Alfredo

  • Alejandra Fonseca
Una historia juvenil que perdura más allá del tiempo y del espacio. El Americano, testigo.

En pleno evento, sentado frente a mí al otro extremo de la mesa, lo observaba; igualito a su hermano: misma risa, mismo tono de voz, mismo volumen en sus gritos… misma altura, misma tez blanca, misma mirada chispeante, pero no el mismo color de ojos; claros ambos pero no azules como los que veo, y ambos buenas personas y galanes como dicen que era el papá a quien no conocí pero se sabía.

 

A Alfredo lo veía muy alto. Era más grande que yo también en años: mientras yo era chiquita, -estaba en primero de secundaria-, él era grande, -iba en la prepa-. Visto hoy, no son muchos años pero a esa edad y en esa época, era una gran diferencia.

 

La ubicación de la casa de mi infancia era un privilegio para convivir con quienes íbamos al Colegio Americano ya que está enfrente, y siempre que terminaba de comer, salía a encontrar a mis amigos que llegaban a vagar a las puertas del colegio igual que yo.

 

Ahí siempre estaba él. Sabía que yo saldría después de comer y, mirando hacia la fachada de mi casa, desde que me veía salir y cerrar la puerta tras de mí, gritaba: “¡Ale, me tienes aquí esperándote como tu pendejo!” Y a carcajadas, corría yo a sentarme sobre el cofre de su coche y platicar.

 

Éramos inseparables, estábamos locos los dos y, juntos, potencializábamos la locura. Lo que no se le ocurría a uno, se le ocurría a la otra. Podíamos vernos todas las tardes de todos los días de la semana y no cansarnos ni aburrirnos. Al contrario, sábados y domingos sólo esperábamos fuera lunes por la tarde para volvernos a sentar o recargar en su coche estacionado en el mismo lugar de siempre frente a la escuela.

 

Lo que más hacíamos era reír y nuestras risas nunca concluían; tenían un continuo inagotable que nos daba cuerda para el tiempo que compartíamos y  alimentaba la alegría posterior cuando cada uno partía a su casa. Eso nos unía más que todo y no requeríamos a nadie más para sentirnos completos; es más, quienes se acercaban a platicar, sentían no embonar y se apartaban solitos porque el dúo estaba consumado y no cabía voz, risa ni carcajada adicional. Éramos felices, estábamos plenos.

 

Aldo, su hermano, el de ojos color azul, a quien observo con mirada de lince para recordar lo que me hace sentir tan bien por dentro, después de saber que yo adoraba a su hermano, me preguntó: “¿Fueron novios?”, “No”, respondí y en mi interior proseguí: “no necesitábamos ser novios”. Aldo continuó: “En confianza, ¿tuvieron algo?” “No, -respondí-. Yo estaba muy niña y después que él terminó la prepa, no supe a dónde se fue y nos perdimos de vista.” Supe que se casó, tuvo hijos y que hace algunos años murió en un accidente automovilístico.

 

Mi querido Aldo, te quiero porque quiero a tu hermano Alfredo. Gracias porque al mirarte, escucharte y convivir contigo, revivió en mí la revitalizante alegría de vivir y el profundo sentimiento de bienestar que tu hermano y yo compartimos. Te confieso: fue mejor no ser novios porque así este sentimiento perdura sin mancha ni historia concluida. No se acabó, continúa el “todo” y el “siempre”. Gracias.

 

alefonse@hotmail.com

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Alejandra Fonseca
Psicóloga, filósofa y luchadora social, egresada de la UDLAP y BUAP. Colaboradora en varias administraciones en el ayuntamiento de Puebla en causas sociales. Autora del espacio Entre panes