La prisión de la posibilidad I

  • Arturo Romero Contreras
El traerse de vuelta desde el uno, es decir, la modificación existencial del uno‐mismo

Este ser arrastrado sin elección por el Nadie, mediante el cual el Dasein [nombre heideggeriano para el hombre] se enreda en la impropiedad, sólo puede revertirse si el Dasein se recupera explícitamente de la pérdida en el uno [la vida pública, genérica, anónima, promedio], retornando a sí mismo. […] El traerse de vuelta desde el uno, es decir, la modificación existencial del uno‐mismo que lo convierte en un ser‐sí‐mismo propio, deberá llevarse a cabo como una reparación de la falta de elección. Pero, reparar la falta de elección significa elegir esa elección, decidirse por un poder‐ser desde el propio sí‐mismo. Al hacer la elección, el Dasein se posibilita a sí mismo por primera vez su poder‐ser propio. (Heidegger, Ser y Tiempo).

Choose a job. Choose a career. Choose a family. Choose a fucking big television. Choose washing machines, cars, compact disc players, and electrical tin openers. Choose good health, low cholesterol and dental insurance. Choose fixed-interest mortgage repayments. Choose a starter home. Choose your friends. Choose leisure wear and matching luggage. Choose a three-piece suit on hire purchase in a range of fucking fabrics. Choose DIY and wondering who the fuck you are on a Sunday morning. Choose sitting on that couch watching mind-numbing spirit-crushing game shows, stuffing fucking junk food into your mouth. Choose rotting away at the end of it all, pissing your last in a miserable home, nothing more than an embarrassment to the selfish, fucked-up brats you have spawned to replace yourselves. Choose your future. Choose life . . . But why would I want to do a thing like that? I chose not to choose life. I chose something else. And the reasons? There are no reasons. Who needs reasons when you've got heroin?

(Trainspotting: https://www.youtube.com/watch?v=QL7UTC8rpYE)

0.

Haz lo que debas. Haz lo que quieras. Haz lo que puedas. Haz y deshaz. Si lo logras.

1.

Una puerta a la derecha, otra a la izquierda y otra en medio. Y entre ellas una más. Y otra. Y otra. Una línea infinita compuesta de una infinitud de puntos. ¿Cuál elegir? ¿Cuál es el punto de todo ello? En la noche del ser, una lluvia de átomos: todos indiferentes. En la sopa primigenia de letras: todas ellas diferentes, pero igualmente diferentes, indiferentemente diferentes. ¿Dónde está la diferencia que hace la diferencia? Entre átomos y palabras, ¿cómo emerge esto y aquello, lo grande y lo pequeño? ¿Quién elige? ¿Cómo se elige? ¿Se elige? ¿Qué es aquello que se elige, aquello que sucede por azar, aquello que tiene lugar siempre de la misma manera? Porque quizá todo esté ya decidido: tu cereal por la mañana, la chica de la que te enamorarás, las razones por las que te divorciarás, el que será tu libro favorito, tu manía mental y la enfermedad que te matará. Tal vez está naciendo la científica, ella también predicha, que encontrará por minería de datos, algoritmos y métodos estadísticos el patrón (motivo de red o network motif, como hacen los biólogos) de tu vida. O tal vez existe un bizarro determinismo caótico por el que vuela una mosca en Jungapeo y se desata una revolución en Irán y las ovejas desarrollan alas y colmillos y devoran a la especie humana. O tal vez hay sólo caos, ni siquiera dados, que tienen escrito en sus caras destinos establecidos: uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis; caos desnudo, donde el frágil principio de causalidad se disuelve en el aleteo de una mosca drosophila. Pero supongamos. Supongamos, como los matemáticos, los economistas y todos los demás. O especulemos, amparándonos en San Bayes, con la esperanza de que, juntando observaciones y armados con la estadística, podamos encontrar patrones de los cuales colgar nuestra vida.

2.

La mayoría de las veces nos encontramos en la misma situación que el burro de Buridán, que murió de hambre entre dos montones de heno porque, atraído igualmente por ambos, no se pudo decidir por ninguno. O como el animal bípedo y racional de Aristóteles, que, tan hambriento como sediento y frente a un vaso de agua y una hogaza de pan, al no poder decidirse, murió de hambre y de sed. Decisión estúpida la que no hace ninguna diferencia, incluso si ahí se va la vida.

