Messiaen: la neutralización del tiempo en la Aparición de la Iglesia Eterna

  • Arturo Romero Contreras
En la pieza asistimos a la comparecencia del tiempo eterno gracias a un procedimiento

No hay nada más desconcertante que la música de Messiaen. Su ateísmo tonal contrasta con las totalidades religiosas más elevadas. En su música el tiempo pasa, pero no a través del cuerpo de las notas inmoladas a acordes insólitos. El tiempo queda fundamentalmente neutralizado. ¿Cómo es posible que la música, arte temporal por excelencia logre esta nulificación del tiempo dentro del tiempo? ¿Cómo es que el tiempo logra pacificarse a sí mismo en una secuencia que, sabemos, se dirige siempre a su final? Esto es lo divino que logra habitar en su música. Y en ningún otro lado, por supuesto. Atendamos a una de sus piezas más conocidas: La Aparición de la Iglesia Eterna. https://www.youtube.com/watch?v=Ws1kv05C1XE 

En la pieza asistimos a la comparecencia del tiempo eterno gracias a un procedimiento espacial de desconexión, por un espaciamiento en la sucesión de los momentos. Messiaen debe enfrentase en la pieza al viejo problema según el cual, para las criaturas abiertas a lo divino, lo temporal debe dejar aparecer lo eterno. Esto es igualmente cierto para nosotros, ateos. Una pieza finita, con elementos finitos, debe transmutarse en eternidad. Podemos recordar aquí una idea de Schelling, según la cual la creación no sería un acto puntual en el inicio de los tiempos, el primer instante, del primer segundo de la historia del cosmos. La creación es, más bien, un acto continuado, un eterno surgir y recomenzar instantáneo. De la misma manera, podríamos decir que la historia se concluye todo el tiempo: cada noche cuando dormimos y caemos en la muerte pequeña, cuando nos despedimos, cuando acaba una hora, una semana, el año. Ahora, este terminar y recomenzar de las cosas solamente se constata solamente gracias al tránsito de las cosas entre lugares: cuando abrimos los ojos todo sigue ahí, sí, excepto la luna, que ha intercambiado lugares con el sol; las manecillas se han desplazado 10 grados o 365 días han sido arrastrados al espacio del pasado. Por la misma razón no es verdad que ese rincón de mi casa se llama, definitivamente, “cocina”. Es cocina solamente durante el día. En las noches se borran los bordes de las habitaciones y solamente existen las puertas y los agujeros por donde se puede caer. A la mañana siguiente, el sol tendrá que pintar de nuevo los colores del mundo que sostendrán mi día. Y aún durante éste, los lugares mutan con el tiempo, dibujándose y desdibujándose. 

La Aparición de la Iglesia Eterna no deja de comenzar. La eternidad es, así, un necio recomenzar y no la ausencia de tiempo, ni tampoco una temporalidad finita que quiere mentirse a sí misma. Y por la misma razón, esa aparición siempre termina, siempre se completa, siempre llega a donde tiene que llegar. Es decir: a ningún lado. La Aparición de la Iglesia Eterna, de Messian, tiene la estructura de una campana: la pieza va in crescendo hasta alcanzar su máximo a la mitad, para nuevamente descender. Y sin embargo, no hay ni un final triunfal, ni un comienzo glorioso, solamente una aparición fugaz, pero sobre todo, repetidamente fugaz. ¿Cómo hablar entonces de eternidad, si parece que la pieza está gobernada por una estructura global de aparición y desaparición, por crecimientos y decrementos? ¿Cómo puede lo eterno aparecer en el tiempo finito de una pieza? 

