Movido por la esperanza

  • Fidencio Aguilar Víquez
Una de las actitudes que a veces tomamos los creyentes.

Fidencio Aguilar Víquez

Conmovedora, esperanzadora, penetrante fue la meditación del papa Francisco, Urbi et orbi el pasado 27 de marzo. Los gestos, de inicio a fin, movieron los sentimientos y el interior de miles de creyentes en todo mundo, incluyendo a quien esto escribe. La esperanza que también infundió, no sólo con sus palabras sino con la bendición misma, formó un circuito de comprensión para los hombres y mujeres de fe que hizo visible lo latente: Él, Jesús, está presente en medio de nuestra barca común. Es lo que se quedó en la mente y en el corazón de quienes estuvieron (estuvimos) presentes y vinculados en ese acto de «conexión» entre nuestro presente histórico y el presente eterno, visible a la luz de la fe.

«Él está presente en medio de nosotros» —parece que fue el resumen de todas las palabras y gestos del Pontífice-, en nuestra vida cotidiana, en todo lo que nos pasa, en el mundo entero y en nuestra historia presente, amenazada por la pandemia y por otros males que también son mortales y contagiosos: la indiferencia, el hambre, la violencia. Es también la respuesta que madame Gervaise le da a Jeannette cuando ésta le increpa: «¿Y dónde está Jesús ahora que lo necesitamos, en medio de tantos males y de tanta maldad?». Luego de que la jovencita se lamenta de la situación presente y parece desear ir a los tiempos de Jesús, para ver y sentir lo que vieron y sintieron sus discípulos, Gervaise, con toda convicción y serenidad, mirando el horizonte le dice: «Él está aquí. (…) Está aquí entre nosotros durante todos los días de su eternidad.» (Charles Pèguy, El misterio de la caridad de Juana de Arco, Encuentro, Madrid, 1978, p. 55).

Ese «Él está aquí», en efecto, tuvo lugar en el acto de adoración del divino viático y de la bendición impartida, cuyos efectos recibieron miles de almas con la indulgencia alcanzada por esa presencia. La reflexión del Papa llevó a evocar esos terribles momentos en que los discípulos estaban angustiados y, despertando a Jesús, le increparon: «Maestro, ¿no te importa que perezcamos?» (Mc 4, 38). La historia ya la conocemos: el Señor se hizo presente una vez más y, narra el texto bíblico, «hasta el viento y el mar se le sometieron» (Cf. Mc 4, 39 y Mt 8, 26-27). Esa es nuestra esperanza: que ante la pandemia y ante los males que padecemos, Jesús otra vez se haga presente y los detenga, como aquel día con sus discípulos y como toda vez que sus nuevos discípulos se lo piden.

La meditación del Papa nos llevó más allá (alcanzó nuestra interioridad). Ese grito de angustia que hoy lanzamos también tiene se dejo de reproche extremo: «¿Es que no te importamos?», «¿es que no te importo yo?». Francisco nos lo recuerda: «a él le importamos más que a nadie». Y prolonga su argumento basado en el texto bíblico: «De hecho, una vez invocado, salva a sus discípulos desconfiados». Tal ha sido la relevancia de este acto Urbi et orbi, con todos sus elementos y gestos. Y para los creyentes más, por todo lo que implica.

Una de las actitudes que a veces tomamos los creyentes es, precisamente, lo que Jesús les señala a sus discípulos: «¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?» (Mc 4, 40). Falsas y superfluas seguridades con frecuencia nos seducen y con ellas, como bien lo señaló Francisco en su meditación, construimos «nuestras agendas, nuestros proyectos, nuestras rutinas y prioridades». Nuestra fe parece entonces una mera retórica más afincada en una «doctrina» o en una «moral» que en la escucha y solicitud atenta a quienes necesitan de nosotros; «no nos hemos despertado ante guerras e injusticias del mundo, no hemos escuchado el grito de los pobres y de nuestro planeta gravemente enfermo.»

Hemos ignorado la llamada de Jesús a la fe y a sostenernos en ella. Como dijo el Papa, la fe no es creer que Dios exista, sino ir hacia Él y confiar en Él. Cuando los cristianos deponemos ese llamado, la crítica de quienes no creen en Jesucristo como Dios y hombre verdadero parece perfectamente explicable. Son conocidos las varias acusaciones de Nietzsche contra el cristianismo; cito una: «Para mí, éstas son las bendiciones del cristianismo: el parasitismo, única práctica de la Iglesia», que para el pensador alemán no es más que la “negación de toda realidad.” (Friedrich Nietzsche, El Anticristo en Obras inmortales I, BookTrade, Barcelona, 2014, pp. 411-412). Sin embargo, todo reproche de los demás, en el fondo, viene a ser un llamado del mismo Jesús a adherirnos a Él.

