Yo soy yo y mis bacterias

  • Arturo Romero Contreras
Ese conjunto de vecindades que hacen posible mi vida y la de la especie.

Mi cuerpo, aquí, ahora, no es solo mío, ni está sólo aquí, ni solamente ahora. Yo soy yo, mi circunstancia y mi flora. Podríamos pensar que el cuerpo humano viene “equipado” para realizar todas sus funciones en plenitud. Que estaría escrito en los genes. Que estaría delimitado su ser por un tipo ideal. Pero no es así. El intestino no podría ejecutar sus funciones si no estuviese poblado por bacterias, que hacen posible el trabajo del intestino. Yo soy yo y mis bacterias intestinales. Pero también en la barba o en la boca existen bichos “buenos” y bichos “malos”, que son cuestión no solamente de tipo, sino también de umbral. Mi cuerpo es una región trazada por umbrales que, si se rebasan, se autodestruye. Y es así en toda la naturaleza: de la simbiosis al parásito hay un paso. Las mitocondrias tienen su propio núcleo, tienen la información para reproducirse de forma independiente. Además, se pasan solamente por medio de la madre, el padre no las puede transmitir por herencia. Esto ha hecho suponer que las mitocondrias arribaron a las células animales en algún momento de la evolución y ahí se quedaron. Cuando se habla de tecnología biológica, de injertos, selección y combinación, tenemos a la naturaleza como primer modelo. La imagen de una naturaleza hecha desde el inicio, según el molde de una idea platónica se encuentra definitivamente desvencijada.   

Yo soy yo y mi circunstancia biológica. ¿Y cuál es ésta? Mi entorno biológico: ese conjunto de vecindades que hacen posible mi vida y la de la especie (no se olvide que la lógica del individuo no siempre empata con la lógica global de la especie). Ello implica directamente el oxígeno e indirectamente a las plantas que lo liberan. Implica directamente la hierba o el animal que me como e, indirectamente, toda la cadena trófica a la que aquellos y yo pertenecemos. Es trivial, lo sabemos desde hace mucho y, sin embargo, hablamos de nuestro cuerpo como unidad autosubsistente, como una abstracción. Es verdad: el cuerpo humano supone una membrana que separa un interior de un exterior, lo que hace posible que funcione como sistema unitario. Sin embargo, entendemos muy poco qué significa una frontera. No es, claramente, un límite que marque, puntualmente y para todo fenómeno, un adentro y un afuera. Tampoco es un envoltorio. Comencemos con la membrana celular. Ésta no es nada parecida a una frontera geográfica, una línea de demarcación. En primer lugar, en vez de ser una línea, posee una estructura interna. La membrana tiene una capa lipídica doble, con un centro hidrofóbico. Además, tiene proteínas incrustadas que funcionan como canales. Es decir, se trata de una frontera con una estructura que posee agujeros. Ahora, esa frontera existe para ciertos compuestos, pero no para otros. Por ejemplo, si la célula es puesta en un medio rico en sodio, se deshidratará. El agua sale para compensar la diferencia de concentración. La membrana, en otras palabras, es impotente o no existe para el tránsito de Na. En cambio, para el potasio, es necesaria la energía para transportarlo dentro de la célula. La frontera es, entonces, diferencial. La frontera que supone la membrana celular permite una estabilidad estructural, que hace posible la vida, es decir, el ejercicio de ciertas funciones (alimentación, respiración, reproducción). Pero es también un elemento de regulación del intercambio, por lo que deben existir agujeros que garanticen aquel. El cuerpo humano en su conjunto es un tubo, de la boca al ano. La piel, sí, nos envuelve, pero está “hecha” de innumerables orificios que llamamos poros, que absorben y expelen sustancias. La piel, además, lejos de ser un envoltorio, es un órgano en sí mismo. La piel no solamente toca otras pieles y otros cuerpos. También percibe la temperatura y es su función mantener al cuerpo en un rango para que pueda ejecutar sus funciones. El cuerpo se extiende unos centímetros más allá de su límite para sentir la temperatura del ambiente gracias a sus receptores. No necesitamos percepción extrasensorial, los sentidos forman parte del mundo y se agitan con él: sea movimiento, temperatura o longitud de onda. Un límite sin agujeros es “inerte” porque impide el intercambio.

