Invierno en la milpa

  • Ignacio Esquivel Valdez
Las jornadas terminan con cuerpos sudorosos y un cansancio tal que ablanda a más terco de los cuacos

El trabajo en el rancho suele ser muy pesado, especialmente para los caballos que tienen que tirar de los arados para para abrir la tierra, voltear, surcar y escardarla cuando se siembra el maíz. Las jornadas terminan con cuerpos sudorosos y un cansancio tal que ablanda a más terco de los cuacos. Si alguno es tan malo para no dejar ponerse la silla de montar, al cabo de una semana se vuelve mansito, pero eso sí, somos muy valientes, nada nos asusta, ni las fieras que bajan del monte, ni los cohetones de las fiestas, ni las sombras de la noche, bueno, a menos que seas un potrillo.

Después de la cosecha llega el tiempo de descanso, pues no hay que trabajar con el arado, si acaso tirar de una carreta que es juego de niños. Muy temprano nos sacan de la caballeriza y junto con cabras y vacas nos dejan meter a la milpa para comer hojas secas de maíz, a veces cubiertas de escarcha helada, y una que otra mazorca olvidada, de las que llaman “para la pepena”. A pesar de que hace frío, buscamos con poco éxito algo más que los tallos marchitos.

Cuando era muy chamaco, en mi primer invierno, yo ya estaba destetado y solía salir corriendo a la milpa para comer a mis anchas. Me gustaba meterme entre las cañas para que nadie me viera jugar a que yo jalaba el arado. Imitaba los gestos de mi pa’ y mi tío cuando trabajaban, bufaba por el esfuerzo y apuraba el paso cuando, según yo, terminaba el surco. Luego, me iba a mordisquear rastrojo.

Me di cuenta que poco a poco amanecía más tarde, así que un día que nos abrieron la puerta todavía estaba oscuro y yo salí como siempre a galope para desayunar y jugar. Al llegar a la milpa ¡Santo Dios! No había cañas, pero lo peor era que en el terreno había unas sombras grandes y extrañas que no adivinaba qué era y, como no se veía bien, pos de vuelta a la caballeriza más rápido de como salí.  Todos se extrañaron al verme, mas no dijeron nada y se salieron. Yo me quedé ahí con las patas como si fueran varas de membrillo que se doblan mucho temblando, pero no se quiebran.

Después del medio día una vaca se acercó y me dijo “¿Qué te pasó? ¿Por qué estás ahí escondido?”, “En la milpa hay unas cosas grandes que se comieron las cañas”, le dije, “No muchacho, esas cosas que están en el barbecho son los toritos y están hechos con las mismas cañas, los rancheros cortan el rastrojo y lo amontonan”. No podía creer lo que me decía ¿En vedad no eran una clase de monstruo que habían invadido el terreno? “No, yo creo que los pusieron ahí para que no nos acerquemos”, pensé en voz alta, “No seas tonto, yo misma acabo de comer ahí, mira, quítate ese miedo, y si vas te voy a decir un secreto”. La curiosidad de escuincle fue más grande que mi miedo, así que levanté la oreja para que me susurrara “Dentro de los toritos, hay un tesoro, no cualquiera lo sabe, pero si quitas algunas cañas lo encontrarás”.

No sabía si creerle o no. Primero pensé que era un engaño, pero por otro lado ¿Para qué querría ella engañarme? “Vente, yo te llevo para tengas confianza y piensa que sólo es un montón de cañas que te vas a comer”. Sus palabras me convencieron y salimos juntos, tomamos el camino y pasando el gallinero ahí estaba otra vez el terreno de lo había sido una milpa. Ahora ya podía ver que sí se trataba de rastrojo apilado, aunque me seguían pareciendo un horror. Me fui acercando poco a poco con la vaca y me animó a mordisquear algo para disimular. Luego, se aseguró de que nadie nos viera y comenzó a quitar cañas una por una para buscar el tesoro que me había dicho. Después de un rato volteó y me dijo “Aquí no hay, vamos a otro torito para buscar, pero con mucha discreción, no quiero que los demás se enteren”. Llegamos a otro montón de cañas y susurró “Búscale tú por aquí”. Con el hocico fui retirando una a una las plantas secas que me di cuenta que algunas ya no estaban unidas a la tierra y otras todavía clavadas en los surcos mostrando algunas raíces. Volteé a ver si nos miraban y cuando regresé los ojos ¡Aaaaaaah! Algo se abalanzó sobre mí y me hizo brincar del susto. Corrí como cuando aprendía caminar de recién nacido, a puras caídas. Las patas se me atoraban en las hierbas y apenas me levantaba, otra vez a besar la tierra. Como sea llegué nuevamente a la caballeriza y ahí me quedé toda la tarde. Cuando regresó mi familia, nadie dijo nada.

A la mañana siguiente, me quedé otra vez temeroso de que me pasa algo. La vaca que se había dado cuenta del asunto se me acercó y me dijo “Ahora ¿Qué pasó? No me digas que te volviste a asustar”, “¿No te diste cuenta? el torito me atacó”, “Pedazo de sonso te salió un chivo que estaba descansando ahí, eso fue todo”. Al escuchar eso me sentí muy mal. No sé qué era peor, quedar en calidad de tonto o miedoso, así que me salí para no seguir hablando con la vaca.

Cerca del gallinero esperé todo el día para darme valor y volver al terreno, el sol se iba ocultando y las sombras iban reclamando su lugar. Me escondí detrás de unas plantas cuando mi familia pasó por ahí de regreso y luego llegué a donde estaban los toritos. Como casi oscurecía, las montañas de rastrojo volvían a recuperar su aspecto tenebroso. Yo mismo me iba diciendo “Es un montón de cañas, cañas que me voy a comer”. Ya casi no podía ver el suelo que pisaba porque miraba de frente al torito que se iba haciendo más grande conforme avanzaba. Sentía que el corazón se me iba a salir del pecho. De pronto ¡Ay Dios! Pisé una piedra mal puesta y perdí el equilibrio, tropecé con la pata de una caña cortada y me fui trastabillando hasta chocar con el torito y meterme dentro de él. Se me salió el aíre por golpearme el estómago y me quedé tirado ahí toda la noche, no sé si de cansancio, autocompasión o porque no quería enterarme qué había pasado.

Me desperté cuando ya había salido el sol. Sentía la panza un poco húmeda y me levanté rápido para ver qué era. Sacudí la cabeza y me levanté con dificultad. Comprobé que estaba dentro del torito y comencé a quitar las cañas secas para poder salir. Al entrar la luz poco a poco se fue haciendo visible con lo que había chocado y ¡Sorpresa! Había encontrado lo que la vaca había prometido, tenía el tesoro delante de mí.

Dentro de los toritos los rancheros, después de recoger el rastrojo, dejan calabazas de castilla que se dan dentro de la milpa. Al estrellarme con una pila de ellas, alguna se rompió y derramaron su contenido, unas ricas semillas que muy pocos pueden saborear, pues casi nadie sabe que están ahí y, por supuesto, no tienen idea lo deliciosas que son. Un manjar en temporada de secas y frío.

Cuando conozca algún ternero miedoso, le devolveré el favor a esa noble vaca.

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Ignacio Esquivel Valdez

Ingeniero en computación UNAM. Aficionado a la naturaleza, el campo, la observación del cielo nocturno y la música. Escribe relatos cortos de ciencia ficción, insólitos, infantiles y tradicionalistas