Assange, la era de la información y el capitalismo I

  • Arturo Romero Contreras
El desencadenante parece haber sido la reactivación de cargos contra Chelsea Manning

El 11 de abril de 2019 la policía británica capturó a Julian Assange, cabeza de Wikileaks, sacándolo de la embajada ecuatoriana, en donde vivió como asilado político por varios años. El asilo fue concedido por el gobierno de Rafael Correa. Actualmente el presidente de Ecuador, Lenín Moreno, dio un giro político y económico en contra de su predecesor, lo que incluyó el retirar apoyo a Assange. El desencadenante parece haber sido la reactivación de cargos contra Chelsea Manning por revelar secretos de Estado de E.U., a quien, supuestamente, Assange habría ayudado. Más allá de estos datos coyunturales, siempre se supo que era cuestión de tiempo. Wikileaks había filtrado datos sobre el modo en que eran espiados los ciudadanos de naciones liberales occidentales. Se reveló que E.U., espiaba a líderes aliados. Pero lo más escandaloso es que dejó ver cómo es que el espionaje no era llevado a cabo por un gobierno en solitario, sino con toda la infraestructura y anuencia de grandes empresas informáticas. Lo revelador es que ahora el espionaje se confundía con la mera posesión de información pública de los usuarios de las redes de comunicación y que ello estaba en manos privadas. Si el totalitarismo del siglo XX dependía de la potencia del Estado, hoy, el riesgo político más grave, que no sabríamos llamar igual, está en manos de empresas. Se combinan entonces lo peor de los regímenes totalitarios (comunistas o fascistas) y del capitalismo liberal. Pero ¿qué significa la captura de Assange? ¿Por qué era tan importante para sus acusadores apresarlo? ¿Cuál es el contexto en el que deben ser leídos estos acontecimientos?

Hoy vivimos en algo que se llama a era de la información. Eso quiere decir que todo lo que sucede puede ser, en parte o de alguna manera, registrado, procesado y usado. ¿Para qué? Para todo. El capitalismo financiero, lo mismo que el mercado internacional se funda en información. Las redes sociales se fundan en información. Nuestra vida diaria depende de la información que obtenemos. Información de diarios, de registros civiles, de usos del dinero, de consultas de internet. Expedientes bancarios, crediticios, escolares, de consultas bibliotecarias. Todo está registrado. Y ahora, toda la información se puede agregar y cruzas, para responder respuestas concretas. Es por medio de modelos con grandes volúmenes de información que Google puede autocompletar las búsquedas, que Amazon puede hacer recomendaciones de compras, que Facebook puede sugerirnos amigos. Se pueden reconocer rostros, patrones de compra, intereses de grupos (políticos, musicales, filosóficos o de cualquier índole). Y lo grave, es que toda la información la damos de buena gana en cada esquina, en cada portal, en cada servicio, en cada app, sin coacción alguna.

¿Pero es esto algo criticable? ¿No promete internet democratizar la información? ¿No somos libres de intercambiar toda la información que queramos sin censura alguna? ¿No vivimos ya en sociedades post-políticas donde se han acabado los antagonismos y donde podemos pasar a la creación de meras políticas públicas para resolver problemas por aquí y por allá? Assange y Wikilieaks, es decir, lo que esos nombres comportan, dicen lo contrario. Pero para poder entender todo esto hace falta un, quizá, tedioso desvío filosófico-económico. Hace falta pensar la sociedad de la información con relación al capitalismo, cosa que todos critican, sin tomarse la menor molestia por mostrar sus rasgos.

Comencemos con Marx. Sí, con el viejo barbón. Él define el trabajo abstracto como el esfuerzo corporal o intelectual genérico que entra en el proceso de producción de una mercancía. Es un trabajo que cualquiera puede hacer, que no tiene ninguna relación con quien lo produce. Recientemente el antropólogo David Graeber se hizo famoso al acuñar el término “bullshit jobs”. Se trata de todos esos trabajos triviales, mecánicos, absurdos, estúpidos que no sirven para nada. Sí, para nada, excepto para que alguien obtenga una ganancia. Lo que no puede negarse es que en las nuevas generaciones que entran al mercado laboral, sus empleos son sosos, enajenantes, aburridos, triviales o abiertamente vergonzosos. Esta es la determinación más actual del trabajo abstracto: convertirse en bullshit. 