Me reproduzca yo o no, soy siempre el resultado de un hecho de reproducción. Aunque venga de probeta o sea un ensayo genético. La reproducción implica siempre tomar información de un ser vivo (directa o indirectamente) y usarla para producir otro. Sabemos que la reproducción en los seres sexuados es una producción, en tanto que implica combinación genética. Es decir, ningún ser que se reproduzca sexualmente puede engendrar copias idénticas de sí. Los gametos guardan la mitad de la información y luego se recombinan con los del sexo opuesto, asegurando así variabilidad genética. Tú eres el resultado de un juego de variaciones. Incluso si eres diseñado, si tus genes han sido seleccionados uno a uno, eres variación de un ser biológicamente viable. Que lo haga el hombre o la “naturaleza” no cambia ese hecho. Todo ello se asienta en mi código genético. ¿Podemos asegurar entonces que mi código genético es el objeto final de un juego de variaciones y combinaciones que me antecede? Mi fenotipo es mis genes más sus circunstancias. El interminable debate nature-nurture,   naturaleza-cultura ¿encontrará algún día algo interesante qué decir? Sin darle la razón a Lamarck, la epigenética finalmente viene a decir que el código genético no funciona como un programa estricto, donde a cada gen corresponde una proteína, en una función biyectiva. Los genes se prenden y se apagan según información interna y externa (el famoso ambiente). Y hay genes que prenden y apagan otros genes, de modo que la morfogénesis se parece más a una mezcla de sonido que a una (mala) receta de cocina. Era más que razonable suponer que la variabilidad biológica debía depender también de mecanismos más rápidos y flexibles, que de la ciega mutación de un código. Pero entonces, lo que sucede en el ambiente, puede pasarse a otras generaciones. Hoy se han estudiado casos de hambruna. Los descendientes que vienen de cuerpos que sufrieron hambruna, pero que no la experimentaron directamente, presentarán ciertos comportamientos acordes a si la hubieran vivido. Sabemos poco y especulamos mucho al respecto, pero algo es claro: que lo que haga con mi cuerpo puede pasar a otras generaciones. El código genético no se hereda de manera pasiva, sino que participa en cierta medida, indirectamente, mi hacer personal. El código tiene un mecanismo “permeable” al ambiente, que incide sobre su proceso de “lecto-escritura” (su copia y su expresión).

Entonces, podría yo decir: no me reproduciré. Que mis genes y sus circunstancias epigenéticas, asentadas en las histonas mueran conmigo. No mezclaré mis gametos. Ellos vivirán en auténtica soledad, sin conocer descendencia. Demasiado tarde. El celibato es arruinado todo el tiempo por la promiscuidad de virus y bacterias. El intercambio de fluidos haría sonrojar a Calígula. Estornudos, besos, cópulas. La historia también la hacen los bichos microscópicos: de la peste negra europea a la viruela que se contagia al nuevo mundo. En cualquier momento somos contagiados, así como nosotros contagiamos a los que nos contagian. En ese intercambio juegan también chinches, garrapatas, ratas y mosquitos. Pero no solamente intercambiamos bichos que nos enferman. En el vaivén tienen lugar mutaciones e intercambios de fragmentos de información genética.

