La violencia, el movimiento 25/02: las esperanzas y las preguntas

  • Arturo Romero Contreras
Las ideas dividen, pero convocan a un futuro que quiere ser para todos, para todas.

El movimiento 25/02, recordemos este nombre, ha logrado colocar el tema de la violencia de manera singular en la escena pública. A diferencia de ruido blanco que escuchamos todos los días en torno al combate a la corrupción y la delincuencia, el movimiento ha vuelto a decir: eso no basta. Sucedió antes, de manera memorable, con el Movimiento por la paz con justicia y dignidad, encabezado por Javier Sicilia. No hay ciencia de los movimientos, solamente reflexiones. Pero ahora parece preciso detenerse a pensar al respecto, actualizado las reflexiones que pudimos aventurar entonces.

El Movimiento por la paz tuvo gran fuerza y convocatoria a nivel nacional. Recordemos cómo logró organizar una caravana que recorrió el país de norte a sur. Pero el punto crítico se alcanzó en Ciudad Juárez, cuando se enfrentaron diferentes visiones de aquello a lo que un movimiento de esta naturaleza aspiraba: la presencia o no del ejército en las calles, las demandas al entonces presidente Calderón, la dirigencia del movimiento, la tónica de su discurso, lo que constituía su núcleo irreductible y lo que podía negociarse. Tras el desencuentro en Ciudad Juárez, Sicilia regresó a la Ciudad de México culminando con un encuentro con Calderón en los Pinos. No había demandas claras, no había posicionamientos sociales, ni políticos respecto a las causas de la violencia más allá del grito de desesperación y el deseo de cobijar a las víctimas.  

Hay que reconocerlo, sin ninguna tibieza, Sicilia aportó a las víctimas una dignificación inédita, disipando ese juicio que automáticamente se dejaba caer sobre ellas: en algo andarían. No, no andaban en nada. No tuvieron tampoco la culpa. No provocaron a sus agresores. Al movimiento se unieron actores y actrices. Se unieron otros movimientos. Ahí estaba la simpatía popular. Y, sin embargo, al final, pese a su amplia convocatoria, no pudo mantenerse por mucho tiempo. El problema no fue la amplitud del movimiento, sino al contrario, el rechazo a acotarlo debido a una toma de postura que no hablara de la violencia en general, sino que la vinculara con factores sociales y económicos, los cuales deberían de llegar hasta las leyes, los reglamentos, la cultura y las instituciones, formales e informales. Un movimiento une, pero siempre sobre la base de una división, pues lo que éste pone al descubierto es el punto en el que alguien es segregado o victimizado: mujeres, miembros del colectivo LGBTT+, indígenas, migrantes. ¿Hemos pensado hoy o suficiente la violencia y sus causas? 

Los movimientos que no logran formular un diagnóstico del mundo que critican no suelen desarrollar tampoco un conjunto de demandas concretas y precisas, ni tampoco desarrollan aquella medida que les permite identificar las pequeñas y grandes victorias. Es una dura lección que siempre parece que hay que aprender o reaprender. Sin esta mirada realista y determinada, que no va en contra del horizonte ilimitado desde el cual se clama por justicia, se pierde toda fuerza efectiva. La asamblea 25/02 ha pasado la primera prueba de la convocatoria masiva. LA BUAP y la UPAEP han logrado convocar a otras universidades, públicas y privadas, para manifestarse en contra la violencia contra estudiantes y la población en general. Lo que hoy desearíamos del movimiento es la capacidad de organizarse para enfrentar un asunto complicado que requiere largo aliento. Eso exige, claro está, además de los pronunciamientos, textos de análisis de la situación y propuestas para la creación de leyes, mecanismos para el cumplimiento de la ley (contra la impunidad), mecanismos de transformación social (de creencias, actitudes, ideas y prácticas). El trabajo es titánico. Sobre todo, si se considera el carácter poliédrico de la violencia y la necesidad de abordar temas que necesariamente dividen.

Las ideas dividen, pero convocan a un futuro que quiere ser para todos, para todas. Esta aspiración podemos nombrarla universal. Lo que diferencia una mera idea de grupo de una idea universal, es que la primera se dirige al territorio cerrado de la particularidad y las identidades, al beneficio de grupo, mientras que la segunda logra expresar un anhelo que atañe a todas, todos. Este para todos y todas es la marca de legitimidad y potencia de los movimientos que, por supuesto, deben comenzar por expresarse siempre en los términos de su localidad. La universalidad es lo que vence constantemente el peso de la localidad, el peso de las identidades nacionales o de lengua, de sangre o de grupo. Difícilmente se admite hoy hablar de universales. Pero una discusión sobre la violencia debe de llevarnos a problemas generales y comunes de ésta: cuándo destruye y cuándo instituye, cuándo es imputable, cuándo estructural, cómo se enlazan violencia social, política, racial y de género. Estos son puntos de gozne, puntos de articulación donde se deciden cosas, aristas de donde penden muchas cosas. La universalidad no responde, en este sentido, a ideas generales que apliquen a todos o todas. La universalidad a la que se puede aspirar es a la formulación de un núcleo, siempre problemático, que nos atañe a todos. Es decir, se trata de mostrar de dónde surge la violencia como problema.  

