¿De qué se puede ser culpable frente a la humanidad?

  • Arturo Romero Contreras
El proceso más famoso fue aquel dirigido contra Eichmann

Los juicios de Nüremberg son los procesos legales que se dirigieron contra los nazis después del final de la Segunda Guerra Mundial. El proceso más famoso fue aquel dirigido contra Eichmann, el encargado del exterminio sistemático de los judíos. Sobre éste escribió Hannah Arendt su famoso libro Eichmann en Jerusalén. La tesis del libro más conocida es aquella sobre a banalidad del mal, según la cual éste, el mal, no proviene de un alma podrida y maligna, sino de razones triviales y normalizadas en un régimen que logró sofocar toda capacidad de juicio y discernimiento. Eichmann no mostraba rasgos de una personalidad psicótica. Por el contrario, era un buen padre de familia, una persona atenta y, sobre todo, un buen funcionario que “hacía su trabajo” y “obedecía órdenes”.

Todo esto corresponde a las explicaciones de Arendt, sobre las cuales se puede hablar mucho. Pero la parte más estremecedora del libro es la final, donde ella lanza su propio juicio, entrecomillado, como si hablara la humanidad. Está dirigido a Eichmann y parece también una suerte de coro griego que pronuncia sus palabras finales sobre la totalidad de la tragedia. Éstas rezan: ““Y así como apoyó y ejecutó una política de no querer compartir la tierra con el pueblo judío, ni los pueblos de otras tantas naciones-como si usted y sus superiores tuvieran el derecho de determinar quién debería y quién no debería habitar el mundo - encontramos que nadie, es decir, no se puede esperar que ningún miembro de la raza humana quiera compartir la raza con usted. Esta es la razón, y la única, por la cual debe ser colgado””.

La palabra sagrada de Arendt es ésta: “share”, compartir. El crimen de todos los crímenes consiste en creer que habitar la tierra es una empresa personal o de un grupo, incluso de una especie. El enemigo del a humanidad es el que no comparte, el que clama que la tierra es suya y que castiga a quien la pisa sin su consentimiento. Arendt no era comunista. Y sin embargo, sus palabras manan de un “comunismo metafísico”. Si el crimen de todos los crímenes consiste en no querer compartir el mundo con los otros, quiere decir que lo más sagrado es la comunidad. ¿Se trata entonces de un pecado o de un delito? Se trata del límite entre ambos, porque el delito está en la esfera de las ofensas entre los seres humanos, mientras que el pecado atenta contra lo sagrado. No hay, en verdad nada sagrado fuera de esta relación con los otros. Pero esta relación sagrada no puede ser juzgada sino por nosotros, con la ley, por la cual debemos invocar ya no un Estado, sino a la humanidad entera. Es así que caracterizamos un crimen contra la humanidad. Y éstos nos prescriben porque no pueden ser justificados por ninguna circunstancia, por ningún contexto. Tienen un elemento absoluto, sin el cual no hay idea de humanidad. Los que denuncian, con una ceguera ominosa, el derecho internacional como mero instrumento de las naciones dominantes, no pueden ver que la existencia de un derecho universal constituye el único medio de defensa, por lo menos en principio, contra las naciones y los Estados. El derecho internacional no puede ser sino ejecutado (enforced) por naciones particulares, con sus intereses políticos. Pero la idea misma está por encima de las naciones y puede ser invocada por individuos, pueblos, grupos, sin mediación estatal. Quien denosta el derecho internacional y los derechos humanos denosta a la humanidad misma que no tiene otra existencia que el nombre que resguarda su posibilidad. La humanidad no es “real”, no es una categoría objetiva. Es una idea, pero que en el derecho cobra un reconocimiento recíproco que puede ser invocado por cualquiera. Que esto no tenga los efectos materiales deseados (la fuerza será siempre de los poderosos), que pueda ser abusado, usado de manera facciosa, etc., no le quita nada al derecho, sino que, al contrario, denuncia hasta qué punto las naciones quedan siempre por debajo de las exigencias humanas. Ese derecho es, al menos, el recordatorio de lo que debe y no debe ser un Estado.

