Whattsapp es una mosca

  • Arturo Romero Contreras
Las redes sociales son como una molesta mosca que implacablemente interrumpe lo que hacemos.

Me siento a leer. Llega un mensaje. Es del trabajo. Debo hacer una llamada. No contestan. Escribo un correo. Vuelvo a coger el libro. Me llaman por teléfono. Es la familia. Y la familia es importante. Es el cumpleaños de la tía Felicitas. Tiene 90 años. ¿Qué son cinco minutos? Un mensaje: “¿vas el viernes a la fiesta?” No sé, debo preguntarle a mi esposa si ella puede. La llamo. No me contesta. Le escribiré un mensaje. Tomo el libro de nuevo. Me llega el mensaje de mi esposa y me pregunta: “¿va a ir el Jeison?”. “No sé”, respondo, “déjame le escribo”. El Jeison me responde inmediatamente, pero me reclama que por qué nunca le escribo, me pregunta cómo estoy. Me llega un mensaje de una alumna: “¿cuándo lo puedo ver, profe?”. La ventaja del celular es que se pueden hacer varias cosas al mismo tiempo. Le respondo: “déjame ver mi calendario”. Abro mi agenda, busco un día y una hora y noto que había olvidado mandar un oficio. Llega otro mensaje. Es de un colega: ¿cuándo es la próxima junta de profesores? “Espérame”, le contesto. Ya tengo abierto el calendario, no me cuesta nada buscar esa fecha. “¿Sigues ahí?”, dice el Jeison. “Sí, espérame”. Llega otro mensaje de mi esposa: “¿Va el Jeison o no?”. Suena el celular. Es una notificación: “Cita médica: 17hrs”. Tengo que juntar los papeles. Sí. No. No sé. Tengo que juntar los años de la tía Felicitas para que se los mande al Jeison, que verá a mi alumna la próxima semana a las 17 hrs después de la junta médica con mi esposa. Eso es. Lo anoto en mi cabeza. Vuelvo a sacar el libro. No entiendo nada. Me duele la cabeza. Me estoy enfermando. Creo que debo descansar. Sí, un rato de Youtube no me hará mal. Empiezo a ver un video. Inmediatamente es interrumpido por un anuncio. Y luego otro. En fin, así es esto. “Mira”, me digo, esta sugerencia no está mal. Ni esta. Ni esta. Supongo que da lo mismo la que elija. Teléfono. “Hola, muy buenas noches, ¿tengo el gusto con…”. Cuelgo. No tienen vergüenza. Todos los días es lo mismo: tarjetas, préstamos, adelantar quincena. “Carajo, no firmé la nómina”. Va a ser un lío arreglarlo. “Pero ¿qué estoy haciendo aquí, viendo youtube, cuando el mundo arde?” Mejor las noticias. Las leeré en el celular. Es más cómodo. Una noticia brevísima tiene por lo menos diez vínculos en el texto, que conducen a otras noticias y al final, se me sugieren otras 20 relacionadas. Whatsapp: mensaje del Jeison: “¿ya te olvidaste de mí?”. Notificación de mis suscripciones de Youtube: “cómo planificar tu vida” ha subido un nuevo video. “Ni siquiera he terminado el primer video”. Lo pongo en la lista de “ver más tarde”, donde acumulo todos los deseos postergados que salen de mi pulsión voyeurista. “Qué maravilla es tener espacio virtual”, me digo “ahí puedo almacenar todo lo que podré ver cuando tenga tiempo”. Es como mi biblioteca, llena de libros por leer; es también como mi disco duro, lleno de artículos fantásticos que he coleccionado masivamente durante los últimos años y que leeré con mucha atención ahora que tenga tiempo. Tururú, tururú, tururú. Otros mensajes: “su fecha de corte está cerca”, “¡abrígate porque viene un frente frío”, “el número blah, blah marcó sin dejar mensaje”, “profe, ¿sí nos vemos o no para lo de la tesis?”, “un colega suyo acaba de subir un artículo”, “aproveche los descuentos de buen fin”. Apago el celular, cierro el libro. Me duermo.           

