La recurrencia de las desgracias humanas

  • Guillermo Nares
Así lo muestra la historia de la humanidad y de los fenómenos naturales. Y la humanidad sigue.

Los huracanes y terremotos en nuestro país han dejado pérdidas hasta hoy incuantificables en vidas humanas, además de falta de servicios, pérdida de viviendas, daños en vías de comunicación, desabasto de productos básicos en los estados del sur.

Los dos últimos terremotos fueron inmisericordes. El istmo de Tehuantepec y la costa de Chiapas fueron literalmente destruidos el 7 de septiembre. Sin sobreponernos todavía del colapso, el pasado martes 19 ocurrió otro sismo que afectó la zona urbana de mayor densidad poblacional: la Ciudad de México, Morelos, Puebla, Tlaxcala. Otra vez, severos daños y afectación de la vida cotidiana. Con un ingrediente, justo por haber ocurrido en dos zonas metropolitanas, la del centro del país y la zona metropolitana de Puebla, con potenciales riesgos de desequilibrio social.

Las crudas imágenes revelan la intensidad de la tragedia. Para nuestro estado la situación es de emergencia en el interior, particularmente en la región de la mixteca poblana colindante con el estado de Morelos. La ciudad está de luto por las lamentables pérdidas de vidas humanas. Se han documentado destrucción de viviendas y daños estructurales en edificios y monumentos históricos.

Aunque es un lugar común, o por ello mismo, vale considerar nuestra finita condición humana. Nuestro pasado como especie humana ha sido siempre a contrapelo de lo incierto de los fenómenos de la naturaleza. Estos siempre han estado presentes. Han derruido una y otra vez ciudades y civilizaciones enteras y una y otra vez el ser humano vuelve a encararla para iniciar.

No son muchas las herramientas que tenemos para lidiar con los fenómenos naturales cuando éstos aparecen descontrolados, agresivos, destructores. La historia es prolífica en desgracias por estos cataclismos. 

 Si bien se cuenta con cierta tecnología y datos científicos para enfrentar elementos destructivos del entorno, la capacidad predictiva no es suficiente para aminorar los daños que ocasiona. Menos ha sido útil la ingeniería social. Ambos, el conocimiento del universo y el estudio del comportamiento social, ayudan en parte, desde luego. Sin los avances científicos los daños y sus efectos podrían ser mayores.

En cambio, la condición humana que es social, decían desde el medioevo, emerge en el momento. La presencia mitiga en parte los impactos funestos.

En tiempos de desgracias dicha condición sobrepasa en mucho la respuesta de las instituciones y de los actores políticos. Las miles de manos, la sumatoria de esfuerzos y voluntades, el gesto de apoyo, la ayuda, el otorgamiento, la donación, el acompañamiento, la solidaridad –le llaman otros- obsequian calidez en el dolor. El volcamiento de miles de voluntarios muestra que para enfrentar la parte agresiva de la naturaleza no hay otro camino de mayor efectividad, que el de la articulación de voluntades y esfuerzos sociales.

El ambiente nos muestra que en lo individual somos extraordinariamente frágiles. Nuestra condición social nos permite mejores condiciones para enfrentar y sobrellevar los efectos de eventos catastróficos.

Lamentablemente hay una tendencia a destruir los lazos de convivencia social y de exaltamiento del individuo por encima del cuidado y cultivo de conductas colectivas. La comunidad, la interacción de los individuos, la deliberación comunitaria se observa y se presenta al imaginario social como el enemigo del orden que exalta al individuo.

Sin dejar de reconocer que la benignidad de los recursos de la Tierra han permitido construir grandes conglomerados urbanos y acceder a mejores niveles de bienestar, el potencial destructivo externo, muestra que la sociedad se ha modelado como tal gracias a la sabiduría derivada de su permanente confrontación con gigantescas fuerzas agresivas desatadas de vez en vez.

Hace falta entonces capacidad de prevención, mayor realismo ante los siniestros provocados por la naturaleza y acaso ambición de miras en lo que hoy, todavía se le llama “protección civil”, por cierto, ubicado este rubro en la gestión gubernamental en una posición marginal.

No hay que olvidar que nuestras zonas urbanas son de riesgo, por concentrar a muchos habitantes coexistiendo con industrias peligrosas, y por ello mismo en riesgo de colapso por eventos imprevisibles ante la lluvia, el viento, los temblores o el calentamiento global.

La cultura preventiva sobre el riesgo latente debe considerar el potencial que significa la participación de los miles de mujeres y hombres de todas las edades que emergen “espontáneamente”. Son la base de cualquier programa de protección civil y es un verdadero desperdicio, lamentablemente traducido en pérdidas de vidas humanas, sostener con recursos públicos oficinas que en momentos de crisis quedan totalmente rebasadas.

En suma, hace falta en la administración gubernamental cuidado de la protección civil, acaso un rediseño que contemple con realismo, escenarios de catástrofes. Puebla es una ciudad de riesgo y las políticas de protección civil deberían mejorar los filtros para autorizar construcciones, transparentar los mapas de riesgo de las zonas urbanas y especialmente de todas las instituciones educativas, cuidar del deterioro las rutas de escape, educar en la prevención, en el riesgo.

La amplia participación social no solo es absolutamente honrosa, de honor humano, es altamente aleccionadora para las autoridades gubernamentales. Las catástrofes y sus efectos pueden aminorar si se deja de sentir temor de la participación social.

gnares301@hotmail.com

Opinion para Interiores: 

Anteriores

Guillermo Nares

Doctor en Derecho/Facultad de Derecho y Ciencias Sociales BUAP. Autor de diversos libros. Profesor e investigador de distintas instituciones de educación superior