De acuerdo, no hay límites puntuales y sin agujeros entre el adentro y el afuera. Mi cuerpo se continúa en otros cuerpos por herencia, pero también por enfermedades. Mi cuerpo está hecho de otros cuerpos, que además paso a otros (no solamente infecciones, el recién nacido recibe también bacterias benéficas de la madre en el parto natural). De acuerdo, mi cuerpo existe entre otros cuerpos, con los que intercambia palabra, energía, enfermedades y material genético. Sucede así que mi cuerpo está aquí, pero se extiende por ahí, se riega y es penetrado, invadido o ayudado por otros seres. Algunos invaden, otros habitan, otros se acoplan, otros hacen simbiosis, otros viven en otros, pero sin perjuicio. Pero ¿no sucede todo eso ahora mismo? 

La vida implica ciclos: respiración, vida, reproducción. Todo ciclo se extiende en el tiempo y está compuesto de momentos. La vida no puede describirse en un instante, sino que se demora. La vida ha inventado un tiempo propio. Un tiempo donde las cosas no se suceden sin más, sino que son retenidas. El viejo enigma del tiempo biológico conduce siempre al absurdo de la teleología. Los organismos parecen actuar como si tuvieran un propósito. No son movidos por algo más, como una bola de billar, que recibe el impuso de otra bola o del tacto, sino que se mueven por sí mismos y de acuerdo con las funciones que permiten su perseverar en la vida. No es necesario ir tan lejos. Basta la imagen de Schrödinger de que la vida es como un reloj que se puede dar cuerda a sí mismo. Así es el tiempo de la vida: un tiempo para sí, un tiempo propio o vivido, que no se desparrama en el universo. La vida teje una membrana temporal para el tiempo. La vida es cuerpo de tiempo auspiciado por la estructura de un cuerpo espacial. Es así que la secuencia puede actuar como actúa la sincronía, y que la sincronía puede aspirar al cambio. Muchos filósofos y lingüistas se maravillan del signo lingüístico porque representa algo ausente. Pero la primera ausencia la marca la vida, por el hecho de no ser nunca absolutamente presente. La vida aspira a algo, incluso en su forma más primitiva. Esta tendencia o ir hacia a algo que no está dado es la primera libertad de la vida. En la vida no todo está dado de un golpe y, sin embargo, está indicado, de modo que el viviente puede reaccionar u orientarse. En animales llamados superiores existe la evaluación: atacar o correr, insistir o abandonar. Hay posibilidad de error. Los planetas no se equivocan en su órbita. Sólo un mono puede ser torpe a la hora de evaluar sus capacidades de sobrevivencia. O absolutamente imbécil, como nosotros, los humanos. Esa es la libertad de la vida. Y nuevamente, esa libertad viene por el hecho de que no todo esté dado. Hacia atrás está marcado, almacenado, escrito o recordado. Esta marca la trae el cuerpo en la cicatriz, lo trae almacenado en las histonas, lo trae escrito en el código genético o lo recuerda en sus redes neuronales. El tiempo no pasa sin más, sino que se retiene, deja huella. El cuerpo es ese conjunto de memorias en diferentes formatos, soportes y reglas, esa capacidad de alargar el instante y transformarlo en vivencia y las vivencias es una vida. Y, por supuesto, está siempre el futuro: activamente bajo la forma de expectativa, pasivamente como el aprendizaje y su aplicación.

Mi singularidad corporal, porosa y agujereada, da habitación a otros seres, y al mismo tiempo se aloja en complejos más grandes. Ese cuerpo traza sus bordes de manera dinámica, pero no lo hace en todos los sentidos y dimensiones (la piel no existe para ciertos rayos del espectro electromagnético, por ejemplo, como sí existe para impedir que entre agua en el riñón por una lluvia). Y existe ahora, pero con memorias y expectativas. Mi cuerpo no es, definitivamente, una presencia simple. No está, simple y llanamente aquí, ni ahora. Ni es mío, sin más. Pero entonces: ¿no es la conspiración comunista más vieja de lo que pensamos?

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Arturo Romero Contreras

Es doctor en filosofía por la Universidad Libre de Berlín, Alemania. Actualmente es profesor-investigador de tiempo completo en la Facultad de Filosofía y Letras de la BUAP.