Entonces ¿cuál es el fundamento que permite definir un crimen de lesa humanidad? Hannah Arendt lo enuncia con toda claridad: negarse a compartir la tierra. Visto de cerca, este delito límite surge de la apropiación, que hace imposible o asimétrico el habitar la tierra. ¿Y dónde comienza este crimen? En el modo imperante de propiedad privada que hoy rige, naturalmente. Pero cómo, ¿es que estamos reviviendo rancias ideas comunistas? No. Se trata de ideas mucho más viejas y mucho más actuales y que están presentes en nada más y nada menos que los liberales, como Hannah Arendt. ¿Con qué derecho nos apropiamos de la tierra que decimos nuestra? Por la fuerza, sí, pero: ¿con qué derecho? Con el derecho nacional, sí, siendo juez y parte. Pero, ¿con qué legitimidad entonces? Ya lo sabemos, el derecho no surge de un derecho natural primitivo, surge de la fuerza. Pero cuando volvemos sobre ese primer derecho ilegítimo, cuando ya contamos con el derecho, cuando éste vuelve sobre sí a cuestionar sus fuentes, ya no se trata de una pregunta por el origen, sino por la justificación a la luz de los acontecimientos, del aquí y del ahora.

Así entonces, ¿con qué derecho? Todo comienza pronto, muy pronto, con la apropiación de la superficie terrestre. Este terreno es mío. Luego, esta ciudad. Luego, esta nación, este imperio. Claro que cada nivel tiene su lógica, sus modos de legitimidad, sus modos de instrumentación, de adjudicación, de propiedad. Pero ya la propiedad privada de la tierra comienza con ese doble sentido: lo privado significa privar a alguien de algo. Privativo, privatizar: se trata de cerrar el acceso a otros. Sí, también al Estado, con lo cual surge una limitación que hace posible una sociedad. Y sí, la sociedad reclama también distancia, unos respecto a otros. Para empezar, mi cuerpo, que puedo llamar propio, no porque yo mande sobre él, sino porque nadie más puede intentar hacerlo, excepto yo. Pero también: nadie puede imponer de manera vertical qué significa compartir algo, ni sus cómos. No se trata aquí de un abstracto poner todo a disposición de todos, lo que en términos prácticos significa nada para nadie. Simplemente recordemos que no es para nada evidente qué deba significar la propiedad Estatal frente a la propiedad privada o frente a la propiedad comunal o frente a lo que se han llamado los comunes (commons, e inglés). Pero lo que sí es patente es que lo común no es común sin más, sino que debe entrar por la regulación y el acuerdo. Por eso preguntamos, ¿con qué derecho? ¿Hasta dónde tengo potestad como individuo? ¿Sobre qué cosas? ¿Qué propiedad me poder ser revocada y expropiada? Es asunto de límites y umbrales, asunto de acuerdos y de procedimientos. Pero no del apropiarse. He aquí todo el asunto. Lo que debe ser regulado no es la propiedad privada, sino el compartir el mundo. La pregunta no debe ser: ¿qué es lo mío? Sino, ¿qué debe ser compartido y cómo?

Durante la segunda mitad del siglo XX muchos filósofos se hicieron la pregunta, después de la caída del comunismo: ¿qué significa la comunidad? O también ¿qué significa lo común? Era claro que la “solución” materialista de cuño marxistoleninistaestalinianoydemás no constituyó en absoluto el triunfo de la comunidad. Por el contrario, pareció su destrucción más acabada. La comunidad es llevada a la ruina cuando se le pretende consumar. El término “reino de Dios en la tierra” constituye la más grande afrenta contra lo común, porque entonces se le fuerza a entrar en los criterios, si no de la raza y la sangre, como en el fascismo, sí en la maquinaria productiva al servicio del Estado. Resultaba fácil decir: fascismo y comunismo son dos formas de liquidar lo común. En ambo casos la comunidad pierde su carácter ontológico de ser pura posibilidad, exposición recíproca de unos frente a otros sin ningún contenido, sin ningún predicado. Solamente expuestos, sin ningún cuerpo común, ni contrato colectivo. Pero este mundo sin Estado y sin más contacto que el azar, ¿no es el sueño por excelencia del libremercadista? ¿No pide él un mundo sin instituciones positivas, el puro encuentro azaroso en espacio abierto del mercado? Un mercado ideal, claro, sin fricción, sin energía, sin trabajo, una comunidad liberal sin pagar ningún precio.

