Carlotita

  • Ignacio Esquivel Valdez

Cinco de la mañana, llego al departamento que ocupé apenas hace tres días. Muy sencillo, amueblado, con lo necesario para dormir durante el día, ya que, a partir de ayer, trabajo de noche. Desde el primer día vi una araña en la pared del baño. Traté de asustarla para que se fuera y no reaccionó. La dejé en paz, porque como decía mi tía Florentina “Se comen a las moscas” y si así era, podríamos beneficiarnos mutuamente.

En el vestíbulo del edificio, el conserje me dice que hoy participaremos en el simulacro de cada 19 de septiembre. Le comento que no contarán conmigo, pues tuve una noche muy pesada. Entro al departamento sin prender la luz, aunque puedo ver que la araña sigue en el mismo lugar ¿No se aburrirá? Me pregunto ociosamente. “Vive tu vida de estatua, si así lo quieres”, le digo al pasar junto a ella.

Despierto y con los ojos medio cerrados puedo ver que entra mucha luz por las persianas, adivino que es más de medio día. Un gran sopor me invade, ni siquiera tengo hambre a pesar de que me metí a la cama sin desayunar. Me echo la cobija a la cara para intentar dormir más. En ese momento pienso que no debí aceptar este trabajo que me hizo mudarme y me cambiará los hábitos de sueño. De repente recuerdo que la paga es mucho mejor que en mi empleo anterior y debo prepararme para la guardia de ese día. Me descubro la cara y lo primero que veo es a la araña que persiste en su afán de no levantar ni una pata.

Decido llamar Carlota a la araña, como el personaje de esa película donde es amiga de un cerdito. Me causa gracia la idea de ser yo el otro personaje y suelto una carajada que se interrumpe por el sonido de la alarma sísmica en la calle. Me quedo en cama, aunque ya no tengo sueño, sólo me da flojera ser parte del simulacro. “Espero sea rápido y la gente vuelva a sus actividades cotidianas con la satisfacción del deber cumplido”, pienso tratando más de acallar mi conciencia que de ser sincero.

Oigo gente caminando aprisa en el pasillo, casi corriendo, tomo el celular del buró para ver la hora y así tomar el tiempo que tardará en vaciarse el edificio. Una con doce minutos. Es más tarde de lo que pensé. De pronto la cama se mueve con fuerza. Mi primer pensamiento es que alguien vino jugarme una broma, pero las lámparas del techo contradicen esa idea.  El movimiento se acelera y se hace imposible pararme. El edificio cruje, las cosas de la cocineta se caen y oigo algunos vidrios romperse. Vuelvo a intentar ponerme de pie y sólo consigo salir de la cama para llegar al suelo. Está temblando en serio, no es un simulacro.  El yeso del techo se está cayendo, así que me cubro la cabeza. El edificio ruge herido y se tuerce de dolor. Rechinidos, ruidos de cosas quebrándose, gritos de la gente fuera y dentro de sus departamentos, una niña llama a su mamá mientras esta trata de calmarla llorando. El valor huye del lugar y digo “¡Ay Dios! ¡Ay Dios!”, a pesar de que nunca he sido religioso. No puedo levantarme. De pronto con horror veo que el depa se deforma, las columnas han perdido el recubrimiento y se doblan, las paredes ceden y finalmente el techo se me viene encima. Quedo entre el baño y mi cama.

Siento que el corazón se me sale del pecho, una gran desesperación se apodera de mi al sentir una mole sobre mis antebrazos que instintivamente levanté, según yo, para detenerla. Oscuridad y aire enrarecido. Estoy desorientado, así que me quedo quieto, sin embargo, aún sigo sintiendo algo de movimiento y el pánico me hace gritar hasta que mi garganta tose y se asfixia por el polvo. El temblor cesa y al quedar en silencio oigo nuevamente a la gente de afuera llena de pánico. La mujer que trataba de tranquilizar a su hija dice con voz histérica “¡Jessi! ¡Jessi!” y la niña no se escucha. Me he quedado quieto al igual que la tierra, de pronto estoy extrañamente tranquilo, tal vez porque perdí las fuerzas en mi intento de empujar lo que tengo encima. Quito las manos y me doy cuenta que ya no se caerá. Descubro que ahí está Carlota en su pedazo de muro, no le importó que la casa se viniera abajo, sigue ahí inmóvil.

