René Azcuy: pedagogía de la creatividad

  • Julio Broca
Era capaz de convertir ese monolito inabarcable llamado Historia del Arte, en una chispa detonante.

Una mancha solar o el desgarramiento de los casquetes polares son fenómenos lejanos cuyas proporciones los dotan de cercanía. La muerte de grandes creadores es parecida, incluso mayor si además fueron grandes pedagogos. Es el caso de René Azcuy (1939-2019), diseñador cubano-mexicano cuya ausencia aun no podemos medir. René falleció en días recientes en la ciudad de Miami. Hace solo cuatro años que por jubilación había dejado Puebla y sus clases como profesor de diseño gráfico en la BUAP. Formó a algunos de los más prominentes diseñadores gráficos contemporáneos y participó en su juventud de una corriente artística de la que aún se ha dicho poco y sin embargo, es imprescindible para la comprensión de la historia del cartel. A continuación, a manera de diálogo con su memoria, de convivencia póstuma, intentaré bocetar un retrato de la dimensión pedagógica del gran maestro de la metáfora. 

La cultura como puerta al pensamiento crítico, la risa como manifiesto

Decía Rene que «ha  existido, y siempre existirá, un pequeño grupo visitado por la inspiración». Citaba siempre la fuente, Wislawa Szymorska, «la Szymorska», solía decir en tono familiar, premio Nobel de literatura polaca. Al buscar la esencia de una obra literaria hablaba con solemnidad de Pedro Páramo, «dueño de honras y de tierras»; Ana Karenina de Tolstoi, le apasionaba y no quedaba más remedio que leérsela completa para poder entenderlo; con Los hermanos Karamazov nos llevaba de viaje a los abismos de la conspiración; Romeo y Julieta, ¿de qué trata? —preguntaba—, «¿de amor?, pero, qué clase de amor, uno imposible por los rencores entre familias»; y preguntaba nuevamente, «de qué trata entonces Pedro Páramo». 

Era capaz de convertir ese monolito inabarcable llamado Historia del Arte, en una chispa detonante. Interpelaba al aspirante a diseñador a dialogar con grandes autores pero sobre todo, a entender los tipos, modos y formas de conceptos abstractos, valores e ideas con la finalidad de acceder a la esencia de una obra trascendental. Si Azcuy profesó alguna preocupación metafísica fue la creatividad.

Citando a Descartes, exhortaba con vehemencia a la autonomía del intelecto. Sostenía que «el diseño es transgresión y profanación». Transgresión,  porque no se puede esperar ser celebrado si se dirá una verdad que trastoque lo convencional; profanación, por sacar a los muertos de sus tumbas, reprocharles tanto silencio, incitarlos, «chico, no soporto el silencio en el salón de clases». A veces, para quien le escuchaba, su bombardeo era extenuante, como si quisiera romper a fuerza de cultura la indolencia de mentes acostumbradas a recibir todo digerido. Se auxiliaba con el existencialismo de Sartre; de Camus y su Extranjero; con Humberto Eco y su Nombre de la rosa y A paso de cangrejo; en ultimas fechas su libro de cabecera fue Gramáticas de la creación del sociólogo Steiner, recurría a la literatura de Kenzaburo Oé, a Herbert Marcuse, etc. 

Sin embargo, nada más equivocado que imaginar a René Azcuy solemne. Con un poco de música, su plática hubiera sido el más sabroso son cubano. Con la risa a flor de piel acometía la modesta empresa de combatir la mediocridad, la pereza mental y los excesos ideológicos. Manantial risueño, adicto al “jamoneo”, el “joseo”, “tremendo del ritmo”, él era una aparición caribeña en la persinada ciudad de las mil iglesias, Puebla, y en un país donde todos fuimos bautizados en la fé católica apostólica y romana, amén. ¿Ateo?, no, «creo en el hombre, él salva o él destruye» solía decir.

