No eres tú, son tus células

  • Arturo Romero Contreras
La selección natural ha seleccionado aspectos que van en contra de la selección natural misma.

Hay que cuidarse de los cientólogos (fisicalistas precoces o prematuros, en realidad), que pretenden reducir la agencia y la esfera de lo que reconocemos como subjetivo, al ámbito de funciones biológicas, especialmente cerebrales. Descansan en generalizaciones ilícitas cuyas consecuencias políticas son graves. Del “hecho” de que la percepción de una orden de movimiento (p.e., que yo “mande” a mi cuerpo subir mi brazo) venga después de la orden misma (la señal eléctrica que efectivamente dispara el movimiento musculoesquelético), se concluye, por ejemplo, que somos seres determinados mecánicamente. Podría ser el caso de que seamos seres determinados. Pero aquel no es ningún argumento convincente, no solamente por la generalización injustificada de un ejemplo a todo el funcionamiento cerebral, sino porque faltan todas las etapas del proceso que nos expliquen una acción. Se asemejan a los físicos que dicen tener una teoría del todo al desarrollar su modelo estándar de la materia. Sí, su modelo puede ser muy potente pero, de hecho, es una teoría de casi nada, pues no puede tender un puente explicativo entre ese modelo y la física mecánica, no se diga ya la vida, mucho menos la conciencia y menos aún la crítica de la ideología, por ejemplo. Y las consecuencias son graves. En vez de hacer política, cuyo supuesto es una mínima libertad de los ciudadanos, habría que poner a los científicos a intervenir los cerebros de los ciudadanos para hacerlos funcionar de acuerdo a un buen plan. Se podrían abolir todas las instituciones y reemplazarse por laboratorios y centros de entrenamiento.

Sin embargo, hay que sospechar también de la alegre especie de los constructivistas que viven en los castillos del sentido. Creyentes en la potencia productiva del pensamiento y del lenguaje, afirman que no hay nada sino interpretaciones. No que todo esté interpretado, lo cual es difícil de discutir, sino que no sea nada excepto una entelequia interpretante-interpretativa. Al igual que sus opositores, concluyen muy rápido. Que cat, Katze, chat y gato no sean traducibles entre sí plenamente (por ejemplo, no tiene sentido decir, como se hace en inglés: “tal persona es un gato copiador”, a copy cat), se sigue que nada es traducible o bien, que todo es el resultado del mundo cerrado de juegos lingüísticos. Para empezar, no podríamos dar cuenta de la inconmensurabilidad si las palabras no fuesen, precisamente, comparables. La consecuencia política-social es también desastrosa: olvidarse de la ciencia, que es un discurso entre otros, como la poesía o la religión, y reducirse a intervenir las palabras y los “discursos”. Adiós a cualquier forma de materialismo político y a cualquier consideración seria de la ciencia como algo más (aunque también lo sea) que un discurso.

Lo más consecuente sería poner a jugar la concurrencia de diferentes planos o dimensiones, en este caso, biología y cultura. Pero, igualmente importante, sería suspender la creencia que hay algo así como un campo homogéneo llamado “naturaleza” y otro llamado “cultura” (en cada uno de ellos hay diferentes planos, contextos, escalas, saltos, etc.) y que habría una sola relación posible entre ellos (la negación, la oposición, la indiferencia, la identidad). Pero pongamos un ejemplo. Para los cientólogos, comemos porque el cuerpo lo dicta y nos volvemos adictos porque el cuerpo lo dicta también. Recordemos los experimentos con ratas y el consumo de azúcar, que mostraban que esta última era objetivamente la causa de la adicción. Nada qué decir sobre el recubrimiento social del uso de drogas. Nada qué decir sobre la personalidad de quien se ata a la morfina o a la coca. Desde luego, para salir del agujero de la drogadicción hay que dar un chocho y listo. El otro pondrá al pobre humano a hablar sin que interese si tiene cuerpo o cerebro, fuera de lo que el paciente diga sobre ellos. Lo cierto es que los buenos capitalistas terminan siendo los más inteligentes de la historia. Unos explican la adicción a las hamburguesas de los McRestaurantes por la biología; hablan de papilas gustativas o de adipocitos o incluso del bioma. Otros, hablan del recubrimiento ideológico de las jugosas hamburguesas hechas de carne inventada, donde no hay nada real, excepto el deseo, que siempre busca ser satisfecho, solamente para fracasar una y otra vez.

Pero hagamos un poco de historia. El zoólogo neerlandés Nikolaas Tinbergen se dedicó a estudiar la psicología animal, ese reino intermedio que no se reduce ni al mecanicismo fisicalista clásico, ni al constructivismo culturalista. Todavía en los años de Fechner y la psicofísica, que inspiró a Freud, por cierto, todavía se reflexionaba sobre el tenso campo entre lo “material” y lo “espiritual” sin reducir uno al otro, ni recurrir a “síntesis dialécticas. Volviendo a Tinbergen, recordamos que unos de sus estudios más sorprendentes fue en torno los estímulos supernormales. Desde un punto de vista biológico, especialmente bajo una visión de homeostasis, todo estímulo produce una reacción que busca reestablecer el equilibrio en el organismo. Evolutivamente, existe una relación entre estímulos y conductas que producen, que aseguran la adaptación del organismo. Pero hay estímulos puramente artificiales (que podríamos extender hasta los culturales) que producen conductas naturales, aunque con un grado de respuesta desproporcionado. Por ejemplo, si un pájaro comienza un baile de apareamiento al avistar los colores de un miembro del otro sexo, viendo un patrón de colores diseñado por un investigador, presentará un baile mucho más frenético, sin ningún valor o conexión evolutiva. El hallazgo se puede interpretar desde muchos puntos de vista. Lo que llama la atención es que algo artificial pueda producir respuestas biológicas exageradas, es decir, que no podrían haber sido generadas por ningún objeto natural.

