Lo excepcional ya ha ocurrido, sólo hay que saber asumirlo: sobre la imposibilidad de patentar la vacuna y el estado de ánimo de nuestra época

  • Arturo Romero Contreras
El propio mundo capitalista ha llegado a soluciones “comunistas.

Greta Thunberg ha dicho quizá lo más sensato frente al coronavirus, si se le compara con el gallinero de la filosofía. Lo más significativo ha sido la esperanza de Žižek de que el virus inaugure una nueva época de cuestionamiento del capitalismo y el rechazo de esta tesis por parte de Byung-Chul Han, diciendo que los virus no hacen cambios, sino la racionalidad. Recientemente encontré en el texto de un colega la siguiente cita de Unamuno: “El hombre, dicen, es un animal racional. No sé por qué no se haya dicho que es un animal afectivo o sentimental. Y acaso lo que de los demás animales le diferencia sea más el sentimiento que no la razón. Más veces he visto razonar a un gato que no reír o llorar. Acaso llore o ría por dentro, pero por dentro acaso también el cangrejo resuelva ecuaciones de segundo grado” (Del sentimiento trágico de la vida). No me convence la separación entre razón y sentimiento, pero sí el llamado de atención a no considerar la racionalidad como algo dado de suyo. Hay que considerar también nuestras posiciones subjetivas. El problema no son las razones en abstracto, sino nuestro posicionamiento subjetivo frente a las cosas. Hay razones y razonamientos, como hay marcos de reflexión. No solamente debemos razonar, sino decidir la situación sobre la que estamos razonando.

¿Qué ha dicho Greta Thunberg? Algo muy sencillo. No que el coronavirus haya cambiado o vaya a cambiar el mundo por sí solo (cosa que por cierto Žižek tampoco afirma), sino lo siguiente: cuando el mundo considera algo como una emergencia, es capaz de detener radicalmente su comportamiento. La sagrada economía fue detenida en nombre de la amenaza del virus. Y nada, hasta ahora, absolutamente nada, había logrado eso. Lo que dice Greta es entonces lo siguiente: se puede parar el cambio climático sí y sólo sí lo consideramos una emergencia. Es un cambio de óptica, simple, pero radical, que demanda un posicionamiento. Si algo ha quedado claro es que el cambio climático no es, para ningún gobierno, ni para ninguna empresa grande, una verdadera emergencia, sino un riesgo que se puede controlar y calcular en un futuro próximo. Si la catástrofe planetaria fuera experimentada por nosotros en sus efectos de manera inmediata o muy cercana, entonces actuaríamos forzosamente de otra manera. Éste es el sesgo cognitivo que nos coloca en una condición de negación de facto del cambio climático. Éste no existe todavía para nosotros, lo seguimos viendo como una posibilidad y no como una realidad actual. Es un claro asunto de umbrales.

En este tenor es que debemos razonar. El combate a la pandemia ha sido fuertemente local (cada gobierno nacional y local ha tenido que tomar sus decisiones), pero se ha nutrido de la experiencia internacional. Todos los países han contribuido con datos e información para la generación de modelos (sobre su tasa de contagio), de mapas (distribución internacional de casos), así como de tratamientos y vacunas. Muy seguramente alguna compañía farmacéutica tome estos resultados y, agregando algunos descubrimientos propios, genere una vacuna que inmediatamente patentará. Los gobiernos y los ciudadanos deberán pagar a esa compañía por la vacuna o el medicamento-cura y así continuará la cadena de dependencia económica capitalista. Pero razonemos como lo hace Greta. En situaciones límite el mundo colabora. En situaciones límite el mundo se comporta como, diariamente lo hacen comunidades limitadas, como las que desarrollan software libre. El procedimiento es sencillo también: alguien crea un código y lo deja abierto para que cualquiera lo adapte, modifique o enriquezca. Los resultados son códigos más estables y con diferentes desarrollos, que permiten diferentes aplicaciones. Es una manera más eficiente y poderosa de trabajar que el uso de patentes intelectuales.