Amante de la metáfora, el lenguaje y el diálogo 


El método de Rene era el diálogo; apneísta del ser, se internaba en las profundidades de cuantos le rodeaban buscando las perlas de la imaginación de cada quien. Regresaba a la superficie de uno mismo mostrándote evidencia de tu singularidad, de tu posibilidad de ser, como corresponde a todo pedagogo humanista. Muchas veces lo vi recoger las perlas de la singularidad, despreciadas por nosotros mismos sin saberlo. Sesión tras sesión, consciente de que la paciencia es la mejor manera de descubrir la belleza, la ajena y la propia, mostraba esas joyas que aun no teníamos ojos para ver por nosotros mismos. Su paciencia era combativa, confrontadora, despabilante. René no soportaba la rendición de la voluntad de transgresión ante la perplejidad intelectual, por el contrario, nos incitaba a remontar esa perplejidad y sacarle una metáfora.

Alguna vez le pregunté por qué no se registraba en el Sistema Nacional de Investigadores... tardé muchos años en entender su respuesta, «chico, yo no me voy a volver un baboso detrás de los puntitos esos, a mí lo que me gusta es estar creando con la gente». Incapaz de cocinar para tres personas, acababa haciendo comida para cincuenta, me refiero a su capacidad de dar clases. Cuando decía crear con la gente, se refería a decenas de jóvenes que fluían como río por las tardes a verlo a su casa de la colonia  San Manuel, en Puebla. Es fácil imaginar que se debía a una personalidad carismática, pero más allá de eso, se debía a que sus observaciones eran brújula honesta y crítica; tan precisa para decir «coño chico, esto es un buen cartel», o, «chico, esto es mierda», dos cosas raras e invaluables en un mundo hipócrita. Su casa fue casa abierta, sus salones rebosantes. Tardes, noches y madrugadas se discutía sobre los “misterios" de la creatividad.

Practicó la tertulia como método —o antimétodo— que permitía la exploración profunda de ideas, conceptos, principios, dudas, proyectos; la tertulia como exacerbación dionisíaca, orgiástica búsqueda de la inspiración. Celebró mucho Una noche en París de Woody Allen con sus bohemias geniales al rededor de Gertude Stain con Picasso, Heminway, Scot Fitzgerald, el tímido Buñuel, etc.; celebró que el personaje principal de la película, cayera hacia el pasado como quien cae en un !eureka¡. Todo artista y todo arte le eran importantes para entender la dimensión ontologica del diseño gráfico y el grafismo, y decía «el diseño es diseño, no arte, ni fotografía ni cine». Una noche en París se volvió parte de su repertorio clásico de ejemplos de creatividad, por cierto siempre en constante actualización. La última gran actualización de este repertorio de grandes artistas fueron su ahijada, y sus nietos.

Era consciente de la valía social del pedagogo popular; no en vano vivió una revolución y sus límites. Sabía que el estudiante de la universidad pública debe trabajar mucho más duro que aquel que tiene de su lado todos los recursos, contactos, comodidades para comenzar diez peldaños arriba el camino de la creatividad. Rechazando los ofrecimientos de cátedra de universidades privadas, decidió «compartir con los desheredados de la tierra» ¿invocaría la famosa introducción de Sartre en el libro de Franz Fanon? En efecto, nada más tiene el pobre para heredar a sus hijos que una buena educación, ahí la fe de la gente en la universidad pública con la que decidió quedarse a trabajar René, ahí la gravedad del fraude educativo que padecemos hoy, ahí la crisis que provoca su ausencia.

