Aquí yace un soñador

  • Fidencio Aguilar Víquez
Creo que en realidad era un hombre emotivo.

A don Manuel Díaz Cid,

In Memoriam

Fidencio Aguilar Víquez

 

«Aquí yace un soñador», es el epitafio que -de acuerdo con el video de Mariano Muñoz https://www.youtube.com/watch?v=sPpVe2aKkLs – Manuel Antonio Díaz Cid habría elegido para sí mismo; «porque eso es lo que he sido toda mi vida», completó con la mirada convencida este hombre tan especial y tan querido por muchos, ora como maestro, ora como autoridad intelectual y moral.

En el video de La jungla de Mariano, don Manuel, como le decíamos con cariño y afecto, muestra dos momentos de gran emoción que le llevan a que la voz se le quebrara y se le inundaran los ojos de lágrimas: uno cuando habla de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla (BUAP), de cuando lo habían invitado a su alma mater para dar conferencias y recibir algunos reconocimientos. Sin duda, esa actitud habla del cariño que sentía por su universidad. Aunque yo personalmente estoy convencido de que la BUAP -como no lo hizo en su vida- nunca lo reconocerá como un hijo destacado.

El segundo momento de gran emoción fue cuando, luego de que hablara de su hermano Héctor, hablaba de lo complejo que era reconocer que las ideas que antes defendía, posteriormente, en la actualidad, ya no tuvieran validez. Esta otra actitud manifiesta, también, a mi modo de ver, el dolor no sólo de la invalidez de lo que fueron convicciones, sino de que con éstas haya podido afectar el camino y la vocación de alguien o de muchos. Desde luego, esto habla y denota la seriedad con que se tomaba estas sus convicciones y sus reflexiones. Hasta aquí el comentario a este video que vale la pena ver. No sé si fue la última lección -y vaya que lo fue-, yo creo que hubo otras más antes de su muerte y, todavía más, quizá después de su muerte.

A un año de su muerte, ¿qué nos deja don Manuel? ¿Cuál es su herencia fundamental? ¿Cómo podemos recibirla y proyectarla? Creo que su persona (él mismo), su trato amable, su atención y, cuando se le pedía, su mejor consejo, es lo que ha marcado a los cientos de personas que fueron sus alumnos, sus amigos, sus conocidos. Su herencia es, en tal sentido, su donación de sí mismo, su don de sí. Eso es lo que nos ha marcado a quienes le hemos conocido, visto y tratado: su apertura al otro. Quizá esto es lo que lo llevó a reconocer en esa misma tesitura a sus antiguos rivales, reconocerlos como semejantes, con los mismos derechos que él, con el reconocimiento de que también tenían razón.

Hay una obra intelectual, por supuesto, se la ve en sus diversas publicaciones y en todo ese material que significó su larga tradición de hacer análisis político. En este rubro tenía una gran cualidad que lo hacía sobresalir incluso por sobre politólogos profesionales y con posgrados: su capacidad de entender el lenguaje de los actores políticos. De tal manera que al leer en los periódicos y revistas sus declaraciones, don Manuel era capaz de comprender lo que estaban anunciando realmente y lo que iban a realizar, en especial respecto a los presidentes de la república. Algo más tenían sus análisis, el conocimiento del contexto histórico, que los hacía ricos en prospectivas y en líneas subyacentes de los meros datos cuantitativos. Al igual que Giovanni Sartori, por ejemplo, era consciente que la comprensión del lenguaje y la semántica eran indispensables para entender los momentos políticos y, sobre todo, para hacer ciencia política. Tocará a sus discípulos rescatar y desarrollar esta metodología para seguir leyendo los enclaves de lo que ocurre en el globo, en el país y en la región.

En el ámbito de la filosofía su acercamiento a la vida y obra de san Agustín había ido madurando desde su temprana juventud; hacia los doce años, alguna vez recordó, leyó una biografía del santo de Hipona que le orilló al mar del conocimiento de sí mismo. Es curioso, varias veces nos confesó a varios de sus cercanos y amigos que lo que había deseado estudiar siempre fue psicología: «Pero como no existía la carrera en esos tiempos (los años 50), me incliné por los números». Era un conocedor de los temas del alma y de los temperamentos, quizá por ello sus alumnos (tanto de bachillerato como de la universidad) descubrieron con sus clases no sólo al maestro sino a la verdad sobre sí mismos. La última vez que participó públicamente en un homenaje a san Agustín fue en el 2017 donde habló del itinerario espiritual e intelectual del hiponense.