Por estas razones, no se podría tratar en este movimiento de meras “propuestas” para acabar con la violencia en México, sino de plantear su nudo mismo. Una cuestión apunta hacia la construcción de la universalidad cuando logra mostrar el punto de contacto entre regiones aparentemente desconectadas, o cuando llega a formular una cuestión en donde se decide una posición política en el mundo. Hannah Arendt, por ejemplo, aportó dos claves fundamentales a propósito de la violencia contemporánea: a) la primera, que ésta emerge cuando se debilita un poder político, muy particularmente, su legitimidad; b) la segunda, que la violencia que conduce al mal puede ser banal, es decir, trivial. Con estas ideas tocó el núcleo de la relación política-violencia. A diferencia de la idea de Clausewitz, de que la guerra es la continuación de la política por otros medios (y su inversión: la política es la continuación de la política por otros medios) Arendt desasocia violencia y política. Para ella, la violencia interviene cuando se ha roto un pacto elemental de convivencia. Un movimiento social no divide, sino que hace surgir las divisiones preexistentes al enunciarlas, señalando con ello la fuente de la violencia y la vida política faltante. Es a partir de ahí que ella aclara su concepción de lo político.

Apuntar a un universal significa constantemente someter a examen la particularidad desde la cual siempre y necesariamente se habla, pero logrando formular un problema de largo alcance y que involucra a todos los que comparten un modo de existencia. Así, la gran pregunta de una política que no se conforma con sus condiciones actuales es ésta: ¿cómo generar un movimiento común a partir de la irreductible distancia entre las luchas, los intereses y las identidades? Es decir: ¿cómo hacer un movimiento de movimientos en el cual cada uno de aquellos sea capaz de ver el punto en que su causa se articula con las otras, sin que todos sean subsumidos en una lucha absoluta y homogénea? Esto exige, naturalmente, comprender que las luchas no pueden estar motivadas exclusivamente por la militancia de grupo y las convicciones personales o locales. De cara a las innumerables exigencias de las particularidades y las regiones (y sus fidelidades locales), hoy la política exige poner en juego no solamente la militancia por una causa, sino la militancia por la articulación de las causas. La causa feminista se entrelaza con la causa anticapitalista que se entrelaza con la causa LGBTT+ que se enlaza con la causa a favor de migrantes … Pero no es evidente cómo hacerlo. Los puntos de contacto y de separación deberán ser buscados y puestos de relieve. 

Lo movimientos unen, aglutinan, suspenden las diferencias que cotidianamente alejan a la población. Pero el olvido del desacuerdo inmanente a todo grupo social es siempre motivo de la disolución de los movimientos. Repárense solamente en el hecho de que las guerras revolucionarias suelen ser más crueles después del triunfo, entre facciones, que contra el enemigo oficial. La máxima aspiración de una lucha tendría que consistir en lograr cambios para todos haciendo operativo el disenso, es decir, la multiplicidad irreductible de las perspectivas y los intereses. No importa más tal o cual interés en particular, sino el hecho de que son distintos. No hay, pues, aspiración a que, en el fondo, o al final, o en conjunto, todas las luchas sean una misma. No lo son, y por ello deben constantemente (re)articularse. Esto parece muy pertinente en un movimiento que aborda un tema tan intrincado como la violencia. No hay nada más común que las diferencias, ni nada más diverso que la organización común que cada quien propone y defiende. Dentro de cada grupo hay diferencias, lo mismo que dentro de cada facción e incluso dentro de cada uno de nosotros, nosotras. Pero la exigencia de comunidad exige suspender la validez última de la compartimentalización que en un momento dado rige el mundo, que es causa de un sistemático avasallamiento de cualquier población o individuo.

Pero los movimientos no se diseñan, ni las ideas tienen el ritmo de las intervenciones políticas, ni la política pide siempre explicaciones de gran alcance, ni tampoco quienes escribimos tenemos necesariamente, más (o menos) idea que los que gritan consignas, o que la población en general. L único que podemos decir ahora es que nuevamente será puesta a prueba nuestra capacidad de articular una demanda urgente más allá de los límites de las coyunturas y las particularidades.  

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Arturo Romero Contreras

Es doctor en filosofía por la Universidad Libre de Berlín, Alemania. Actualmente es profesor-investigador de tiempo completo en la Facultad de Filosofía y Letras de la BUAP.