Las redes sociales no son enajenantes. No constituyen un universo en el cual nos extraviemos. No forman ningún territorio en el cual podamos vagar ilimitadamente. Las redes sociales son como una molesta mosca que implacablemente interrumpe lo que hacemos. Su modo de operación es la interrupción. Lo que el homo-zapping anunciaba -ese personaje que se tumba frente al televisor para brincar anodinamente de canal en canal con su control remoto, sin encontrar nada que capture verdaderamente su interés- consuma hoy en las redes sociales. Se salta de una imagen a un mensaje, a un correo, a un video, a un meme. Lo que cuenta es, precisamente, poder huir rápidamente de cada instante. Su prolongación sería demasiado dolorosa. El mundo se ha vuelto tan penoso, que solamente podemos soportarlo huyendo de él cada instante. No es que tengamos mucho que hacer. O sí, muchas, demasiadas cosas inútiles que hacer, trabajo inventado, burocracia ficticia, pero nada significativo. Bullshit work. La producción frenética no se traduce en abundancia. La abundancia de opciones en el mercado y en el supermercado de la comida, del entretenimiento, de contactos de Facebook, de juegos, etc. es solamente un conjunto de opciones para distraernos. Pero ¿de qué? De eso mismo. Da la distracción. Cada cosa nos atrae para separarnos de otra, es decir, nos atrae para distraernos; pero como esa cosa no es capaz de sostener nuestro interés y nuestro deseo de manera duradera, buscamos otra cosa que nos vuelva a distraer. No vamos de cosa en cosa, sino de distracción en distracción y el mercado es el paraíso de producto para ello.  

Pero esto no son las redes sociales solamente. Es nuestra época. Siempre vamos tarde: a la siguiente cita, a pagar, al encuentro con un amigo. Pero también: siempre tenemos prisa por dejar de estar en donde estamos. La presencia es demasiado pesada como para que la podamos soportar. El síntoma de nuestra época se llama síndrome de déficit de atención. No es que no podamos concentrarnos en alguna actividad, es que no tenemos las fuerzas para soportarlas. Estamos demasiado cansados para ello: síndrome del burn-out, condición de agotamiento generalizado que nos lleva o a la depresión, o a la postergación. Por eso la primera mercancía de nuestra época son los modificadores de los estados mentales. Ahí lo tienen: antidepresivos y estimulantes, para seguirle el paso a la taquicardia de la época.

Con esta producción frenética, con la suspensión de vacaciones, con la prolongación de la oficina a la casa, con los premios a la productividad, ¿qué hemos logrado? Aceptémoslo, el trabajo es nuestra droga en la medida en que éste se convierte, como las redes sociales, en una interminable cadena de actividades, pero en las cuales podemos saltar de una cosa a otra. Nunca acabamos, nunca llegamos. Y al final, producimos como nunca, pero nada es realmente un producto; todo es work in progress, experimento, promesa ... postergación y deuda. Por ello, las redes sociales son el ícono de nuestra vida contemporánea. Estamos simultáneamente viendo un video, participando en una conversación escrita, leyendo noticias en Facebook, enterándonos de los chismes de la familia en algún grupo de WhatsApp. No tenemos prisa por llegar, ni por acabar, sino por irnos. Salir al siguiente encuentro, leer un nuevo comentario, esperar el próximo meme, vorazmente. Ningún momento posee ya espesor y no tiene otra función que servir de mediador evanescente para el próximo momento, es un puro tránsito sin ser, una mosca volando de plato en plato.

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Arturo Romero Contreras

Es doctor en filosofía por la Universidad Libre de Berlín, Alemania. Actualmente es profesor-investigador de tiempo completo en la Facultad de Filosofía y Letras de la BUAP.