Las guerras informáticas del cerebro

  • Arturo Romero Contreras
Una guerra donde no existe el más fuerte, sólo triunfadores efímeros.

Todo, todos compiten por tu atención. Pero no puedes más. Tan sólo este artículo deberá abrirse camino entre las horas del trabajo, la familia y el ocio. Si acaso hubiese tiempo para leerlo, éste competirá con todo lo que hay por leer: noticias, opiniones, recomendaciones. Competirá con Facebook, con Twitter, con la búsqueda de imágenes, la consulta de artículos o algún video de YouTube. Si finalmente tiempo y espacio se coordinan para que ello suceda, si atención y mirada finalmente se posan sobre estas letras, la mente seguirá con su agitación usual y sus contenidos lucharán por ganar protagonismo. Preocupaciones y pendientes lucharán en la mente por empuñar el estandarte de la urgencia. Para ello se sirven de todo tipo de estrategias escandalosas, como si imitaran a los medios de comunicación.

Es que los pensamientos han aprendido vicariamente a imitar la publicidad porque se encuentra sometido al incansable acoso de ésta. Por la calle los espectaculares se despedazan entre sí para ocupar nuestra retina, primer elemento de la cadena del consumo. Es “natural” que, para destacar, deba subirse el volumen o se escojan colores cada vez más chillones. Hay que aumentar el contraste para darse a notar. Por la misma razón hay que acortar los mensajes, empaquetar la mayor cantidad de información en un segundo. Los libros los leemos anticipadamente por medio su corta contraportada. Los académicos se han convertido en lectores de abstracts porque no se dan abasto. Ni el tiempo … ni la atención dan para más. Un segundo a cada cosa y a lo que sigue. Se la llama multitasking o síndrome de déficit de atención, dependiendo del lado de donde se mira.

En cada lugar hay un mercado que compite por la mercancía más escasa hoy: la atención. Cuando se enciende el celular cada aplicación compite por ser la primera, compite por ser la más usada, la que tiene más likes, más descargas, mejor calificación de usuarios. Los programas de televisión compiten entre sí por rating, pero también, los programas de concursos se vuelven hoy, por sí mismos, los más populares, en una suerte de teatro dentro del teatro. En el supermercado las marcas bailan para seducirnos por todos los frentes: si el producto es audaz o saludable o práctico o está de oferta. Antes de ver una película, somos forzados a ver los avances de los próximos estrenos, los cuales se enfrentan entre sí para alojar en nuestra memoria la materia de una nueva expectativa. En la heladería compiten los sabores, pero también los complementos; y esta compite con la heladería de enfrente, que compite con la pastelería. La llaman variedad, desde luego, sin conceder que su costo es una guerra constante. El límite (actual) lo constituye la neuropublicidad: ir rápidamente a los centros de recompensa cerebral, utilizar colores y combinaciones de ellos fáciles de captar por el ojo humano. Toda la ciencia dirigida a conocer la percepción de frecuencias ópticas y auditivas, la psicología conductual y ambiental, busca explotar la vida, pero no desde el trabajo, sino desde la mente. Hay que controlar los flujos eléctricos neuronales.         

Pero ¿por qué hablar de guerra y no de sana competencia? ¿Por qué un casillero de la teoría de juegos debería ser condenable? ¿No nos dicen que la competencia es la fuente de todo progreso? ¿No enseñó Mandeville, el primer sacerdote del capitalismo liberal, que el bien, el óptimo funcionamiento de las cosas suscita pereza en las almas, mientras que la avaricia, el egoísmo y la mala fe, impulsan la ciencia, las artes y la industria? Lo que no se dice nunca con claridad es que dicho mundo de abundancia no tiene por fin el “progreso”, sino la guerra. Es decir, que el progreso resulta siempre un feliz e inexplicable resultado. Inexplicable porque es muy fácil encontrar ejemplos donde un mercado pujante, sin ley, acaba por consumirse a sí mismo. El mercado ideal de Mandeville, tiene por “verdad” la guerra de todos contra todos, de Hobbes. 