El trabajo abstracto forma parte de una división previa orientada a la eficiencia o a impedir la eficiencia en un lado, si ello hace más eficiente otro ámbito. Recordemos que, como aparece en la Fábula de las Abejas de Melville, esa joya de sinceridad burguesa, el mercado más pujante no solamente puede, sino que debe incluir la mentira y la corrupción. Lo que quiere el comerciante no es competir, ni ser más eficiente, mi mejorar sus productos. Lo que quiere es ganar y ganar más. Todo lo demás es secundario, mero medio. Es así que pensar la corrupción como una desviación del buen juego del mercado no es hipócrita, sino ignorante. Las buenas abejas de Melville trabajan igual de bien si se dedican a la carnicería que a defender delincuentes. En cambio, las mansas abejas del panal moralizante se vuelven perezosas y, debido a ello, la industria y la ciencia entran en su ocaso. Piénsese que el narcotráfico es solamente otro nicho de mercado que funciona con la misma lógica que el resto de las transnacionales y que el trabajo del sicario es tan abstracto como el del armador de celulares.

El trabajo es abstracto también porque forma parte de las mercancías que entran en la cadena de producción. El trabajo no es considerado la fuente del valor de las mercancías que circulan en el mercado: más bien él mismo es algo que vale solamente por su papel en el mercado. El mercado es una mercancía más. Por tanto, ningún trabajo significa nada sino con relación a otro trabajo, que solamente cobra su valor en la producción final de la mercancía, que a su vez no vale nada, sino con relación a otras mercancías (cada mercancía vale en el mercado porque puede ser cambiada por otras), etc., que solamente circulan con miras a la ganancia de alguien. No en balde se habla del 1% que concentra la mayoría de la riqueza plantearía, cifra que legitimó, por cierto, un economista “serio” (es decir, no un marxista extraviado): Pikkety.

En el sistema de producción precapitalista tenemos la relación siguiente: M-D-M’. Se produce una mercancía (M) por una cierta cantidad de dinero (D), con el fin de obtener una mercancía diferente a cambio (M’). Yo produzco zapatos, que cambio por dinero al venderlos, lo que me permite comprar una cantidad de hogazas de pan. Pero en la producción capitalista no importan las mercancías, sino la ganancia. El centro de gravedad no está en la satisfacción de necesidades, sino en el crecimiento de la ganancia. Lo que arrastra al capitalismo es una espiral creciente que no puede ser satisfecha. Así, observamos la siguiente ecuación: D-M-D’. Tenemos dinero (D), que invertimos para producir una mercancía (M), que luego venderemos para tener más dinero, una ganancia (D’).  El trabajo humano en una sociedad pre-capitalista funciona así: éste (H) se utiliza para crear algo con valor, una mercancía (M), que tendrá un valor de uso, un disfrute humano (H’). El esquema es H-M-H’: las mercancías son medios, es decir, lo que pone el hombre entre los hombres para mediar sus relaciones. En la producción capitalista la mercancía toma al hombre como mediador en su proceso de producción: M-H-M’. Aquí la mercancía en su primer momento (M), necesita del trabajo humano (H), para consolidarse o terminarse (M’). Las mercancías intercalan trabajos abstractos para poder llegar a ser producidas. Aquí vemos el primer acercamiento a la era de la información. Históricamente, el lenguaje fue considerado como un medio para la expresión humana. La teoría clásica de la comunicación cuenta con un emisor (A), que transmite un mensaje (M), que es recibido por un tercero (A’). Durante el siglo XX tiene lugar un giro lingüístico que invierte esta relación: M-A-M’. Un mensaje, o mejor, un significante (M), se sirve de un sujeto hablante (A), para conectarse con otro significante (M’). Esta es, por cierto, la definición del sujeto en Lacan: un significante que representa a un sujeto para otro significante. Pero dejaremos esta discusión para otro momento.

El dinero es un símbolo abstracto, un representante del valor de las cosas. Pero lo que logra el dinero, es producir un espacio de intercambio de mercancías (incluido el trabajo humano) que son convertibles entre sí gracias a un sistema de equivalencias: un cuaderno es equivalente a una bebida azucarada porque ambos cuestan 10 pesos. Así, todas las cosas, en tanto que tienen precio, pueden ser puestas en un mismo sistema de equivalencias. En el mercado no hay sino mercancías, ellas valen por su relación con otras mercancías, no hay exterioridad a dicho mercado y toda mercancía es conmensurable con cualquier otra.