La composición musical durante el siglo XIX hizo de la transición un punto esencial de su estructura. Por un lado, era necesario marcar la ruptura con un viejo régimen, era preciso voltear la mirada al océano agitado de la subjetividad, pero, por el otro, había que seguir siendo fieles a una estructura, y sobre todo, había que producir una totalidad orgánica, donde los momentos se dieran pie unos a otros a partir de un juego de expectativas y sorpresas. Ese todo vivo debía de acabar, naturalmente, en la obra de arte total. Pero esa totalidad no debe pensarse como un agotamiento de recursos, sino como la afirmación de que, en cada nota, en cada compás, en cada tema, en cada movimiento, se expresan los momentos de la unidad. Había entonces que trabajar cuidadosamente el tránsito entre compases, entre frases, entre movimientos, entre los acordes de la armonía. El tránsito debería ser notado, pero sin violar cierta naturalidad. El romanticismo no hizo saltar en pedazos el orden y la estructura de la música clásica, éste marcaba cada tránsito para regocijarse en ellos. El uso de la sorpresa viene más de la expresividad que de la armonía. El acorde del cuarto movimiento de la 9ª de Beethoven (donde chocan el La y el Si bemol) que precede a la sección más famosa, producen un sobresalto que, sin embargo, introducirá de manera simple y sombría el tema, para después presentarlo con toda la orquesta. Muy diferente es el uso de la disonancia de este acorde, que en  el acorde “místico” de Scriabin, donde la armonía permanece en él, debilitando el estricto uso funcional de los acordes en progresiones. 

En la música romántica, la pieza debe estar gobernada temporalmente por una secuencia ordenada: principio, medio y final. Los tres movimientos de la forma sonata, por ejemplo, deben hace un balance; frecuentemente una combinación de rápido, lento, rápido. La armonía puede usar acordes sorpresivos, incluso disonancias, pero la resolución armónica no deja lugar a dudas de la estructura de la pieza. Y en cuanto al final, éste debe ser un gran finale, esperado, anticipado y contundente, entregado en la cadencia y alargado hasta sus límites. Si damos un salto ahora a la filosofía de finales del siglo XIX y principios del XX, a esa enferma mortal por la picadura del tiempo, reconoceremos la impronta romántica. Esta filosofía se duele, se enternece o se estremece por los finales: de Dios, del hombre, de la historia, de la metafísica, de la grand époque. Pero el final, como el origen, son temas románticos, de arriba abajo: temas que giran en torno a la temporalidad y, con ello, se entrelazan con las ideas de duración, de surgimiento, de agonía, de final y de nuevos comienzos. El olor gris de la ruina se expande por un pecho melancólico que sueña con la aurora prometida. Y si el dios venidero no se anuncia con trompetas, habrá que tomarlas, sentarlas en una sección de la orquesta y adelantar la resurrección, traer el reino de dios a la tierra a la sala de conciertos. Esto es la filosofía del final: un meditabundo canto al tiempo. 

Pero La Aparición de la Iglesia Eterna no tiene unidad. Sí, posee unidad musical, toda la que se desee, pero no unidad orgánica, no está hecha de transiciones, de tensiones hechas para resolverse en un retorno al grado fundamental. No hay retorno porque, en sentido estricto, nuca se ha partido. Pero eso no detiene el curso del tiempo, sin el cual nada sucedería, nada aparecería. Si sólo hubiera espacio, todas las notas presentes, pasadas y futuras sonarían al unísono en un espantoso e inaudible cluster: sonido blanco que condensaría todo el espectro en un punto. ¿Cómo es entonces que Messian desarticula el tiempo? Con el espacio. ¿Y cómo aparece el espacio en la pieza? Por el juego de la armonía. 

La única enseñanza que nos ha dejado el siglo XX es aquella del espacio. Y así como el tiempo solamente aparece cuando se altera, por ejemplo, cuando éste transcurre súbitamente más rápido o más lento, el espacio se vuelve visible solamente en el momento de su torsión, cuando se le agujera, cuando se le desmembra. El siglo XX comienza, en verdad, con una yuxtaposición no-natural de elementos. En la historia de la música la yuxtaposición se puede encontrar en el serialismo, donde notas que no deberían coexistir según la armonía, realizan todo tipo de encuentros. El siglo XX no anhela una obra global, o bien, lo global no quiere regirse por una “buena forma” o una “forma universal” u orgánica. El siglo XX comienza con la yuxtaposición. Es decir, con la colindancia de cosas que nunca se habían tocado. La extrañeza de las vanguardias proviene de entornos inéditos paras las cosas. 

