instantes que la oscuridad empieza a encontrar la tenue luz que mustia nace entre la penumbra del romper del día, provocando la ceguera que cicla entre las sinceras chispas tan distintas, al ser las mismas, las que ofrece el cielo de día y de noche.

Camino las sombras al romper el día y nacer la noche; es mi atajo y mi descanso ante tanto estímulo que emborracha mis sentidos y engaña a mi cuerpo, cegados ante el fuego de luces y colores que embotan mi mente sin dejar florecer mi consciencia.

Encuentro las sombras que unen el preciso momento antes que la franca luz llegue; antes que la generosa oscuridad me alcance; antes que la negrura se defina con certeza como claridad. 

Las sombras son mi vereda entre mundos y horizontes que cada día y noche nacen en un ciclo interminable, irrepetible con formas son caprichosas, risueñas, gozosas, radiantes, engañosas, inventadas y múltiples.

Las insustituibles sombras entre luces y oscuridades, esconden los colores más brillantes, más extraños y originales entre día y noche… cada día y cada noche, todos los días y todos las noches, cuando tu mirada se renueva.

Me gustan las sombras… 

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