Este esquema es visible en nuestra filosofía contemporánea del lenguaje, particularmente en la deconstrucción. Para la perspectiva de la deconstrucción no existen sino significantes: no hay nada fuera del lenguaje. Cada significante es idéntico al otro, o absolutamente conmensurable dentro un sistema de equivalencias. Es decir, cada significante es abstracto, vacío, intercambiable, cuya función solamente cobra su valor dentro de una cadena con significantes. El resultado es el sentido, es decir, algo comprensible por alguien (análogo al valor de uso). Pero toda construcción, cadena o frase está hecha para ser “consumida”, pues pronto será devorada en el intercambio lingüístico. Nada dicho dura más allá del contexto de su emisión y recepción, por más que los contextos de recepción sean, en principio, interminables. Ese es el punto: un sistema finito de mercancías es capaz de generar una combinatoria infinita (piénsese en su conjunto potencia) de intercambios. De la misma manera, un conjunto finito de palabras es capaz de producir un número infinito de combinaciones en frases y de significaciones de éstas, que dependen de nuevos contextos de recepción-enunciación, etc.

Un significante es, en principio, equivalente a cualquier otro significante: es una pieza vacía, sin sentido fuera de una frase. Todo lo que pueda decir en la lengua (lo cual es una redundancia, pues no hay decir posible fuera de ella) está preso de este sistema abstracto definido a priori. Pero, puesto que este sistema es infinito, es también “abierto”, ilimitado. Quizá se pueda entender la diferencia pensando en la superficie de una esfera. Nos podemos mover en su superficie y nunca saldremos de ella, nunca nos toparemos con un borde. Vivida desde dentro, ella es “infinita”, pues admite un número infinito de trayectos. Pero, al mismo tiempo, ese espacio no solamente posee una forma definida, sino que, además, es finita (compacta). Las consecuencias son evidentes: el espacio infinito de la lengua gracias a sus posibilidades de juego es, al mismo tiempo, una suerte de espacio cerrado. En esto consiste en núcleo de la deconstrucción avanzada por Derrida: todo sistema filosófico que pretenda ofrecer un término absoluto que lo sostenga debe conceder una imposibilidad esencial, pues dicho término depende, a su vez, de otros términos, que le dan identidad, pero que también ponen esa identidad en movimiento. Un significado trascendental sería aquel término que daría finalmente consistencia (totalidad, cierre) o referencia (un punto arquimideo exterior al sistema) al discurso. Pero no hay exterioridad al sistema, todo se encuentra siempre retomado en él y, adicionalmente, dicho sistema se compone por diferencias parciales y locales, que, en el momento en que fijan un término, lo vuelven a movilizar.

Este argumento ha sido extrapolado al campo social por Mouffe y Laclau. Según ellos, el campo social no puede ser abarcado por ningún concepto. Particularmente, dirán, no es la lucha de clases la oposición central de la sociedad que daría cuenta, sin resto, de su dinámica. Lo que hay, en cambio, es una multiplicidad de intereses y puntos de vista, cada uno clamando por reconocimiento. El campo social está estructurado según discursos. Cada uno de ellos representa una causa (política, social, económica), siendo todas ellas equivalentes entre sí. Además, son vacías en sí mismas y solamente cobran relevancia por el contexto en el que se insertan. De nuevo, en este mercado de los discursos y las causas, cada quien tiene su propia agenda y no puede, a priori, articularse con la otra. Para que esta diseminación de causas e intereses no haga explotar el campo social en una multiplicidad inconexa, es necesario producir hegemonía, es decir, articulación entre diferentes grupos. Esto se logra de manera parcial y efímera a partir de agrupaciones que comparten un significante vacío, por ejemplo “capitalismo”.

Pero el capitalismo no es nada en sí mismo, no es una estructura, sino solamente aquello que sus adversarios dicen que es; no es nada fuera del resultado de discursos que lo definen y que, al mismo tiempo, lo pierden al buscarlo. Es lo que sucede con toda filosofía que opone el saber (que sería objetivo) de la verdad (que sería subjetiva). El dualismo objetividad-subjetividad renace aquí y según el cual el mundo es un lugar inaccesible o neutro, que se vuelve significativo cuando alguien le pone valor. Ahora, ese valor es puramente subjetivo, no-compartible con otros, insondable y separado de toda objetividad. Es así que cada identidad resulta evanescente-contingente, pero también sus “adversarios” (capitalismo, modernidad, metafísica, patriarcado, Estado, imperialismo, colonialismo, etc.); ambos son correlativos y carecen de estabilidad estructural y, por tanto, no pueden ser descritos rigurosamente por ningún discurso científico-crítico. El resultado es claro, a partir de ahora todas las luchas son equivalentes y cada quien tiene el derecho y la libertad de elegir su bandera, sin ninguna obligación con nadie más.