Estoy atrapado, pero sereno. Me concentro en el arácnido. Llego a pensar que será lo último que veré y me conformo, creo que ya no gritaré, no sé si es resignación. Trato de ver si puedo moverme y compruebo que es muy difícil. Me pregunto si alguien irá a rescatarme. Mi padre me contó que cuando era un universitario fue voluntario en el sismo del ochenta y cinco y vio a mucha gente sepultada en vida. Este pensamiento me invade y me vuelvo a inquietar, un instinto de sobrevivencia activa mi mente y busco el celular para avisar que ahí estoy. Lo encuentro y me alegro, una fingida risa me sale del pecho, sin embargo, se desvanece al ver que el aparato no tiene batería. No lo puse a cargar en la mañana antes de dormirme. “¡Me lleva la mierda!”, me digo y de la misma forma que sin proponérmelo me llegó el terror, la serenidad y la alegría, ahora me invade la frustración y comienzo a llorar. Volteo a ver a la araña y le grito “Pinche Carlota, muévete, ve a pedir ayuda ¡Muévete, carajo!” y le mando todos los insultos que sé.

Trato una y otra vez de desplazarme inútilmente, algo muy pesado me lo impide. Siento el frío del piso en la espalda y mucho cansancio en brazos y cuello. Me inunda un sentimiento de nostalgia por mi familia, y de repente, pensando en ellos, me desconecto del mundo.

 No sé cuánto tiempo haya pasado, la luz que se filtra me dice, ahora, que ya es tarde, tal vez las cinco. Me quedé profundamente dormido, quizás por desahogarme con la indiferente Carlota a quien sigo viendo impasible ante lo sucedido. Afuera se oyen sirenas de vehículos cuyos tripulantes seguramente ignoran que necesito ayuda. Oigo voces cerca y grito “¡Aquí, por aquí!” y al intentar moverme me pego en la cabeza con la madera de lo que fue mi buró. Parece que me oyen, se acercan, algo dicen y de pronto alejan a toda prisa. “¡Malditos hijos de perra, no se vayan!”, les espeto. De pronto los entiendo. Olor a gas y una explosión. Los restos del edifico se estremecen. Nuevamente gritos, pero también voces dando órdenes. Un motor se enciende y oigo chorros de agua, “No te preocupes Carlotita, los escombros nos protegieron”, le digo a la araña con cariño al comprender que salvamos la vida.

Sin meditarlo digo “¡Ay mamá Carlota!” y rompo a reír. Ese mal chiste y mi reacción están a mi favor, la gente a fuera me escucha y vienen por mí. Se acercan y dicen “Ya va un topo a ayudarte” y en unos minutos veo la luz de una lámpara. Se aparece un diminuto hombre con overol rojo junto a mí. Me habla y trata saber cómo estoy. Reptando me rodea y me revisa. Me dice que no estoy herido y que no hay nada que me impida salir. Pide un gato hidráulico y polines “De ochenta, por favor”, le escucho decir. Con la herramienta levanta trabes y las sostiene con la madera para construir una ruta de salida. Me rodea una cuerda, me ata y me pide ayude empujando con los pies.

De pasada, tomo a Carlotita y me la llevo. Para mi sorpresa el camino a la libertad es rápido. Afuera me doy cuenta que sólo estoy raspado y totalmente cubierto de polvo. Un paramédico me revisa mientras ya oscurece. Veo el edificio colapsado, me parece un acordeón ebrio recargado en lo que sea para no caer del todo. El jefe de los topos me pregunta si había más gente y le digo que no me di cuenta.  Se aleja instruyendo que busquen del otro lado.

Abro la mano para ver si Carlotita está bien y así es, la miro por un rato, le doy las gracias por haberse quedado conmigo, pido perdón por haberla insultado y le prometo llevarla conmigo a otro departamento. Inesperadamente decide moverse. Salta de mi mano al suelo para meterse entre los escombros de donde recién nos habían sacado. Se me hace extraño que por fin se haya movido para hacer eso. Algo debió haber olvidado adentro o simplemente quería volver a su pared para quedarse inmóvil otra vez.

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Ignacio Esquivel Valdez

Ingeniero en computación UNAM. Aficionado a la naturaleza, el campo, la observación del cielo nocturno y la música. Escribe relatos cortos de ciencia ficción, insólitos, infantiles y tradicionalistas