En un cuento de La prisión de la libertad Michael Ende relata la historia de un hombre preso. Preso en una cárcel rodeada de innumerables puertas, todas conducentes a la libertad. Su drama era el del burro: ¿qué puerta elegir?, ¿con qué criterio? y ¿para qué? Poco a poco es vencido por la desesperación, perdiendo todo interés por las puertas y por la vida misma. Pero conforme va menguando su energía por la vida, va disminuyendo también el número de puertas. Mas esto no le inquietó. Cada noche desaparecían más y más puertas hasta quedar solamente dos. Mas esto no cambiaba nada, pues aún había que decidir sin criterio, como desde el abismo originario de los tiempos, en el mundo antes de la creación. Es que los animales humanos no son dioses y no saben crear de la nada, ni pueden decidir en el vacío. Cuando “retroceden” por imaginación al inicio de los tiempos, donde todo estaba aún por decidirse, y la posibilidad era la única ley, se ven arrojados a una nada angustiante y estéril. Y ahí se quedan, atrapados en su nulidad. Un hombre viejo de nombre Hegel quiso advertir sobre esta trampa para los filósofos que reflexionan: si todo cambia, si no hay regla última, ¿no podríamos trasladarnos con el pensamiento al momento primigenio, antes de la caída de la existencia en los nombres y los rituales, las categorías y los automatismos? ¿No podríamos retornar al inicio de los tiempos? Pero en el inicio era ya demasiado tarde. Al menos para nosotros. Demasiado tarde para separar las aguas del cielo, mas justo a tiempo para aprender a nadar. Nada más. Y nada menos. Ahí, en medio del tiempo y del espacio, con todas sus restricciones.

Finalmente, desaparecieron todas las puertas. El miserable hombre de nuestra historia, todo un pensador post-onto-teológico, diríamos, aprisionado en su libertad, hecho un andrajo, derrotado e impotente, incapaz de elegir cualquier puerta, se sintió súbitamente iluminado. Cayó de rodillas, miró al cielo y dejó escapar de sus labios una plegaria: “Te doy las gracias, Misericordioso, Altísimo y Santísimo, por haberme curado del autoengaño y haberme quitado la carga de la falaz libertad. Ahora que ya no puedo ni debo elegir me resulta fácil renunciar para siempre a mi voluntad y someterme a tu santa voluntad sin protestar y sin pretender comprender. Si ha sido tu mano la que me ha conducido a esta cárcel y me ha encerrado para siempre entre los muros, lo acepto humildemente”.

¿Cuál es entonces es la moraleja? ¿Que el hombre siempre fue libre? ¿Que nunca lo fue? Ninguna de ellas. He aquí el nudo de toda decisión. Es evidente: sin caminos abiertos, ni puertas, no hay nada que decidir. Pero si todos los caminos son idénticos, tampoco. La libertad absoluta es la prisión absoluta. Y, deberíamos decir también: la posibilidad absoluta coincide con la imposibilidad absoluta. Donde todo es posible, nada lo es de concretamente. Prisión de la posibilidad. Compliquemos más el asunto. Si acaso hubiera razones para decidirse por tal o cual camino, entonces no habría nada que decidir, sino un mero sopesar las razones. En el mejor de los casos, haríamos un buen cálculo. En un asunto de algoritmos. Pero si no hay razones en absoluto, si nos encontramos en la desnudez de una existencia “anterior” a la razón, la decisión es vacía y, por tanto, inútil. Hay quienes dicen que las decisiones crean sus opciones, que decidir es crear una situación por completo, que optar por caminos hechos es, en cambio, mero conformismo. Pero en un campo virgen, desierto infinito donde todo es posible, en realidad y concretamente, nada lo es. Toda decisión surge en el borde del saber y la ignorancia, de la certeza y del azar. Al decidir hay que ser concretos, pero no pedestres. Pero, entonces, ¿qué hay que saber al tomar decisiones? ¿Hay que saber reconocer la verdad? ¿La verdad de las razones? ¿Las razones de verdad?

3.

“Nada es verdad, todo está permitido”. Esta frase se atribuye a Hassan I Sabbah, 1050-1124, líder religioso ismaelita, creador del grupo de los hashshashín (recogida por W. Burroughs en su novela Alamut). De ahí se deriva el nombre de “asesino”. Asesino es quien vive sin verdad y, por ello, está dispuesto a todo. En este sendero, Nietzsche, fascinado con la secta de los hashashines, escribe en La Genealogía de la Moral: “Esos no son todavía espíritus libres, pues creen todavía en la verdad…en cuanto los cruzados cristianos se toparon con aquella invencible Orden de los Asesinos, aquella orden de espíritus libres por excelencia […] les estaba reservado este secreto: ‘Nada es verdad, todo está permitido’… Bien, eso era libertad de espíritu”. ¿Es entonces la verdad una prisión? ¿Lo es la libertad? ¿Son verdad y libertad opuestos?

