Behemot y Leviatán o el Estado y el Mercado

  • Arturo Romero Contreras
Los seres con los que habitamos diariamente, pero que aparecen disfrazados.

Los bestiarios son los libros donde encontramos los seres con los que habitamos diariamente, pero que aparecen disfrazados de realizaciones formales o entre personas y cosas. Creemos que las bestias mitológicas son invenciones humanas para explicar, por medio de la imaginación, fuerzas y relaciones de naturaleza más bien abstracta. Es verdad que hay progreso en la autocomprensión humana cuando pasamos delas bestias de Dios (la Biblia) a las bestias humanas (el Leviatán de Hobbes), a las relaciones humanas (Hegel), al diagrama que explica las relaciones en términos puramente formales (Lacan). Pero hay algo en la formalización que hace inexplicable el drama, las pasiones y, en general, la potencia de las fuerzas humanas y que solamente recurriendo de nuevo a las imágenes mitológicas podemos darnos idea de su valor en la explicación de las dinámicas reales de la humanidad.

Behemot (Job 40:15–24) y Leviatán (entre otros: Job 3:8; 40:15–41:26, Salmos 74:14; 104:26; Isaías 27:1.) son las dos bestias del caos primordial. El primero habita la tierra, el segundo, el mar. Behemot bebe de los ríos y come de las montañas. Es la bestia de las bestias, la tierra indestructible e indomable. Leviatán es la bestia abismal, la profundidad misma o la potencia de Dios. Conocemos la famosa ilustración de William Blake:

Se trata de bestias babilónicas que alcanzan a entrar en la mitología hebrea como residuos de un mundo más antiguo y salvaje. Ambas bestias representan las fuerzas caóticas de la naturaleza (lo femenino y lo masculino, la tierra y el mar), pero en la Biblia se han convertido en mascotas divinas que Dios utiliza como potencias reales que atemorizan a los humanos, pues no está en su potestad controlarlas. Solamente al final de los tiempos es que Dios llegará con su espada y destruirá a ambas bestias.

En el Libro de Job Behemot aparece como una bestia que come hierba, vigorosa y fuerte como hierro y que “es el principio de los caminos de Dios”, en griego: arché plásmatos kuríou, es decir, el principio de las cosas formadas por el señor. Ya no es la potencia caótica vencida para que pueda emerger el mundo, sino una potencia al servicio de Dios, su gloria en la naturaleza. Según en Haggadah, en el solsticio de verano Behemot lanza un rugido que atemoriza a los animales, lo cual inhibe su ferocidad por el resto del año. Dicha inhibición de la ferocidad de las bestias tiene como resultado una limitación en su violencia recíproca. Sin ese rugido, las bestias de devorarían sin piedad unas a otras. Behemot es la fuerza general que inhibe las fuerzas individuales para que puedan convivir. Sorprende que esta sea la función que Thomas Hobbes otorgue al Leviatán humano: el soberano es el poder excepcional y único que gobierna sobre el poder de cada uno de nosotros porque, sin él, sin el temor y el temblor, nos devoraríamos los unos a otros. Parece que Leviatán sería, en Hobbes, un Behemot de segundo orden, una potencia divina que gobierna sobre la naturaleza, pero ahora en el terreno humano.

El Leviatán aparece varias veces en la Biblia, pero es en Job cuando lo hace al lado de Behemot. En Job 41 Leviatán, etimológicamente unir, enredar, aparece como una bestia dentada, con una vestimenta hecha de escudos entrelazados que no se pueden apartar. Su corazón es firme como una piedra y los fuertes tiene temor de él por mor de su grandeza. No hay arma humana que pueda dañarle. Animal sin temor, no hay en la tierra nada que s ele parezca y es rey sobre todos los soberbios. Pero frente a esta imagen terrible, sorprende que se hable, junto a sus fuerzas, de la gracia de su disposición. Ser perfecto, fuerte, impenetrable e invencible. En Salmos 104-24 se dice que Dios juega con el Leviatán, como lo hace con sus criaturas (Avodah Zarah 3b), pero solamente en día en especial. Pero la referencia más famosa al Leviatán es la de Thomas Hobbes (), cuya imagen puede apreciarse en el frontispicio, donde se cita a Job 41 en latín: “No hay poder (potestas) en la tierra comparable con él”.