Michele Federico Sciacca fue otro de sus filósofos preferidos; prácticamente contaba con toda la bibliografía traducida al español del pensador italiano. De manera similar a la de san Agustín, Sciacca tenía una obra de búsqueda e inquietud interior: Mi itinerario a Cristo. Desde luego, tenía otras muchas obras, pero ésta en especial le atrajo para, él mismo, ponerse en ese camino. Y otro texto que, según confesaba, le abrió horizonte fue el de La Iglesia en los tiempos modernos, donde re-descubrió el sentido de pertenencia a la comunidad eclesial y desde entonces, cobró fuerza su preocupación y ocupación sobre temas de Iglesia. Una vez, cuando trabajábamos juntos, llegó a mi cubículo y puso dos tomos gruesos, nuevos, en mi escritorio. Yo creí que me los estaba mostrando como muchos otros libros que compartía. Eran los dos tomos de La filosofía hoy, de Sciacca, publicados por la editorial Luis Miracle de Barcelona. Los tomé, los hojeé y los ojeé; al cabo de un rato, se los extendí en la mano, haciendo el gesto de devolución. «Son para ti», me dijo. «Ah, muchas gracias, don Manuel», logré balbucear.

Pero el filósofo que le abrió camino y le tocó en lo más hondo fue José Corts Grau, a quien se refería como «mi maestro». Nunca dejaba de aludir en su currículum que había sido discípulo del rector de la Universidad de Valencia. Un librito de Corts Grau, intitulado El hombre en vilo, le había colocado en disposición de conocer los temas antropológicos. Su sensibilidad sobre los temas de la interioridad, de nueva cuenta, volvieron a manifestarse y a enriquecer su perspectiva.

He aludido a dos o tres libros para narrar gestos de interés y acercamiento tanto a los temas de su interés intelectual como a las personas que acudían a él, por las que realmente se interesaba. Ningún alumno o estudiante suyo se iba con las manos vacías. Tenía cientos, no, miles de libros que conocía y trataba muy bien. Su casa era una biblioteca viva donde los muros estaban cubiertos de libros de todo tipo. Pero su trato con las personas era por mucho mejor y más cálido. Su mirada honda, profunda y, al propio tiempo, abierta, amable, afable, hacía que sus interlocutores hablaran con apertura, confianza y llaneza. Tampoco en este plano, quienes lo tratamos, nos fuimos con las manos vacías.

Para mí lo más relevante fueron dos cosas: 1) sus consejos, tanto a nivel profesional como a nivel personal: valiosos, animosos, objetivos y llenos de caridad. 2) El que me haya abierto las puertas de su casa y de su familia: su esposa Maru, sus hijos e hijas, sus yernos. En algunas visitas que le hice en su casa, fuera del ámbito académico o de trabajo, una vez me mostró su colección de filatelia: miles de estampas postales. Y me iba explicando la evolución política, económica, social y cultural del país que había emitido esas estampas, sólo con la imagen de éstas.

En otra ocasión, no recuerdo bien por qué, le pregunté sobre su boda y me mostró su album fotográfico de ese evento, con los detalles de cómo estaba antes de ese compromiso. Estaba realmente emocionado -su mujer, no se diga, estaba igualmente emocionada junto a él-. Creo que en realidad era un hombre emotivo (aunque la seriedad de su apariencia solía anteponerse de primera instancia). Esa vez lo vi como un novio adolescente compartiendo que estaba enamorado. En el video de Mariano, hay un momento donde habla de su mujer con gran emoción y satisfacción. Ella, por su parte, que lo había conocido desde niño, decía que -desde entonces- era una persona seria, íntegra, buena. «No sé qué habrá visto en mí», confesó alguna vez con el grato recuerdo de su pareja.

A un año de su muerte, aún recuerdo su despedida: «Tú sabes que nos vamos a volver a ver». Mientras ese momento ocurre, y mientras Dios nos dé licencia en esta dimensión temporal, nuestra forma de verlo es a través del recuerdo de su trato, de su vida, de su ejemplo, de sus enseñanzas. Quizá lo que valga la pena sea rescatar su método para comprender las cosas, esa especie de trípode: historia, filosofía y análisis político. Las tres cosas necesitamos para comprender nuestro tiempo. Pongamos el epitafio que quiso tener: «Aquí yace un soñador», y que eso nos muestre el mundo que soñamos, los ideales que queremos y un México mejor, que también soñamos. Nuestros sueños se harán realidad si, como don Manuel, reconocemos al «otro», a los «otros», nuestros interlocutores, como alguien igual que nosotros, que también hay que reconocer que «tienen razón».

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Fidencio Aguilar Víquez

Es Doctor en Filosofía por la Universidad Panamericana. Autor de numerosos artículos especializados y periodísticos, así como de varios libros. Actualmente colabora en el Centro de Investigación Social Avanzada (CISAV).