Era el primero en celebrar el talento y deplorar su estancamiento, sabía con presición astronómica cuántas horas de trabajo habías dedicado a lo que le ponías enfrente. Acorralaba con insistencia socrática y elegancia mayéutica a los plagiarios perezosos que intentaban engañarle. Sus reglas eran estrictas, «pero cuidado, puede haber alguien que no las siga, y me sorprenda». No era fácil sorprender a René, reacio a su propia obra, desconfiado de las celebraciones. Su compromiso con la crítica se fundamentaba en la autocrítica y una particular modestia. No una falsa modestia, si no metódica. A manera de meditaciones cartesianas, Azcuy desgastaba toda certeza, para eso fijaba en el horizonte a Starowieski, Lenica, a Muñoz Bachs, Gorka, Saul Bass, Lautrec, Fukuda —quien le auguró éxito aunque tenía apenas diez obras de su característico blanco y negro—, Ikko Tanaka, Reboiro y su cartel Harakiri; evidentemente es injusto dar aquí algunos nombres de una lista, paradójicamente, tan extensa como exquisita. Alguna vez preguntó «¿qué es un buen cartel?»… durante varios minutos saltaron propuestas, intentos de respuesta, todo el salón de clases en discusión apasionada hasta que René interrumpió categórico con un manotazo sonoro en el restirador «chico... no formen tanto lío, un buen cartel es el que te robas y pegas en tu habitación». 

Con obstinado escepticismo escudriñaba cada rostro extraviado lanzando la pregunta «¿cuál es tu diseñador favorito?». Ante las paupérrimas respuestas nos hacía ver que "el rey va desnudo", que nos creíamos reyezuelos con traje mágico solo porque una sociedad hipócrita nos había convencido de que por el simple hecho de creerlo, somos únicos y especiales. Destacaba lo «edulcorado» de una realidad endulzada y teñida artificialmente, como si viviéramos flotando felices en una botella de cocacola. Por supuesto, esto le valió a Rene ser denunciado por estudiantes ofendidos de que no cumpliera el rol de un prestador de servicios educativos, enfurecidos de no tener la razón, cual perfectos clientes. La diferencia entre un pedagogo y un prestador de servicios "educativos" es abismal y puede causar vértigo a todo aquel que se ha acostumbrado al fraude educativo: alguien finge que enseña, alguien que aprende y todos que saben algo. Si contra algo fue indolente Rene, fue contra la gran simulación que ha terminado por ocupar en las escuelas el lugar de una pedagogía creativa. En ese sentido, René era amigo de la rebelión. 

René Azcuy
Por Pedro Meyer. Fondo: Julio Parra.


Más allá de lo empírico: las anécdotas

La piedra de toque de su pedagogía fue la anécdota, nunca solemne, por el contrario, sarcástica e hilarante donde René siempre aparecía como un personaje tomado por sorpresa por los caprichos de la vida, los berrinches del destino. En las más crudas situaciones, aparecía al final como victorioso malabarista de la incertidumbre, alquimista que hace del desasosiego oportunidad única, «chico, hay que darle la vuelta al sistema». En efecto, el diseñador no puede definirse por su profesión, sino por sus experiencias en el mundo. Con renovado donaire aseguraba «fui lavacoches, pandillero»; lector de libros prohibidos por Fulgencio Batista—no dudo que entre ellos se encontrará Los condenados de la tierra de Frantz Fanon—, encargado de desarrollo comunitario, representante de defraudados por la hipertrofia burocrática de la revolución, secretario del sindicato de artistas, bohemio empedernido; niño-adolescente se agazapaba entre los palcos del hotel Shangai para escuchar la música en vivo que animaba películas picantes —los extranjeros siempre en primera fila en lujosas mesas— en su tierna juventud derrochó atardeceres entre vagones de tren inmóviles que sin embargo, lo transportaban lejos de la inocencia; reivindicó el deseo arrebatado soportando el frío mármol de las lápidas en un panteón una noche apasionada; cedió a urgencias voluptuosas alguna madrugada de pie entre las sombras de un zaguán hasta que le temblaron las piernas. Con indescriptible orgullo nos contaba que, antes que nada, su madre le había enseñado a bailar, «para que puedas justificar tener una mujer entre tus brazos». Nadie se asombre de que esto se diga en un medio público, he dicho que eran anécdotas cosustanciales a sus clases, a sus tertulias. 

