Abandonar la manada: la interpelación del feminismo

  • Arturo Romero Contreras
Falocentrismo o patriarcado: estructura que reparte las conductas, las ideas y los cuerpos.

Se atribuye a Simone de Beauvoir la frase de que el opresor no sería tan fuerte si no tuviese cómplices entre los propios oprimidos. Los gobiernos otorgan “permisos” para participar en paros nacionales de mujeres, otorgan posiciones de poder a mujeres, crean comisiones de género con mujeres al frente. Pero con ello no se rompe la farsa de dar y conceder, cuando todo lo que existe en materia de derechos de las mujeres ha sido ganado por la fuerza. Assata Sakur, primero Pantera Negra (grupo del cual tomó distancia por las actitudes machistas) y luego miembro de la Armada de Liberación Negra será siempre un personaje polémico (especialmente por sus métodos), pero no las palabras de que en ningún caso de la historia se ha ganado la libertad apelando al sentido moral de los opresores. También próxima a las Panteras Negras, Angela Davis, impugnó en 1969, durante una manifestación en contra de la Guerra de Vietnam, la idea de que el cese de la guerra debía de constituirse en un movimiento de una única causa. En efecto, los movimientos que se declaran como apolíticos, suelen atraer a más gente, pero a la postre, no promueven ninguna causa, porque cada gran guerra y situación de violencia no es sino la cristalización de un conjunto de guerras y de violencias. Guerra de clase, guerra de género, guerra colonial, con todas sus variantes y conexiones. No es por ello gratuito que Silvia Federici afirme que el cuerpo de las mujeres sea la última frontera del capitalismo. Más allá de lo que se podría llamar “feminismo comunista” Federici ha dirigido una y otra vez la atención sobre la dominación económica y la dominación sexual. Una mujer a la que se le promete un acceso pleno al mundo laboral tal cual es, no está recibiendo sino la promesa de una libre explotación. El acceso al mundo laboral ha sido una conquista feminista, pero esta última rebasa toda concesión y toda aspiración a no ser sino un hombre más.

Los gobiernos harán todo tipo de concesiones. Las empresas se declaran hoy alegremente feministas. Y pronto, habrá más y más mujeres presidentes, líderes, CEOs, etc. Pero las comisiones oficiales de mujeres no necesariamente implican la adopción de una agenda feminista. La mujer deviene mujer, digámoslo en los términos de Beauvoir, pero también deviene feminista. El devenir del feminismo, puesto que pretende cambiar las relaciones de dominación entre hombres y mujeres, exige cambiar a los hombres. Cambiarlos, pero no en tanto hombres, sino en tanto hombres representantes de falocentrismo. Los estudios queer han nacido de la diferencia entre sexo y género, emulando la diferencia naturaleza cultura. Pero hoy la naturaleza revela para el mismo científico ser menos determinista de lo que siempre se avaló. Además, la ciencia y la tecnología permiten hoy modificar la naturaleza hasta el punto de anular el carácter de destino de la naturaleza. Es el caso de los transexuales. La cultura genera mandatos de género, imágenes, usos y costumbres en torno a lo femenino y lo masculino (o a un tercer género, como los muxes en la cultura zapoteca). Pero no se trata de “discursos” o de “construcciones ideológicas” que se agitan en el aire, sino que se instancias en mecanismos de producción y reproducción materiales. El género comporta elementos llamados culturales o identitarios, pero también material-económicos y se enlaza de manera no-trivial con los cuerpos y todo lo que incluyen: sus formas expresadas (fenotipos), su estructura invisible (genotipo), las formas de los cuerpos, pero también sus capacidades (como poder dar a luz). Es por ello que una mujer no es nuca solamente mujer.

