“Golpe de estado”: jugar con fuego

  • Juan Luis Hernández Avendaño
Desde que militares entregaron el poder presidencial a civiles se observa una relación institucional

Hay dos acontecimientos en la historia política de México que terminaron convirtiéndose en anomalías políticas: la reelección presidencial y el golpe de estado. Ambos sucesos, acaecidos en el primer tercio del siglo XX, escenifican hasta dónde se pueden romper ciertas fronteras o límites en la lucha por el poder, pero sobre todo, ejemplifican que no todo se vale en política, no sin consecuencias, no sin corolarios funestos. El golpe de estado a Madero por parte de Victoriano Huerta, y el asesinato del presidente electo Álvaro Obregón, reelecto no consecutivamente, quedaron para siempre como aprendizajes para nuestra convivencia política. Con todo y nuestras taras históricas y culturales, los mexicanos, independientemente de nuestras filias o fobias políticas, rechazamos enfáticamente la reelección presidencial y el golpe de estado.

El presidente López Obrador escribió hace unos días en redes sociales: “...La transformación que encabezo cuenta con el respaldo de una mayoría libre y consciente, justa y amante de la legalidad y de la paz, que no permitiría otro golpe de Estado. Aquí no hay la más mínima oportunidad para los Huertas, los Francos, los Hitler o los Pinochet”.

Traer a la intensa y abigarrada coyuntura política el fantasma del golpe de estado sólo podría obedecer a tres escenarios.

El primer escenario es que el Presidente y su equipo tuvieran información de que en algún sector social, político o militar se cocina un golpe de estado. Si fuera así, tendría que procederse conforme a la ley, recabar las evidencias incontrovertibles del caso y ponerlas del conocimiento de un juez. Un suceso de esta naturaleza no sería acompañado por amplios sectores sociales, todo lo contrario, será repelido enfáticamente. La investigación y posterior proceso judicial, con la Constitución en la mano, serían la mejor manera de atajar el hipotético rompimiento institucional. Este escenario parece ser el más alejado de la realidad fáctica del momento.

El segundo escenario es que el Presidente haya decidido agregar en su repertorio narrativo para explicar y nombrar los sucesos del presente el término “golpe de estado”, y con ello dibujar el paquete completo de sus opositores. Siguiendo este hilo conductor, los conservadores, esa bolsa sociopolítica en la que estarían todos los críticos y adversarios del presidente, no estarían nada contentos con el curso de los acontecimientos que marca la 4T, desesperados por haber perdido el poder político y el poder económico, conspirarían para que López Obrador se fuera. El Presidente se sabe criticado en exceso y observa el movimiento opositor a su gobierno. Pero ha creído necesitar en su narrativa el componente “golpe de estado” para ampliar el catálogo de obsenidades de las que serían capaces sus adversarios por derrotar su esfuerzo transformador.

En ese segundo escenario, el concepto de “golpe de estado” sería útil por razones narrativas. Le ayuda al presidente en su golpeteo cotidiano a marcar con mayor claridad a unos y otros. En un plano simbólico, el presidente se coloca en el lugar correcto de la historia y coloca a sus opositores en aquél lugar ya sentenciado por la historia no sólo como equivocado, sino como ruin y miserable. En este plano simbólico, López Obrador utiliza irresponsablemente el término “golpe de estado” para hacer política. Como él mismo dijo de las palabras del general Gaytan: son imprudentes.

El tercer escenario es la inquietud y molestia de un sector de las fuerzas armadas, no sólo ante el papel que el tercer gobierno consecutivo le ha asignado para garantizar seguridad pública, sino particularmente, por las consecuencias nada deseadas del operativo fallido en Culiacán, endosado enteramente a un fracaso del ejército. Las versiones publicadas de altos mandos del ejército que están en contra de la actual estrategia gubernamental contra los cárteles y su violencia, habría confrontado, como nunca antes, públicamente, al Presidente con el ejército. En este escenario, López Obrador manda una señal a los inconformes militares y se adelanta nombrando el fantasma histórico como advertencia.

Desde que los militares entregaron el poder presidencial a los civiles en 1946 se ha observado una relación institucional e institucionalizada de las fuerzas armadas con la lucha política en México. Han sido garantes de la constitución y no se ha observado que aniden en su interior fuerzas golpistas. Este escenario parece ser también el más alejado de la realidad fáctica.

En suma, el presidente ha decidido jugar con fuego, con un fantasma de la historia que hizo mucho daño y que no debiera ser utilizado en la brega política del momento. Usarlo hoy como escudo político advierte que en la casa presidencial se agotan los recursos narrativos.

*Politólogo, Director del Departamento de Ciencias Sociales de la Ibero Puebla.

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Juan Luis Hernández Avendaño

Politólogo, director general del Medio Universitario de la Universidad Iberoamericana Puebla y profesor-investigador de Ciencias Políticas por la misma institución.