En Los Hermanos Karamazov Dostoievski regresa a la misma fórmula, aunque con un signo ético contrario: “Entonces yo le he dicho: «¿Qué será del hombre sin Dios y sin inmortalidad? Se dirá que, como todo se tolera, todo es lícito.» Y él me ha contestado: «Al hombre inteligente, todo se le permite. ¿No lo sabías? Con su inteligencia, sale siempre del paso. En cambio, a ti, por haber matado, lo prendieron y ahora estás pudriéndote en una cárcel.»”. Sin Dios y sin inmortalidad, es decir, sin una regla última, todo está permitido, dice aquí Dostoievski. ¿Y quién es aquí el que se sobrepone a Dios y a la inmortalidad? ¿Quién puede abrazar el vacío? El hombre inteligente. O mejor, el hombre que se cree inteligente. Porque es siempre con la inteligencia que se cree poder ir así de lejos: hasta un mundo sin verdad. Pero ¿qué quiere decir Dostoievski con esta frase? ¿Se trata de una afirmación o de una advertencia, es la voz del ateo o la del creyente la que habla?

En el capítulo El Gran Inquisidor, Dostoievski lo expresa lapidariamente: sin Dios en la tierra emerge por primera vez la posibilidad de la libertad.  Es por ello que, si Dios garantiza alguna libertad para el hombre, entonces no puede retornar a la tierra, como lo había prometido. Su fuga sin retorno, su ausencia, es lo único divino en la tierra. La vuelta del mesías no tiene sentido dentro del cristianismo. Si Jesús viniera, entonces arruinaría toda la tarea de los hombres, de hecho, la única tarea de los hombres, que es habérselas con una libertad sin tutelaje. Un milagro arruinaría a la humanidad, la privaría de sus condiciones esenciales. El juicio final revocaría el juicio de los hombres en sentido jurídico, racional y moral. Intervenir en la causalidad del mundo implicaría privarlo de su independencia. Cualquier intervención en el mundo de los hombres pisotearía su libertad, única dignidad que le fue concedida. Dostoievski es aquí brutal: Dios no puede venir dos veces, pues, ¿qué agregaría a lo que ya dijo, a lo que ya reveló? La repetición está teológicamente vedada. El creó una vez, habló una vez, se reveló una vez. Sólo el hombre puede re-crear, enmendarse y corregirse. ¿Qué habría de corregirse un Dios? La segunda venida debe coincidir con la primera. La primera era ya la segunda, el inicio era el final, y por eso estaban ya ahí el alfa y el omega.

Dostoievski dice: todo estaba ahí, ya dicho, desde el principio. Cuando Jesús va al desierto (Mt 4, 1-11) es tentado tres veces por el demonio. Primero le dijo: convierte esas piedras en panes para comer; después, desde lo alto del Templo de Jerusalén: si eres hijo de Dios échate desde aquí; finalmente, contemplando todos los reinos del mundo y su gloria: todas estas cosas te daré si me adoras. ¿Cuál es este mensaje? El de la tentación. De lo único que puede ser culpable el hombre, es de ceder a las tentaciones. Y la tentación mayor es querer que Dios vuelva, particularmente para salvarnos de decidir.  Todo está permitido, excepto los milagros. En cuanto a mis actos, todo está permitido, excepto la tentación. Para el ateo verdadero, la tentación se llama Dios. Pero se puede ver aquí un gran enredo: la libertad radical es un resultado que se sostiene en una teología que se anula para dar espacio a dicha libertad. No hay, sencillamente ni presencia, ni ausencia de Dios, solamente su desaparecer. Todo ateo lo es de alguna religión. Nietzsche lo recuerda todo el tiempo al rondar el cenotafio del Dios cristiano. El Loco de la Gaya Ciencia lo confiesa: a Dios, lo hemos matado, ustedes y yo. Pero entonces, ¿qué puedo, qué debo hacer, qué me está permitido?

Opinion para Interiores: 

Anteriores

Arturo Romero Contreras

Es doctor en filosofía por la Universidad Libre de Berlín, Alemania. Actualmente es profesor-investigador de tiempo completo en la Facultad de Filosofía y Letras de la BUAP.