Recientemente Marta Lamas desencadenó un escándalo dentro del movimiento feminista con la publicación de su libro: Acoso ¿denuncia legítima o victimización? La Red Mexicana de Feministas Diversas respondió con un manifiesto condenado el texto porque este contribuiría a la “pervivencia de usos y costumbres mexicanas patriarcales sobre acoso, hostigamiento y violación”. Lamas puso el dedo en la llaga, es decir, en las decisiones que deben tomarse al interior del movimiento. La primera de ellas concierne a la pregunta sobre si el feminismo debe centrarse en la figura de la mujer que no es nada de una víctima. Si el hombre no es nada sino un agresor y la mujer nada sino una víctima, se escatima a esta última toda fuerza y toda capacidad de violencia. Todo se tolera excepto las pintas callejeras, porque eso sí es “destructivo”, “violento”. Precisamente. Lo peor que podríamos hacer aquí es justificar las pintas diciendo que están en correlación con las agresiones sufridas. Los feminicidios son inconmensurables. No hay protesta que pueda ser apropiada. La pinta es un signo de poder que puede ser violento. La mujer no tiene por qué ser mero objeto de compasión y compresión. El siguiente tema que puso Lamas sobre la mesa es la diferencia entre una lucha cultural y una lucha legal. Es decir, una lucha institucional y una lucha del modo del vínculo entre los géneros (con todas sus variaciones y enrevesamientos). Los sexos (y con ello decimos hombre-hombre, hombre-mujer, mujer-mujer y todas las variaciones infinitesimales que puedan tener lugar) se llevan mal porque los humanos se llevan mal. Pero la violencia de género es otra cosa: es opresión sistemática llevada hasta el extremo del asesinato. El deseo humano y la manera en que éste opera en las relaciones de pareja no puede resolverse por el derecho y el castigo. Pero las desigualdades económicas no pueden abolirse sin cambiar las instituciones formales que operan en el Estado y en el mercado. No es lo mismo el sujeto de deseo que el sujeto de derecho, pero tampoco pueden ser escindidos sin duda. Por ello, es preciso decidir a cada momento las instancias y los métodos. Marta Lamas ponía en cuestión la utilidad de una generalización de la figura de la víctima y las difíciles relaciones entre cultura y derecho. La respuesta dice mucho: un manifiesto político contra un texto académico. También la línea entre el activismo y la academia es porosa. No hay manera de hacer teoría sin hacer política, pero no por ello la teoría debe optar por las opciones políticas existentes, alinearse, como se dice, con las facciones y posiciones.

Judith Buttler también se ha expresado en este sentido contencioso de la figura de la víctima, que, junto con el victimario, parecieran agotar el campo de acción de la violencia. El concepto clave es aquí la vulnerabilidad. La víctima es abusada por su vulnerabilidad. Eso es correcto. Siempre lo es. Pero es la combinación de vulnerabilidades lo que asegura un orden socioeconómico particular. El discurso gubernamental por excelencia es el de los grupos vulnerables que deben ser atendidos por una instancia, muy al modo patriarcal. La debilidad atribuida a las mujeres en una sociedad falocéntrica encuentra comodidad en la figura de víctimas indefensas. Pero el femincidio parece ser, como lo reconoce Butler, una suerte de terrorismo que asegure el dominio por medio del miedo: “subordínate o muere”. Aquí, debemos verlo, no se trata ya solamente de mujeres, sino también de homosexuales, transgénero, transexuales, etc., que se suman a otros grupos igualmente oprimidos según proveniencia étnica, color de piel, lengua hablada, migración, etc. Lo que la dominación más profunda pretende ejecutar es la dominación subjetiva, es decir la interiorización y obediencia de un mandato que logra privar a la subjetividad de toda agencia. Dentro del capitalismo, dicha inhibición se logra por el constante impedimento en de la determinación de relaciones colectivas. Forzando caminos individuales y saboteando organizaciones sociales al margen del Estado, el capitalismo arrastra a las mayorías a la pobreza y a las mujeres a una doble miseria. Por ello haría falta, nuevamente, pensar la interdependencia tanto de los movimientos como de los géneros, sin que deba mediar entre todos y todas el amor. O quizá podríamos decir que el amor es la acción conjunta sobre la base de este no-amor inmediato.

El 9 pararon las mujeres. Pararon para que los hombres paren. Sabemos, claro, que el falocentrismo o patriarcado es una estructura que parte y reparte las conductas, las ideas y los cuerpos según una regla. Esta regla comienza con el sexo: ser hombre o mujer, pero se continúa en el género: la definición de lo masculino y lo femenino que se asigna a tales sexos. El sexo no es el género. Pero el género es como una enredadera que sigue las guías de los cuerpos, sus formas y sus potencias. La violencia contra las mujeres (según el sexo) se funda en el sistema (discursivo y material) dominante de lo masculino. Yo, que escribo, soy un hombre. Y como hombre, mi “subjetividad” o mi “mente” estará presa de una estructura fundada en un discurso falocéntrico. Pero si ella estuviera presa del todo no habría ya remedio para cambiar nada. La prueba la constituyen las mujeres mismas que, al empuñar un discurso feminista, rebasan el cerco al que por un mandato de género se les destina. Una mujer puede masculinizarse al ejercer el poder político: ella lleva también inscrita la posibilidad de pelear por el falo. Al final existen múltiples modos de aprovechar una diferencia (sexual, de género, de piel, de creencia) para ejercer un poder asimétrico.