La Aparición de la Iglesia Eterna es también una intervención en el espacio de la armonía, una torsión del tiempo, lo que significa, una operación espacial en la secuencia gracias a un encuentro inesperado de las notas. Que la obra no se ajuste a la armonía clásica significa que no se deja ordenar por los grados y, por tanto, que no se rige por la lógica de dominantes, subdominantes o tensiones y resoluciones. La pieza, literalmente, no va a ningún lado. Esto recuerda el estilo de Stockhausen usado en piezas como Kontakte llamado “forma motivo”, donde cada motivo musical se independiza de la totalidad de la pieza, sin por ello, evidentemente, escapar de la secuencia temporal. Se queda en el tiempo, pero se destaca creando su propio espacio para sí. De la misma manera, cada motivo en esta obra de Messiaen, en tanto logra distinguirse de los demás, brilla como un instante absoluto. Se desconecta de los demás armónicamente, pero sin romper su vínculo temporal en la secuencia. Messiaen ha logrado por operaciones armónicas la tarea imposible de separar los momentos musicales manteniendo su vecindad (y con ello su interacción), gracias a la producción de un espacio a medio camino entre el juego libre de la combinatoria de elementos discretos y la torsión de la continuidad. 

La pieza camina sin ir a ningún lado, pero sin errar. Y a pesar de resistirse a la armonía clásica, cada tanto, las cadencias terminan en acordes sin disonancias, como si con ello se citaran simultáneamente otros tiempos, otras épocas. Messian no se priva de acordes más “tradicionales” que, sin embargo, no está ahí para cumplir la función encomendada por la armonía. Es claro: una total destrucción de armonía negaría el tiempo y, con ello, la eternidad. Es el patrón lo que nos entrega la experiencia del tiempo, el cambio rítmico y regulado de las cosas. No hay devenir puro, sino siempre un ritmo, incluso si es cambiante o irregular. 

Sobre la marcha de la pieza aparecen momentos gloriosos y momentos dolorosos, de angustia y de respiración. Hay sí, pequeños tránsitos, pero la obra no deja lugar a una anticipación plena, ni al recuerdo seguro, mucho menos a la estructura orgánica. El extravío es constante. Pero en el extravío, se está siempre en el lugar correcto. Cada acorde podría durar toda la eternidad. De hecho, la pieza no ofrece una peculiar riqueza rítmica (a diferencia, por ejemplo, de Turangalila). El pedal del bajo sigue una estructura muy simple y repetitiva. Esta repetitividad contrasta con la sorpresa armónica y su agobiante complejidad, pero solamente para demostrar que algo de orden es lo que triunfa ahí.  

¿Qué es la iglesia invisible? La comunidad. De épocas, de espacios y, finalmente de los humanos. El secreto que resguarda la obra de Messiaen es la siguiente: cada singularidad debe brillar con una dignidad eterna. Pero ellas se encuentran necesariamente expuestas unas a las otras en la secuencia (tiempo) y en la contemporaneidad (espacio). El resultado es el ciego resplandor de una divinidad omnipresente en su ausencia, que no gobierna ya nada, que no hace su voluntad, que no es, prácticamente, ya nada, excepto porque libera al tiempo de sí mismo, dándole a cada instante su sitio en el cielo de una eternidad que no se cansa de recomenzar.  

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Arturo Romero Contreras

Es doctor en filosofía por la Universidad Libre de Berlín, Alemania. Actualmente es profesor-investigador de tiempo completo en la Facultad de Filosofía y Letras de la BUAP.