Hobbes declara que el estado de naturaleza de los humanos es el de una guerra de todos contra todos, donde la vida se vuelve corta y estúpida. Reina tan sólo el miedo, sostenido en la creencia de uno es más fuerte que los otros y que los puede vencer. Pero esta creencia es falsa porque no existe “el más fuerte”, sino solamente condiciones de ventaja y desventaja. El más fuerte es un cordero cuando duerme. Es así que, incapaces de ser sujetos los unos con los otros, sapientes de, como Kant la llamaría después, insociable sociabilidad del género humano, convocan a único sujeto: el soberano. Porque no sabemos cómo utilizar la libertad, porque con ella no sabemos sino aniquilarnos, convocamos a un único ser libre, el soberano. Pero si él no es un vil tirano, es porque nos salva de nosotros mismos. Él nos guarda de aniquilarnos y, con ello, posterga el apocalipsis al cual estaríamos, sin duda, entregados. A él debemos un día más de luz y de orden. El tampoco es tirano porque está hecho, como lo vemos en la ilustración, del cuerpo de los ciudadanos. El cuerpo de soberano respira a través de las células-ciudadanos, esos pequeños átomos que no saben como organizarse, como entrar en composición pues, como átomos incapaces de enlace, son caóticos e inflamables como los gases. Solamente haciendo cuerpo obtienen orden y existencia durable. A cambio, el soberano puede pedir la vida, pero solamente para defender al Estado. El Estado es un contrato basado en el miedo recíproco, miedo que proviene de una potencia terrible que habita en los humanos la cual, descarriada, se convierte en caballero de la destrucción.

Existe una ilustración de Thomas Pennant en su libro A Tour in Wales (1773), donde se habla de un antiguo ritual druida donde se quemaba un hombre de mimbre (the wicker man).

Los culpables de algún delito eran encerrados en un gran hombre hecho de varas, al que se le prendía fuego. El aspecto sacrificial es un tema recurrente en el poder. Incluso en el Leviatán de Hobbes el precio de vivir en paz intra muros exige la permanente disposición de entrar a la guerra extra muros y dar la vida contra los enemigos del Estado. Pero el sacrificio es un elemento que aparece siempre ligado a la naturaleza y su carácter sagrado. El ritual druida del hombre de paja estaba probablemente ligado a ritos de fertilidad. Los ritos neopaganos que reviven la práctica de la quema de un gran muñeco de ramas, al menos, podrían ser interpretados como la quema de la cultura y de la humanidad en nombre de un retorno de la naturaleza. Esto es lo que en el fondo se mueve en la fantasía anarquista, que puede no ser nada sino el sueño recurrente del capitalista: prender fuego a toda institución, a todo artificio, a toda perversión humana para, finalmente, habitar la naturalidad, sea de la madre tierra, sea de nuestro corazón, que supone esencialmente bueno, cooperativo y, sobre todo, capaz de vivir satisfecho con lo más inmediato. 

Hobbes también escribió un libro dedicado a la otra bestia: Behemot. En este libro se describen los abusos del poder y cómo llevan estos a la guerra. Es el complemento del Leviatán. Sin embargo, para nosotros, lo más próximo al “estado de naturaleza”, a la guerra elevada a normalidad, a segunda naturaleza, es el mercado. Si en la filosofía proliferan las historias míticas sobre el orden o el contrato social, existen pocas imágenes sobre el mercado. La razón es que se trata de una extraña región, a medio camino entre la naturaleza y la cultura. El mercado ha sido el sitio privilegiado para reencontrar a la naturaleza. El liberalismo ha hecho de él el sitio del orden y el equilibrio a partir de sus leyes, como la de la oferta y la demanda. El mercado ha sido el sitio privilegiado para hacer lugar al darwinismo: competencia es el nombre social de la lucha (a muerte); éxito, el de sobrevivencia; intereses, el de la lucha por la descendencia de los genes propios. Pero, al mismo tiempo, el mercado ha sido visto como el reino de la libertad, donde el individuo es respetado en sus deseos y caprichos. Es en este esquema donde el Estado debe aparecer como un Frankenstein, un artificio que viene a violentar el reino pacífico del mercado, lo artificial frente a lo natural. El Leviatán, artificio humano, viene a desordenar el reino pacífico del equilibrio natural de Behemot. Behemot lanza su rugido del equilibrio y todo cae en su lugar. Con todo, Mandeville es el único que ha logrado ofrecernos una fábula del mercado con el símil de una colmena. La fábula nos cuenta la historia de una colmena de viciosas abejas (que engañan, roban, mienten, traicionan) en la que, sin embargo, florecen las artes y la ciencia. Un bien día, sin embargo, los moralistas denuncian el estado de corrupción de la colmena. La colmena se vuelve honesta: nadie engaña, nadie roba, nadie traiciona. Pero entonces, los boticarios no tienen nada que vender, los jueces no tienen nada que juzgar. El lujo pierde su brillo y la frugalidad se instala en la sociedad. El resultado es una sociedad casi tribal, donde no hay ciencias, ni industria, ni arte, ni vitalidad. La moraleja está en el subtítulo del libro: “vicios privados, beneficios públicos”. Esto sirve para disipar la idea de que el capitalismo requiere de moralidad. Por el contrario, requiere del egoísmo, de la trampa y del engaño. Pero hoy este razonamiento, aunque insostenible moralmente, no es extraño si lo formulamos en términos de orden. Hoy, las investigaciones sobre complejidad nos muestran cómo en un hormiguero puede “emerger” un orden a partir de acciones desconectadas de cada hormiga. El mito de Ovidio en Las Metamorfosis sobre los Mirmidones nos muestra es porosidad entre naturaleza y cultura, ese constante tránsito que tiene lugar de manera misteriosa en el mercado. Se trata de hormigas que se convierten en hombres, que formarán un ejército para Éaco, pero que retendrán las cualidades su vida anterior: trabajadores incansables y obedientes. Aquí una imagen del grabador Virgil Solis, del siglo XVI.

