Por una cabellera…

  • Alejandra Fonseca
La felicidad de la reducción del tumor tuvo un eclipse total por los cada vez más numerosos mechones

Supo que tenía cáncer. De útero. El voluminoso tumor fue atendido a tiempo por los mejores especialistas. Se buscó la quimioterapia menos dañina en el mercado que, junto con tratamientos de acompañamiento alternos, alimentos lo más natural posible, --sin químicos, sin hormonas, sin pesticidas--, lograron reducir el tumor en un 90%. ¡Gran éxito para ella, su familia y el equipo de médicos que se formó para atenderla!

Con el sentimiento de haber vencido la enfermedad, ¡feliz ante el espejo!, comenzó a cepillar su cabello como cada día lo hacía, sin importar cómo se sentía. Sus ojos brillaban de alegría, sus brazos y manos se movían ágiles y revoloteaban como mariposas para que su cabello luciera lo mejor posible: largo, ondulado, sedoso, brillante… como siempre lo había tenido.

Al disfrutar cepillar su cabello, fijó su vista en los diestros movimientos que le regresaba la bella imagen en el espejo. Notó algo oscuro enredado en el elegante cepillo de cerdas naturales. La imagen se congeló, sus movimientos se detuvieron y, con miedo, bajó el cepillo ante sus ojos. ¡Eran mechones de su cabello!

Faltaban dos quimios; los doctores le advirtieron terminar el tratamiento, no podía suspenderlo; la reducción del tumor era una batalla ganada pero no la guerra, y la condición era llegar hasta el final. Recordó las palabras de su médico: “El cáncer no tiene palabra de honor”.

Mientras escuchaba el avispero de voces en su mente, contaba uno a uno, cada cabello que desenredaba de las cerdas del cepillo y los ponía con todo cuidado sobre el tocador, uno tras otro, como si de finísimas medias de seda se tratara. Perdió la cuenta al distraerse con la imagen que le regresó el espejo: lágrimas rodaba por sus mejillas.

“¡No, mi cabello no!” aulló ahogadamente. Su frondosa y sedosa melena era su fetiche; mujer sumamente guapa, quienes la conocían la identificaban por su hermoso y bien cuidado cabello; no había persona que la viera y no se detuviera a decirle que tenía un cabello espectacular. Su marido, muy enamorado de ella y embelesado con su magia, la miraba y le acariciaba el cabello en silencio.

La felicidad de la reducción del tumor tuvo un eclipse total por los cada vez más numerosos mechones que, con dolorosa parsimonia, desenredaba del cepillo y acomodaba sobre el tocador. En un instante, poseída, fue otra: secó sus lágrimas, echó con delicadeza su cabellera tras sus hombros; se levantó frente al espejo; se miró con altivez y se dijo en voz alta: “¡No más quimios!”.

Salió de su cuarto y anunció que no habría ni una quimio más. Los médicos la conminaron a reconsiderar, la enfermedad podría regresar más agresiva; su marido e hijos trataron de convencerla, termina el tratamiento por el inmenso amor que te tenemos. Nadie pudo con ella: decidió viajar con su marido hasta llegar el momento.

Llegó la metástasis; la esperaban con temor y dolor. Una buena amiga me contó: “Creo que al final se dio cuenta que la regó; pero murió como quiso: bellísima dentro de un ataúd.”

alefonse@hotmail.com

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Alejandra Fonseca
Psicóloga, filósofa y luchadora social, egresada de la UDLAP y BUAP. Colaboradora en varias administraciones en el ayuntamiento de Puebla en causas sociales. Autora del espacio Entre panes