Catre de burdel

  • Alejandra Fonseca
Las inclinaciones infantiles salen a relucir de vez en cuando en la vida adulta.

Se me destapó una muela por ese afán nefasto de comer esos chiclosos de leche tan deliciosos que desde niña son mi delirio. Al masticar lo último de uno, sentí algo extraño en una muela. No es la primera vez que me pasa. Desde chamaca adquirí práctica en los menesteres de no tragarme las amalgamas que se me aflojaban por los susodichos caramelos suaves. Son mi vicio. Me sé el procedimiento: Al masticar el bolo chiclosudo sientes algo flojo y luego duro; escupes y buscas la amalgama en los restos y la salvas. Entonces procedí a lo que seguía: Escupí, me pasé la lengua por los dientes para saber si había algún orificio y busqué la amalgama. Pero no, esta vez no se zafó el empaste: estaba ahí, flojo pero atorado, y ya no quise moverle más. Muy previsora yo, lavé mis dientes con las mandíbulas casi cerradas, con un sistema de irrigación dental para que no se saliera el empaste, ni me lo tragara ni lo perdiera.

Era de noche y llamé de inmediato a mi dentista de cabecera para una cita lo antes posible. “Mañana a la 1 PM”, dijo. Esa noche y la mañana siguiente bebí sólo líquidos para no masticar nada y cuidar mi amalgama.

¡Ja! ¡Qué absurdos son los costos y las hipocresías de los placeres! Primero mastico chiclosos que, infaliblemente, se me pegan en los dientes y en muchas ocasiones, me meto el dedo a la boca para despegarlos y seguir saboreándolos, y hasta me chupo el dedo; y luego, cuando alguna amalgama se vuelve bailarina o de plano desertora, para no moverla más ni tragármela al masticar, sólo bebo licuados. Vicios de la infancia.

 Total que con mi boca muy limpiecita y fingiendo demencia, llegué con mi dentista. Le enseñé cuál era la amalgama floja. La sacó y todo estaba limpiecito: nada olía mal: ni la amalgama ni el orificio de la muela. Hipócrita como suelo ser en cuestiones de esconder las consecuencias de mis vicios infantiles, le dije que me cuidaba mucho mis dientitos para conservarlos en excelente estado, sin caries para que me duraran hasta ya grande; que ya no masticaba chicles ni chiclosos. No sé si se lo tragó pero no dijo nada, ni me miró con ojos de “¡Te conozco!”. Quizá ni le importa porque entre más chiclosos, más trabajo.

Pulió la amalgama, preparó el cemento y limpió el orificio de mi muela. Al sentarse en su banco, dijo: “¡Me choca esta chingadera, rechina como catre de burdel!”

¡Cada quien con sus irrenunciables y equiparables vicios infantiles: yo con mis chiclosos y él, con su inolvidable rechinido de catre de burdel!

alefonse@hotmail.com  

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Alejandra Fonseca
Psicóloga, filósofa y luchadora social, egresada de la UDLAP y BUAP. Colaboradora en varias administraciones en el ayuntamiento de Puebla en causas sociales. Autora del espacio Entre panes