Pero Leviatán y Behemot no disimulan su origen divino. Para Hobbes el soberano, cabeza del Leviatán, es una encarnación divina. No solamente porque posterga con su poder el apocalipsis, sino porque él posee algo mucho más preciado que la fuerza bruta, a saber, la gloria divina. En cuanto a Behemot, para el liberal se trata de la bestia que no debe ser despertada, que debe ser dejada en paz. Si hay sufrimiento, éste resulta natural, como la tasa de desempleo. Y si queremos intervenir, no hacemos sino violentar el orden de la creación, despertando así a la bestia invencible que traerá el desorden, la guerra, el hambre. ¿Quién osaría levantarse contra él, si él es la gloria de Dios? Cabe preguntarse, naturalmente, si esta naturaleza antinatural que es el mercado asegura la justicia divina, la teodicea. Y es así. Adam Smith habla de una famosa “mano invisible” que transmuta el egoísmo de las criaturas individuales y atomizadas en armonía de la creación. Dios obra por caminos extraños y el más extraño e inexplicable de todos, es el mal (o, científicamente, el desorden y el desequilibrio). Pues, así como el orden surge del caos de manera inmanente, de la pequeña escala desordenada, surge el orden en el gran cuadro. Hoy la llamamos ley de los grandes números. Pero aquí no se trata simplemente de reconocer una relación entre orden y escala, sino de creer que el mal en la escala individual (concebido atómicamente, desde el punto de vista de cada uno) puede convertirse en un orden moralmente bueno (concebido como totalidad de las relaciones, resultante o sumatoria de todos los individuos). Es así que “el todo es más que la suma de sus partes” solamente porque tiene lugar una transustanciación: la sustancia maligna se vuelve sustancia benigna y así, el orden natural queda justificado.

Behemot y Leviatán. El Estado y el mercado. Son las dos bestias divinas de la contemporaneidad. A veces se enfrentan, a veces cooperan, pero ambas son potencias que rebasan toda individualidad y toda posibilidad de apropiación. En eso, son potencias divinas. Pero, por el otro lado, no son nada fuera de nuestros actos, son el resultado de palabras, actos y omisiones, pero de un modo tal, que no responden a ningún mandato directo, sino que surgen del modo mismo en que hagamos existir nuestros lazos sociales. El mercado es el punto quiasmático entre naturaleza y cultura: una bestia autónoma que somos nosotros mismos, pero más allá de nosotros. Una invención, un Frankenstein que se independiza del designio de su creador, pues crear significa entregar al ser y, desde ese momento, la materialidad, la inercia y las operaciones de las máquinas reclaman sus tributos. Pero ambos son becerros de oro, objetos de adoración a los cuales inmolamos a los seres. Si en el Leviatán creamos un sujeto magnífico (el Otro, finalmente) al cual obedecemos, en el Behemot creamos una naturaleza magnífica, puramente humana, pero con memoria de su existencia ancestral.  

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Arturo Romero Contreras

Es doctor en filosofía por la Universidad Libre de Berlín, Alemania. Actualmente es profesor-investigador de tiempo completo en la Facultad de Filosofía y Letras de la BUAP.