Volvamos a las McHamburguesas. Entre la explicación evolucionista (del tipo: el cuerpo busca acumular grasas para una posible hambruna, lo que está en conexión con el sabor) y la culturalista (se come en aras de colmar un deseo imposible), el estímulo supernormal nos invita a considerar la posibilidad de que un alimento prefabricado, diseñado científicamente, pueda producir conductas que tienen asiento en nuestra constitución biológica, pero que exceden todo valor evolutivo. Este exceso es puramente biológico, si se quiere, pero, al mismo tiempo, no-biológico (en el sentido específico de no-dirigido a la homeostasis y sin valor evolutivo aparente). La biología puede ponerse en contra de sí misma, es decir, un principio, contra otro, lo útil, contra lo inútil, sin que tengamos que recurrir a la “cultura”. La naturaleza está ya “dividida” en sí misma. Todo lo que pasa por los sentidos puede ser convertido en mercancía en tanto que ofrece un placer no-natural o no-biológico (en condiciones normales), es decir, ofrece un exceso (que antes habríamos atribuido solamente a la cultura) para gozar. Ese exceso, claro, será revestido culturalmente. Pero aquí la cultura no hace sino dar lugar a un exceso que viene de “otro” sitio, que no puede ser deconstruido.

Cambiemos de escenario, pero no de tema. El biólogo Richard Dawkins causó un escándalo en el siglo XX con su concepto del “gen egoísta”. Todo gen, decía, “busca” dejar descendencia y no le interesa nada más. No hay que leer esto como si los genes “desearan” o como si fueran entes inteligentes. Ello sólo quiere decir que los organismos buscan la reproducción de sí como individuos y no como especies y lo que ello significa es la perpetuación de su código genético. Pero quien se beneficia, es la especie en su conjunto. Aquí sucede lo mismo que en la economía liberal clásica: el beneficio no lo obtiene el individuo egoísta, sino la especie humana. Cada individuo, actuando egoístamente (sólo con miras a su reproducción singular), en realidad contribuye al mantenimiento (y al bien) de la especie. La discusión fue acalorada porque parecía que Dawkins encontraba finalmente un fundamento biológico para el liberalismo capitalista contemporáneo. En realidad, no hacía sino prolongar la biología en la cultura, aunque otros dirían que solamente inyectaba un prejuicio económico en la biología. En cualquier caso, aquí no hay sino una sola ley que se prolonga

En su libro Darwin y el darwinismo, Patrick Tort avanza la tesis, contraria a Dawkins, de que el hombre produce efectos en “reversa” respecto al camino de la evolución (sin por ello oponerse a ella). Tort argumenta que el proceso de civilización no consiste en continuar la evolución por otros medios, sino en revertir algunos de sus efectos, o bien, de una torsión de la evolución misma. Así, por ejemplo, la búsqueda de la igualdad se hace en contra de la desigualdad natural. Mientras que la evolución “juzga” rápidamente y hace desaparecer a los “no aptos” (la selección natural no habla de los “más fuertes”, sino de los “más aptos”; si ciertos individuos prevalecen sobre otros por una característica que les da una ventaja, ésta sólo vale en relación con un medio ambiente cambiante que se puede transformar en una ventaja o en una desventaja), la cultura conserva la variabilidad de un modo radical (no mata, ni persigue a nadie, si quiere poseer ese nombre) y hace de ello el humus de la sociedad. Parece entonces que la selección natural en el humano ha seleccionado aspectos que van en contra de la selección natural misma. Se selecciona lo que no selecciona en condiciones normales, o en otras palabras, la selección promueve elementos que van en dirección contraria a la lógica del “gen egoísta”, produciendo así un “efecto de reversión de la evolución”. Dicho efecto produce una extraña continuidad entre lo biológico y lo social, pero una continuidad no-simple, con una “topología” muy particular. Tort ofrece como modelo de este razonamiento a la banda de Moebius (recordémoslo, es esa banda –muy utilizada en sus dibujos por M.C. Escher- que se obtiene cuando cortamos una banda normal, damos una media vuelta a uno de los extremos y volvemos a pegarlo con el otro, de tal manera que obtenemos una superficie no-orientable, donde el interior se continúa con el exterior). La torsión de la banda, dice Tort, representa “un continuo de reversión, implicando así un pasaje progresivo al reverso de la ley evolutiva inicial- la selección natural, en tanto que mecanismo en evolución sometiéndose ella misma, de esta manera, a su propia ley” (Ed. En francés, PUF 2005, pp. 56-57).

Esta idea de modelar “topológicamente” la relación entre naturaleza y cultura resulta infinitamente más sutil y compleja que las reducciones y oposiciones a las que estamos acostumbrados. Y con ello entenderemos quizá lo que pasa cuando mordemos, literalmente, como con las McHamburguesas, el anzuelo de las mercancías, que operan con la extravagante materialidad de nuestro cuerpo y la eterna insatisfacción de nuestro deseo.

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Arturo Romero Contreras

Es doctor en filosofía por la Universidad Libre de Berlín, Alemania. Actualmente es profesor-investigador de tiempo completo en la Facultad de Filosofía y Letras de la BUAP.