Para lo anterior, señaló Francisco, es preciso «separar lo que es necesario de lo que no lo es»; ese es el camino para volver al Señor y seguirlo. Recuerda este señalamiento las palabras de Jean Guitton cuando le preguntaron sobre cuál sería el método para seguir la verdad. «Pienso que el hombre en busca de la verdad debe distinguir en todas las cosas entre lo esencial y lo no esencial.» (Cf. J. Antúnez Aldunate, Crónica de las ideas. En busca del rumbo perdido, Encuentro [entrevistas], Madrid, 2001, p. 32). Esto nos lo ha vuelto a recordar el Papa en su meditación.

Todo lo anterior nos lleva a mirar también cómo, ante la situación presente -de las tormentas y los vientos de las pandemias: coronavirus, hambre, violencia, deterioro ambiental, etcétera-, muchos se han puesto al servicio de los demás arriesgando su propia vida. «Es la vida del Espíritu capaz de rescatar, valorar y mostrar cómo nuestras vidas están tejidas y sostenidas por personas comunes», expresó Francisco. Son ellos los que han comprendido que en este barco de la humanidad «nadie se salva solo». Mirar con fe es, para los cristianos, ponerse al servicio de los demás, dinamizando y activando «esa solidaridad y esperanza capaz de dar solidez, contención y sentido a estas horas donde todo parece naufragar.»

La cruz redentora de Jesús es el ancla desde donde somos «sanados y abrazados para que nadie ni nada nos separe de su amor redentor.» Esto implica «sentirse convocados y permitir nuevas formas de hospitalidad, de fraternidad y de solidaridad.» También supone no sólo la inteligencia de los cristianos, sino su creatividad, su imaginación y, por qué no, su pasión por el servicio a los demás. La cita final de su reflexión (del Papa) es de su antecesor y es una manifestación de plena confianza en el Señor: «descargamos en ti todo nuestro agobio, porque sabemos que Tú nos cuidas» (cf. 1 P 5,7).

Sé que ante la situación actual y ante la crisis provocada por el COVID-19 (y que todavía provocará en los ámbitos médico-sanitario, económico, psico-social) y por las otras pandemias ya mencionadas arriba, existen diversas lecturas; algunas son lecturas basadas en las teorías de la conspiración, otras son lecturas ideológicas anti-neoliberales y quizá haya alguna más. Unas pueden caer en lo fantástico, otras en los desenfoques, o incluso, quedarse en las limitantes de no ver el transfondo antropológico. La lectura cristiana, la que interpela constantemente a los hombres y mujeres de fe -como discípulos de Jesús- añade un ingrediente novedoso: Dios, en la persona de Jesús, el Hijo, y del Espíritu santificador, interviene en la historia universal y en la historia personal de cada persona humana.

Habrá quienes piensen y sostengan que, ante el mal y el dolor de los seres humanos, y ante el grito desgarrador de los que sufren y de los inocentes, nadie pueda responder: ni el universo mudo ni el poder anónimo. Ni mucho menos Dios, que no sería sino una idea inventada por el humano para explicar sus carencias y anhelos. Ante esa soledad radical, lo más sensato sería declarar no sólo lo absurdo de la existencia, sino la soledad humana radical. Yo prefiero adherirme, con todas mis deficiencias y limitaciones, a este hombre que se ha declarado Hijo de Dios, ahora a través de la tradición de la fe de una comunidad que se muestra en asamblea (ekklesía).

A ese hombre que ha dicho: “Yo soy  el camino, la verdad y la vida” (Jn 14, 6), y también: “Yo soy la resurrección y la vida” (Jn 11, 25), yo le quiero decir con toda la sinceridad de mi corazón: “Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te quiero.” (Jn, 21, 17). Te quiero con todas mis deficiencias, limitaciones y pecados -pasados, presentes y futuros-; a pesar de todo eso, tú sabes que te quiero. Sólo querría tener la confianza de los que le siguen y de los que le aman. Dos veces en los últimos años ese hombre-Dios me ha permitido tocar los umbrales de la muerte, y en las dos le he pedido: ¡Sálvame, Señor! Su madre es mi testigo. Ella, como gran intercesora, ha puesto mis casos en primera instancia.

Post mortem

Ha muerto Roberto Martínez Garcilazo, compañero del Doctorado en Literatura Hispanoamericana de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla y colaborador de e-consulta y de otros medios. Uno mis pensamientos y mis oraciones por su eterno descanso, sabedor que la eternidad es una dimensión más honda y profunda de la existencia y que ahí Dios, el Señor de todo, enjugará toda lágrima. Vaya desde aquí mi sentido pésame a su esposa, la Dra. Guadalupe Barradas y al hijo de ambos, que pronto encuentren en ese Señor de la vida, la paz y el consuelo. Descansa en paz, estimado Roberto.

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Fidencio Aguilar Víquez

Es Doctor en Filosofía por la Universidad Panamericana. Autor de numerosos artículos especializados y periodísticos, así como de varios libros. Actualmente colabora en el Centro de Investigación Social Avanzada (CISAV).