Yo, hombre, hablo. Pero no hablo solamente como hombre. Rita Segato ha dedicado tiempo ha mostrar que el patriarcado es una estructura en la que hombres y mujeres son dominados por un mandato igualmente imposible de cumplir. La relación es asimétrica, desde luego, porque los hombres se matan por cualquier cosa, pero a las mujeres las matan por ser mujeres y desde una posición de vulnerabilidad forzada. Pero Segato exige leer el doble mensaje que se incluye en la violencia de género: uno va para las mujeres y el otro, para los hombres. A ella se le dice: obedece. Al él: demuestra que eres el amo. Ella puede desobedecer. Y entonces, el hombre reacciona con toda la violencia. Parece entonces el fuerte. Pero el hombre que viola les dice a los otros hombres: yo he demostrado que soy hombre. ¿Y quién ha querido que se lo diga? La mujer para que lo oigan otros hombres. Hannah Arendt nos legó la preciosa observación de que la violencia, mientras más abiertamente corporal y cruel es el signo inequívoco de la falta de poder político. En el caso del machismo, la violencia contra la mujer no solamente se sigue de una idea de posesión, sino de desposesión constante, en la cual el hombre siente su masculinidad constantemente agraviada. Por ello, dice Segato, que la violación debe ser visto como un acto de debilidad y cobardía en busca de aprobación. Ahora, los niveles extremos de violencia contra las mujeres (pero no solamente: lo que debemos comprender es esa trama de violencia límite que se extiende por todo el mundo en las más variadas situaciones) que vemos hoy día bien pueden explicarse como surgidos de un patriarcado abiertamente herido, un patriarcado que incrementa su violencia inmediata conforme disminuye su legitimidad social. Segato asocia con agudeza el dolor de la masculinidad vencida a la precarización laboral. Si a la mujer se le dice que obedezca, que busque un hombre que la proteja, que tenga familia, que se quede en casa, el hombre debe constantemente probar su valía por medio de la conquista, amorosa, social y económica. Debe ser el más fuerte, proveedor, exitoso. Pero todo en la sociedad capitalista está hecha para demostrarle que él no puede nada, que es un absoluto inútil y que cuando llega a casa, tampoco su mujer le pertenece. Dice Simone de Beauvoir que nadie es más arrogante hacia las mujeres, más agresivo o desdeñoso, que el hombre que se siente ansioso respecto a su virilidad. Entre hombres solamente cuenta el que ha hecho de todos los demás sus “hembras simbólicas”. Uno es el macho alfa y todos los demás son sus “bitches”, hombres que han caído en condición de femineidad. Fracaso entre la manada que no significa que ellos mismos no perpetren el falocentrismo por todos lados. Pero son también víctimas del mismo patriarcado. Recordemos que el más jodido de los amos se cree rey entre los esclavos, lo cual solamente muestra la inversión de su propia impotencia.

Esto significa que el hombre teme no a otro, sino a todos los otros hombres porque le pueden hacer sentir su femineidad. Si la mujer puede tomar el falo y comportarse bajo el régimen de masculinidad que hoy gobierna, como sucede en lideresas políticas y de grandes empresas, también el hombre siente la femineidad en él, sólo que con vergüenza, como forma de derrota. Si algo de lo que decimos acierta, entonces la violencia del patriarcado va de la mano con su propia crisis. Y aquí es donde aparece el momento de mayor riesgo, pues ante toda crisis puede haber avances o regresiones autoritarias. Hoy solamente el feminismo está en condiciones teóricas y prácticas de avanzar socialmente y de ofrecer una verdadera resistencia a la reacción falocéntrica. Pero, así como Simone de Beauvoir habla de la complicidad inconsciente de los oprimidos que tiene lugar a través de la ideología y las identificaciones que promueve (con el ideal de una “buena mujer”), se exige absolutamente que haya opresores que rompan el pacto de opresión. Ser hombre de otro modo. Esto significa para los hombres una única cosa: abandonar finalmente la manada. 

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Arturo Romero Contreras

Es doctor en filosofía por la Universidad Libre de Berlín, Alemania. Actualmente es profesor-investigador de tiempo completo en la Facultad de Filosofía y Letras de la BUAP.