Nunca un celular pudo disputar la atención de los alumnos a René, porque no había, no hay en internet nada más interesante que sus fantásticas anécdotas. Mi favorita, aquella en que absortos tanto él como sus amigos en el vino y la bohemia, llegó el ejército al amanecer a evacuarlos para salvarlos de la inundación del bar de un hotel en la Habana en los Tanques Anfibios. «!Tanques anfibio, chico¡», y al decirlo se dejaba escurrir de la silla como si nuevamente tuviera que deslizarse por la diminuta rendija del armatoste militar. 

Su clase era síntesis del teatro de Bertolt Bretch, la poética de Shakespeare y la comicidad de Les Luthiers. Cada anécdota era la solución de un porblema, la transición de un estado, pequeñas revoluciones, breves utopías, fugaces caídas al abismo, incluso epifanías en el corazón desolado de las dificultades, como aquellos terribles "periodos especiales" en Cuba en que había dinero pero nada qué comprar, mercados vacíos incluso, de olor… quizá en la imposibilidad es donde la creatividad encuentra sus mejores estímulos. Por eso René empujaba los límites de lo posible en cada uno de nosotros y comenzaba por contarnos los suyos. 

El prominente escritor Eliseo Diego le dedicó líneas agradeciéndole que hubiera puesto el cuerpo por defender y salvar a todos los que pudo cuando la persecución contra la homosexualidad era una fiera de estado en Cuba. El director de cine Francois Trauffaut apreció como favorito de su película Besos Robados el icónico cartel de Rene. El director de cine cubano Tomás Gutierrez Alea “Titón”, lo volvió su diseñador de cabecera, en su casa departió con los grandes actores de la época, incluido Robert De Niro. De puño y letra de Fidel Castro, consiguió la aprobación de sus reformas a la Ley de Artistas, revolucionarias en la revolución misma, aparecida en el diario oficial, por eso le dedico Fidel aquel “por las artes gráficas y que Grecia sienta envidia de nosotros”, tal grandilocuencia le causaba mucha risa a René. Recorrió los paises del bloque socialista de Europa del Este durante la Guerra Fría en misión diplomática y cultural, paró en el Lago Balatón, se enamoró de Praga y Budapest; «viajad y os distraeréis», solía decir Azcuy. 

El año pasado, en el museo Amparo, frente a la exposición del grupo MIRA me contó que recién instaurada la revolución cubana se convocó a Henryk Tomaszewski, diseñador polaco, a dar un taller en Cuba. No pudiendo atender la invitación, Tomaszewski envió en su representación a Tadeusz Jodlowski, su mejor discípulo, quien evidentemente hizo un trabajo extraordinario llevando a Cuba los principios del simbolismo y la metáfora en el cartel y trazando un puente que sería muy transitado. Nunca lo dijo, pero creo que René rendia tributo en sus últimas clases a Jodlowski en los ejercicios de cartel de circo en los cuales logró junto con sus alumnos resultados extraordinarios. Algunos de estos resultados están aún pendientes de publicación en los archivos de Gráfica Latinoamericana siglos XX y XXI, uno de sus últimos y más ambiciosos proyectos.

Mucho podría decir de René y sin embargo, no sería más que un breve instante de su larga historia. Más colegas hay que mucho más podrían contar. Al intentar seguir dialogando con él a través de los recuerdos, tomo conciencia de que lo conocí como quien conoce a un viejo cocodrilo. Rememorarlo nos deja frente a una tarea vasta y maravillosa, dar cuenta de su espíritu pedagógico, siempre preocupado por el diseñador en su laberinto creativo, siempre preocupado por la valía social de una obra artística, siempre deseoso de escudriñar los misterios de la pedagogía y la creatividad.

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Julio Broca

Artista gráfico y sociólogo, investiga fenómenos culturales de disrupción y rebelión. Diseñador del Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades “Alfonso Vélez Pliego”-BUAP.