Mi alma llora…

  • Alejandra Fonseca

El sonido del silbato del afilador de cuchillos es de los más dulces que he escuchado. Siempre fue una gran excitación infantil salir corriendo al oírlo para hacerle señas y gritarle que lo necesitábamos. Yo no tenía permiso de atravesar la calle, por lo que vociferaba a todo pulmón y agitaba mis manos con exageración desde la acera para que se enterarse. Don Juan era muy simpático y ocurrente, fue nuestro afilador oficial durante muchos años y se ponía celoso si algún otro navegaba sus mares, ya que amarchantados, nos decía, no hay vuelta p’atrás. 

Llegaba pedaleado su bicicleta con el aparato para afilar montado al frente; se bajaba y la acomodaba sobre la banqueta para poder pedalear plácidamente y mover el mágico universo entero de afilar; recibía cuchillos, machetes, pinzas, tijeras grandes y chiquitas, cortacallos y todo lo que requiriera hojas finas de cortar; analizaba cada pieza con sigilo y pericia, y al trabajarlos rozándolos con la piedra giratoria, sacaban chispas, llenándome de estrellas mágicas y luminosas, el infinito firmamento en cada rotación. 

Yo me quedaba a ver qué hacía, y cuando observaba las cuchillas le preguntaba qué veía. Respondía que analizaba el filo -pasaba su dedo gordo en él-; los lados -cerraba un ojo y calculaba qué tan gruesa estaba la hoja-; lo largo y ancho de la hoja -para saber cuánto rebajar y dónde para no echar a perder el objeto- y mientras me contestaba, coqueteaba sin límite con las sirvientas de la casa.

Hubo cuchillos que duraron años en mi casa y con cada afilada poco a poco se fueron acabando; las hojas se volvían más y más delgadas y cortas, para sólo quedar los indestructibles y eternos mangos de madera enredados con maestría de alambres finos: eran los cuchillos favoritos de mi mamá, regalos de don Simón y doña Anita, sus carniceros y compadres. En una ocasión el afilador le dijo de manera muy simpática y precisa a mi madre sobre su cuchillo: “Si le saco filo, doña, tendrá usté una hermosa hojita de afeitar”. Hizo magia como de costumbre, y le entregó a mi madre ¡la más bella y brillante hojita de afeitar que se haya visto jamás!; ella feliz ¡y yo, maravillada! 

Es difícil escuchar ya ese silbido, no ves a estos personajes fantásticos de antaño circular por calles actuales. Pero tuve suerte, y en estos días con el grito sordo del silencio que procura el #QuédateEnCasa general por la pandemia, el viento me trajo el suave y dulce silbar del afilador; había bajado el sol, era de tarde y la calle estaba muda; a lo lejos como un susurro, el viento trajo ese apacible resonar a los mejores trozos de mi interior: mi fantasía y mi nostalgia. Igual me sucede con el silbar del carrito de camotes y plátanos, con el que desde niña salía corriendo con mis pesitos para espiar cuál quería y me fuera entregado en papel de estraza, abierto de panza con azúcar. Imaginé a don Juan pasear en su bicicleta y a don Chucho con su carrito de camotes en estas calles desiertas, esperando que con el delicado resonar de sus silbidos, salgamos quienes los extrañamos.

Ahora el silencio es el preámbulo, los escucho más en este mutismo; me paralizo, pienso en ellos, ¿quién les compra con esta sana distancia y miedo a infectarse mientras ellos salen a ganarse unas monedas para comer…? 

Se detiene el tiempo y mi alma llora…

alefonse@hotmail.com

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Alejandra Fonseca
Psicóloga, filósofa y luchadora social, egresada de la UDLAP y BUAP. Colaboradora en varias administraciones en el ayuntamiento de Puebla en causas sociales. Autora del espacio Entre panes