Este historicismo radical, sin embargo, no pretende renunciar al universalismo. Por el contrario, afirma que las articulaciones sociales de diferentes grupos son capaces de crear sitios (loci) donde se produzcan efectos universales. Pero, nuevamente, en tanto que ese sitio depende de su “lugar” o “relación” con otros sitios, es decir, con otros discursos, su universalidad queda nuevamente en entredicho, precipitándose en una demanda particular. Lo que se asegura aquí, sin duda, es la apertura del campo social. También se desarrolla un discurso contra el totalitarismo que pueda desarrollar cualquier discurso particular al quererse abogar supremacía sobre los otros. Pero el precio es que el discurso se vuelve abstracto, vacío, intercambiable, un mero efecto del campo social de fuerzas. En cierto punto, esta descripción no parecería distinta de la del liberalismo económico reciente que recela del Estado y que celebra el “libre” tránsito (e.d., intercambio en el mercado) de mercancías.

Común a la deconstrucción y al credo liberal actual es que, si no postulamos ningún significado trascendental (una totalidad o referencia externa al sistema), es decir, ningún elemento de control externo (como el Estado), entonces el “libre juego” se efectuará sin obstrucciones. Este libre juego, puesto que no está cargado en ninguna dirección, tiende bien al equilibrio económico, bien al desequilibrio de la diferencia. Equilibrio y desequilibrio son aquí dos maneras de ver el mismo fenómeno: la no-obstrucción, la no-injerencia subjetiva garantizan un óptimo. Como ha escrito Boris Groys (La postdata comunista), el deconstruccionismo y el mercado liberal se asemejan en tanto que hacen coincidir el juego de significantes/mercancías con una libertad originaria, que solamente se vería empañada cuando un elemento se busca “superior” o “exterior” a dicho juego.

En ambos casos la justicia/equilibrio se efectuará sola, en un tiempo infinito, abierto, sin restricciones de ninguna clase (y ello sin abandonar la finitud; por el contrario, es la finitud la que hace posible un tiempo ilimitado). Si nadie obstruye ese juego libérrimo, que, por cierto, no requiere trabajo, ni energía, ni incluye plazos, se balancearía/corregiría solo. No habría perdedores. Pero ¿debemos entonces renunciar a toda crítica del sistema económico, tratarlo como una perspectiva entre otras, equivalente a la lucha por derechos de cualquier grupo? Si reactualizamos la observación de Marx, es fácil ver un juego de este tipo tiene supuestos muy claros: un sistema de equivalencias, un principio de cierre, una naturaleza abstracta, etc. No hay nada originario en este modo de concebir la relación entre hombres, posiciones, palabras o mercancías. Debemos, sí abrazar todas las causas que aparecen en la esfera liberal y, al mismo tiempo, cuestionar la esfera liberal que las hace meros discursos, meras posiciones identitarias. Esto exige la capacidad de articular la dimensión abstracta e irreductible de las relaciones humanas y las relaciones materiales, sin tratar de colapsar unas en las otras. Hay que comprender, más bien, su complicada interrelación. Hoy el capitalismo duplica su terreno de juego en la explotación “clásica” del trabajo y en la explotación del “intelecto general”. Es decir, es capaz de hacer mercancía tanto al trabajo vivo, como al trabajo intelectual, tanto al cuerpo, como a la psiqué (deseos, aspiraciones, fantasías) y que se conoce ahora bajo el binomio de “bienes y servicios”. Los servicios incluyen la esfera del intelecto, de las pasiones y las fantasías puestas a trabajar para la acumulación de valor por parte de alguien. Es así que podemos comprender el llamado capitalismo cognitivo propio de la alianza entre información y capitalismo.

Es momento de comenzar a retornar, lentamente, al tema que nos ocupa: el significado de Assange en la sociedad de la información. Podemos comenzar diciendo que este juego “libre” de elementos abstractos intercambiables y que se materializa en la economía (mercancías) y en la sociedad (información) es un producto de un pensamiento formal que se ha introducido en la sociedad hasta su tuétano y que hoy es gobernado por máquinas y algoritmos. Para comprender esto debemos desentrañar el vínculo que hay entre la estructura clásica de explotación/obtención de plusvalor, la era de la información y el papel de la cibernética en todo ello.

(…continuará en una segunda parte).

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Arturo Romero Contreras

Es doctor en filosofía por la Universidad Libre de Berlín, Alemania. Actualmente es profesor-investigador de tiempo completo en la Facultad de Filosofía y Letras de la BUAP.