Asistimos, pues, a una guerra donde no existe el más fuerte, sólo triunfadores efímeros. La vida de la atención se vuelve así solitaria, pobre, desagradable, brutal y corta. En sentido estricto se trata de una guerra por el procesamiento de la información que pasa por tres momentos: a) la atención/captura, b) la memoria/almacenamiento y c) el recuerdo/recuperación. Pero el primer paso es siempre la captura de la información tal que, si se realiza bien, puede penetrar en la memoria y ser recuperada fácilmente. Los momentos se compenetran, es obvio, pero deben separarse no solamente por motivos de comprensión, sino porque se trata de dimensiones que pueden variarse, combinarse entre sí.

Cuando comenzaron las computadoras personales había una loca competencia por hacer crecer la memoria RAM: 4, 8, 16, 32, 64 megabytes. Las computadoras corrían por aumentar su memoria de trabajo con el fin de desarrollar programas más complejos y estables. Era necesario aumentar la capacidad de procesamiento para hacer frente a un volumen creciente de datos. Y era imperativo aumentar la memoria, para poder almacenar no ya la cantidad de información disponible, sino toda aquella que se generaba diariamente. Esta situación permite comprender con claridad lo que sucede con la publicidad en nuestros cerebros, siempre al borde de quedar obsoletos frente a sus propios productos (ahora indirectos, pues la información no se produce dentro de ellos). No es que los cerebros funcionen como computadoras de suyo, sino que la convivencia de aquellos con estas ha terminado por hacer de nuestro mundo mental una guerra informática permanente. No es forzado comparar la “infección” del oído por una melodía de pop pegajoso con los virus informáticos, que se replican en el sistema operativo para ocupar la totalidad de la memoria (por ejemplo, los clásicos ataques DoS, que bombardean un servidor con demandas hasta hacerlo colapsar). La memoria a corto plazo, término desarrollado por los psicólogos funcionando bajo el paradigma del procesamiento de información, opera de manera análoga a la memoria RAM: los procesos y aplicaciones, o pensamientos y cogitaciones, compiten por ella hasta saturarla debido a un volumen desproporcionado. La máquina se bloquea, la memoria se satura y produce un cuerpo agotado.

La ambición actual en los tiempos del procesamiento de información consiste en domar la bestia del caos que ésta produce, desarrollar la tecnología para volver útil los grandes volúmenes que se producen sin interrupción y aumentar la capacidad de almacenamiento en un mundo que no solamente depende de la información para funcionar, sino que produce información sobre la información (o información de “segundo orden”, para organizar otros bloques de información, como se hace con las bases de datos) y, sobre todo una duplicación (¿cuántas veces no es copiado, descargado, respaldado y vuelto a compartir un archivo de un libro?). Pero mientras que la computadora puede siempre ser “escalada”, el cerebro debe acudir a mecanismos que aumenten el procesamiento (estimulantes) y otros que enfríen el CPU humano (relajantes). Se consumen productos que permitan rendir mejor (boosters), hierbas para la memoria (como el Ginko Biloba) y conocimientos para expandir y mantener las capacidades de procesamiento (de la lectura rápida a la mnemotécnica, del cálculo rápida de sumas y restas, al uso de sudokus y sopas de letras para alejarse de la demencia senil). Da lo mismo qué se piense, mientras sea más. 

Si se termina de leer este artículo seguramente será el resultado de una lucha interna por conservar neciamente la atención en una tarea. No sé si habrá valido la pena, pero aquí, como cuando se termina de leer cualquier cosa, se habrá ganado una pequeña batalla con la estrategia paradójica de haber renunciado a ella.

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Arturo Romero Contreras

Es doctor en filosofía por la Universidad Libre de Berlín, Alemania. Actualmente es profesor-investigador de tiempo completo en la Facultad de Filosofía y Letras de la BUAP.