Desde el comienzo del siglo, con las guerras mundiales y el holocausto, hemos pensado. Hemos pensado mucho. Nos preguntamos si el exilio y la errancia eran los modos menos violentos de habitar la tierra. Es posible, pero sólo de manera muy abstracta. Porque cuando se camina por la tierra, uno se encuentra no solamente con otros pueblos, sino con el hecho de que ellos tienen territorio, que ellos deciden quién entra y quién sale, quien puede ser enterrado y quién debe ser desterrado. María Zambrano recuerda en su texto sobre Antígona que la ciudad se tensa sobre dos actos límite: el derecho a enterrar y el derecho a desterrar. Antígona desea enterrar a su hermano como un acto de piedad familiar, por fuera del Estado. Se trata de la ley de los dioses y del suelo, anteriores a la ciudad. Pero, no lo olvidemos, Antígona quiere enterrar a su hermano dentro de la ciudad. Los dioses tienen territorio. Al mismo tiempo, su hermano, que ha atacado la ciudad para quedarse con el gobierno, ha sido desterrado en muerte, no podrá descansar en ella. No es tan simple oponer a Antígona contra Creonte. Los dioses antiguos habitan debajo de la ciudad, no en cualquier otro sitio. Y Creonte sabe que el castigo civil se prolonga sobre un castigo mítico. Las ciudades viven de sus muertos: los que la forjaron, los que pueblan sus cementerios y mausoleos y museos; y de sus habitantes: los que araron, los que llegaron, los que se fueron, los que se expulsaron. Paul Laurent Assoun, en un libro fantástico llamado Matar al muerto (Tuer le mort) nos relata la historia de los revolucionarios franceses en los días posteriores al triunfo contra la monarquía. Primero, se había decapitado a Luis XVI y a María Antonieta. Era necesario, ellos encarnaban, según su propio discurso, al Estado mismo. Qué cosa más natural que decapitar al ancien régimen. Pero eso no bastaba, porque no son los vivos los que gobiernan solos. Son también los símbolos. Fueron entonces por toda París destruyendo los emblemas de la monarquía que adornaban los dinteles de casas y puertas. Ningún símbolo debía quedar en pie. Fue entonces cuando vieron que también las estatuas de la monarquía debían ser decapitadas. Cayeron las cabezas de alabastro y de hierro. Pero no era suficiente. ¿Qué podía satisfacer el resentimiento centenario, resarcir la hambruna y sobre todo, apagar la sed la venganza por siglos de servidumbre? Había que ir a Saint Denis, el lugar sagrado de la monarquía donde moraban todos sus muertos. Er ahí donde las diferentes casas habían enterrado a reyes, reinas, infantes, príncipes y princesas. Fueron entonces con picos para romper las lápidas y exhumar los cuerpos. Era momento de la verdadera decapitación, de la verdadera muerte del régimen: matar al muerto, a los muertos, a todos. Ahí debería finalmente detenerse la furia revolucionaria. Pero no fue así, porque los muertos no están en sus lápidas. Tampoco en sus huesos. Se llevan a cuestas. Nosotros somos la tierra que los aloja, el cementerio de la historia. Mientras la joven república luchaba en su suelo la batalla por los muertos, dirigía sus cañones en las fronteras contra las viejas monarquías europeas. Enterraba a nuevos muertos, recibía aliados y rechazaba enemigos de sus fronteras. Quién entra, quién sale, cómo. Eso decide, hasta hoy la vida de los Estados. Éstos deciden a quién se le concede asilo y a quién se le niega, quién es legal o ilegal, quién necesita visa, en quién se confía. Incluso los tratados de comercio regulan qué cosas entran y salen y su precio (aranceles, exenciones).       

La lección parece clara. La destrucción que no entiende de símbolos toma las cosas por la cosa misma. Y por eso, toma la comunidad, siempre abierta, posible, conflictiva, por un modelo de comunidad, con leyes y, en el peor de los casos, con reglas sobre la pertenencia, como la sangre o la lengua. Pero no podemos pasar por alto que cuando no se trata de sangre, lengua y patria, se trata de propiedad privada. Se otorga derecho de tránsito y visa a quien tiene asegurado un patrimonio. Decidimos entonces entre el sacrificio a dos bestias: el Leviatán o Estado y el Behemot o mercado. En el primer caso, una propiedad colectiva se aboga el derecho de decidir qué territorio le pertenece y quién puede ser enterrado o expulsado. En el segundo, el propietario posee cosas y tierras y obliga a los demás a pagarle los derechos por habitar la tierra: renta, plusvalor, impuesto. Es así que la comunidad siempre abierta, anterior al Estado o exterior a él, esa comunidad originaria e indeterminada, sin obra y sin atributos, comunidad de la memoria, de la justicia, de todo lo puro y santo que existe sin tener que volverse ni Estado, ni ley, es una fuerza que retrocede ante el mundo. Pues el mundo está lleno de Estados, de límites, de recursos, de caminos, es decir, de elementos económicos y políticos, que no pueden reducirse al mero cálculo. Es verdad que la política no puede consistir en volver real y efectivo lo político. Es decir, que la política no se trata de cumplir utopías, ni realizar planes sobre la justicia objetiva, de hacer obras que traigan el cielo a la tierra. Esa imagen pretende solapar el hecho de que toda comunidad positiva o real es intrínsecamente conflictiva, plural, irreductible. Pero cuando se piensa que lo plural e irreductible es una naturaleza santa, mientras que todo lo real, por ser finito, determinado y por exigir elecciones y demarcaciones, debe ser sucio y lugar de una caída.