Si consideráramos la situación actual a la que nos ha forzado el coronavirus como una de verdadera colaboración internacional para hacer frente a un problema verdaderamente global, veríamos emerger la famosa comunidad internacional, trabajando colaborativamente. Si esto se lograra, entonces, nos veríamos forzados a reconocer que nadie podría por cuestiones de hecho (pues la información ha fluido públicamente), ni de derecho (sería un acto de violencia, un robo o una canallada) apropiarse de ningún saber, incluidas las patentes. Si el gobierno ha parado su economía y todas las empresas se han visto forzadas a disminuir o detener su actividad, las empresas farmacéuticas no podrían, no deberían ser la excepción. Como resultado, la vacuna, en tanto resultado del trabajo del mundo, debería ser libre de patente. Lo común, que se resuelve de manera común, no puede ser privatizado, ni apropiado por ningún medio. Eso no significaría no compensar a las empresas por sus contribuciones, ni prohibir cualquier tipo de comercialización, pero todo esto operaría como lo hacen ya los medicamentos genéricos. El propio mundo capitalista ha llegado a soluciones “comunistas”, como la liberación de patentes, que es el paralelo del código abierto en informática que significa la prescripción de la propiedad intelectual. Lo que hoy debe discutirse sobre la propiedad privada no es en los términos abstractos de un sí o un no, sino de sus umbrales y casos. En lo que concierne a la humanidad y sus enfermedades y problemas comunes, no puede existir el derecho irrestricto de propiedad privada. Si lo vemos así, al igual que la suspensión actual de la actividad económica significa que ya ha ocurrido lo impensable, tenemos que aceptar que la liberación de patentes y la liberación de códigos, es algo que ya ha tenido lugar. Pero ha tenido lugar sobre el fondo de una emergencia, que a su vez ha hecho emerger el fondo de un destino humano común. Pero si sacamos de esta ecuación el carácter de una urgencia, entonces podemos detenernos décadas defendiendo los más absurdos derechos del autor. Alguien tiene que pagar. Por supuesto. Pero esa siempre ha sido la pregunta: no que algo deba pagarse, sino quién y en qué proporción lo debe hacer. Hoy múltiples sitios con contenidos de todas clases han suspendido los pagos por suscripción haciendo su contenido accesible a todos: periódicos, libros, audiolibros, incluso la implacable industria de los journals, pero también salas de conciertos, museos y parques de diversiones. Sólo recordemos la fiereza con la que defendieron la propiedad intelectual irrestricta que, al final de cuentas, no beneficiaba al creador como al intermediario, es decir a las plataformas de distribución, promoción y difusión.        

En esta misma línea hemos visto a los grandes Estados neoliberales, que durante décadas han recortado el gasto social y desmontado el estado de bienestar, proponer el pago directo de dinero a ciudadanos y ciudadanas. En algunos casos se han adelantado pagos, en otros, se ha dado dinero directo y en otros, se han aumentado los montos para los seguros de desempleo. Todo esto funciona, claro, por el carácter de emergencia que nos rige y porque ella es vista a su vez como algo limitado en el tiempo. Pero aún así, este gasto social en el centro del neoliberalismo era impensable. Tendríamos que considerar la pobreza internacional como una catástrofe real y que somete al mundo entero a un estado de emergencia, para que un sistema social parezca justificable. Podemos así postular la tesis de que el capitalismo neoliberal realmente existente se justifica ideológicamente como el proceder más razonable en tiempos de normalidad. Pero ya no podemos hablar de normalidad. O no podemos hablar de una normalidad viable o sustentable, ni siquiera a mediano plazo. La ideología consiste hoy en diferir los problemas haciéndolos entrar en interminables diferendos, como si estuvieran muy lejos en el horizonte y como si fueran meramente posibles y no un hecho.

Lo excepcional ya ha pasado. Debemos preguntarnos qué hace falta para que no creamos que la excepcionalidad se debió al virus por sí solo, sino a una situación estructural que gobierna nuestra sociedad mundial. Parece que solamente una catástrofe puede ya salvarnos...a condición de que la asumamos como tal. Pero aquí debemos sortear el último obstáculo: evitar el pánico, que nos vuelve más estúpidos e impide que reflexionemos, pero también la excesiva confianza, que nos convence de que al final triunfaremos y por lo que no hay realmente prisa. Hay que encontrar el punto preciso de nuestro estado de ánimo, de la angustia y de la promesa, de realismo e imaginación productiva para poder estar a la altura de los tiempos.  

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Arturo Romero Contreras

Es doctor en filosofía por la Universidad Libre de Berlín, Alemania. Actualmente es profesor-investigador de tiempo completo en la Facultad de Filosofía y Letras de la BUAP.