La pregunta política con la que comienza nuestra época es la siguiente: ¿cómo se tocan la justicia -siempre por venir e inalcanzable- y la política -siempre mundana, siempre estratégica? No vale separarlas, porque entonces la primera no tiene consecuencias y la segunda se constituye en un eterno purgatorio. No vale derivar la ética de la política, porque entonces se pierde lo incondicional de la comunidad. Pero no se puede derivar la política de la ética, porque aquella no puede detenerse en consideraciones irrealizables. ¿Cómo se tocan? Porque se tocan. Si no, la política sería siempre sucia y burda administración de un mundo condenado a su constante fracaso. Pero no todo Estado es igual. No toda elección da lo mismo. Los Martin Luther King no podrían haber surgido en cualquier momento, en cualquier lugar. Hay sitios y sitios. Regímenes y regímenes. Nunca sobrevendrá el perfecto, pero siempre hay un peor. Si no se tocaran, la ética sería algo peor que una quimera, consistiría en una pedante altura donde todo se juzga mal e insuficiente, pero al mismo tiempo se declara que el mundo es así, que no puede ser otra cosa, que la ética se salva si no actúa, si mantiene una distancia sobre el mundo. Pregunta de preguntas, ¿cómo tocar sin reducir la distancia? ¿Cómo tocar sin fusionar? Pues bueno, he ahí la definición misma de tacto y que debe comenzar por mostrarnos qué significa que dos mundos tan distintos se encuentren sin encontrarse.

Por ello tiene razón Hannah Arendt. El crimen de todos los crímenes es privar a otros del compartir el mundo con uno mismo, con nosotros (sea quien sea que se reconozca en este plural). Pero el mundo es su aire, sus recursos, sus caminos, su agua, otras personas, tanto como su territorio y su tiempo. Privar a los otros de tiempo, de espacio, de palabra, de vida significa, precisamente, no compartir el mundo con ellos. No se puede decir yo comparto, pero a un precio, cuando el otro no tiene nada que pagar. Porque ¿con qué derecho? Un derecho que sobrepasa los Estados, pero que no produce un súper-Estado, que está arriba, pero también, por su fragilidad, debajo de ellos. Es potente porque impugna el derecho desde el derecho, no desde una alteridad religiosa, abierta solamente a quienes sienten alguna interpelación divina. Pero ¿y el resto?  Compartir el mundo es abrir la puerta al menesteroso. Y hacer leyes para que eso sea posible a gran escala. O permaneceremos en el pantanoso mundo de la caridad. Leyes de hospitalidad, como quiere Derrida, que no suplanten la justicia, pero que sean leyes, siguiendo la historia de la tipificación de los crímenes de lesa humanidad. Sí, a justicia como idea cuestiona todo Estado, pero también lo interpela y lo convoca. El Estado no tiene por tarea ejecutar la justicia última, pero no puede cometer injusticia. Hay que pensar la justicia como lo otro del Estado y también otro Estado a la escucha del llamado de la justicia. No somos almas, pululando en una tierra sin fricción, sino cuerpos menesterosos y mentes frágiles que requieren del compromiso explícito (los contratos, los acuerdos, las leyes) y de la organización (planear, distribuir, representar) del mundo. Todo el tiempo, por la justicia, más allá del derecho, todo con derecho, por la justicia.

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Arturo Romero Contreras

Es doctor en filosofía por la Universidad Libre de Berlín, Alemania. Actualmente es profesor-investigador de tiempo completo en la Facultad de Filosofía y Letras de la BUAP.