Veritas

  • Arturo Romero Contreras
Continuación de las reflexiones de: La verdad y la posverdad frente al asesinato de periodistas.

Propongamos la siguiente tesis: la verdad es la justicia. Con esto no queremos decir que ambos términos sean idénticos sino que hay una relación esencial entre ambas. Concretamente, podemos leer la verdad a partir del espacio de la justicia. ¿Cómo es esto? ¿Cómo debemos leer el “es”, en la frase “la verdad es la justicia”?

 

Tenemos que interpretar el verbo es no como igualdad ni tampoco como fundamento sino como lo que los matemáticos llaman un morfismo. En términos intuitivos interpretaríamos esta palabra como la posibilidad de pasar de un término al otro bajo ciertas reglas. Dicho con otras palabras, la palabra verdad la podemos “mapear” con el término justicia, de tal modo que donde leemos la palabra verdad, podemos adjuntar la palabra justicia de tal modo que ambas palabras nos exhiban su relación profunda y una permita leer la otra. Leemos entonces la verdad desde el punto de vista de la justicia para mostrar que al pasar de un término al otro, hay una cierta estructura que se mantiene.  

 

Algo similar ocurre cuando intentamos explicar el sentido de una palabra por su etimología. No hacemos otra cosa que establecer un triángulo que permite unir palabras en nuestra propia lengua por el puente virtual del término en otra. Demos un ejemplo. Heidegger ha remitido el término verdad (en alemán Wahrheit) a su “original” griego. Veritas, Wahrheit o truth, serían todas imperfectas traducciones del griego “aletheia”. Heidegger juega con la composición de la palabra griega, que pareciera estar compuesta por un alfa privativa (que juega el papel de negación, como funciona la a en el español en palabras como a-moral, a-fónico, a-noxia, etc.); la otra parte de la palabra (lethe) significaría olvido, como el río Leteo de la mitología griega, que se encuentra en el Hades y del que si se bebía un sorbo, se olvidaba todo. Así, el término verdad significaría para Heidegger des-olvidar algo, es decir, sacarlo del olvido, de la oscuridad, y traerlo a la luz. Pero ¿en qué consiste el procedimiento? En unir la palabra verdad con la palabra olvidar y a ambas con la palabra revelar (o desocultar), tres palabras de nuestra lengua (en el caso de Heidegger son Wahrheit, Vergessen y Offenbaren) por mediación del término griego.

 

Se trata de tres palabras usualmente desconectadas, pero que pueden ser puestas en una constelación de sentido a partir de un desvío por la palabra griega.

 

Una metáfora funciona de manera parecida. En ella, una palabra (que se dice con un contenido “real”) es reemplazada por otra (llamada imaginaria por su sentido evocativo) a partir de un elemento común, isomórfico o de parecido. Teresa de Ávila llama al alma (la palabra con contenido “real”) un castillo (palabra con contenido imaginario) porque se despliega como un espacio lleno de recovecos (el parecido estructural entre alma y castillo) que no se puede aprehender de un vistazo, sino que necesita ser recorrido. En Teresa de Ávila, el camino para lograr el conocimiento del alma es la meditación, que se asimila a un recorrer el castillo, y el fin de ese conocimiento de las moradas del castillo interior, es llegar a la verdad. En la pintura medieval y renacentista es usual encontrar edificios “cortados” o “abiertos” con el fin de que se vea el interior, en donde suelen representarse diferentes momentos de una historia de una forma simultánea. Los momentos de la historia quedan separados por la arquitectura (una columna, un muro), pero el tiempo mismo crea una especie de arquitectura, ligando así tiempo y espacio en el alma, como decía Agustín en sus Confesiones. En la siguiente imagen (ver aquí) podemos ver a santa Catarina de Siena con cuatro monjas, pintado por Andrea di Bartolo. En parte inferior se ven cuatro momentos de la vida de santa Catarina distribuidos en cinco espacios, cuatro de ellos interiores.   

 

Con la metáfora de santa Teresa, se hace mucho más que dar una imagen al alma, una mera ilustración para dar color a sus reflexiones. Cuando el alma es pintada como un castillo, todo el universo de los castillos se proyecta sobre el espacio del alma, de tal modo que, si la metáfora es buena, reflexionando sobre un castillo y los elementos que componen su constelación (lo que hay en un castillo, pero también lo que lo rodea), comprenderemos algo esencial del alma, a saber, que es un espacio, que ese espacio tiene una forma, que dicho espacio se conoce desde dentro, recorriéndolo y no “con vista de águila”, desde arriba y que ahí se aloja una verdad. Por la metáfora, el mundo de los castillos y del alma entran en vecindad, o mejor, en una relación de co-bordismo, como se dice en topología. Para dar una imagen intuitiva de ello pensemos que dos espacios son conectados por un tercero, pero en una dimensión superior. En la imagen vemos cómo dos círculos (el alma y el castillo en nuestro ejemplo), que son figuras planas, unen sus bordes en un tercer círculo, pero sólo a través de una figura tridimensional (la metáfora misma)-ver aquí-.

 

Con estas indicaciones sobre el verbo “es” como una especie de función que conecta diferentes espacios, objetos, sujetos, sujetos con predicados, etc., sea entre dos espacios directamente o por un tercero, volvamos a la tesis inicial: la verdad es la justicia. Cuando decimos que algo es verdadero tenemos al menos tres elementos: alguien que lo dice, algo respecto a lo que se dice y alguien frente a quien ello se dice. Nada es en sí verdadero o falso sino lo que se dice respecto a ello. Por ejemplo el volar de los pájaros no es ni falso ni verdadero, simplemente es. Pero en cambio decir que los pájaros vuelan sí puede calificarse como verdadero o como falso. En otras palabras la verdad solamente aparece en la enunciación. Es una trivialidad decir que primero tiene que haber cosas o tiene que haber hechos y que después estos resultan verdaderos o falsos.

 

La enunciación es un proceso más complicado. Cuando afirmamos que algo es así o asá buscamos ser doblemente justos: por un lado tratamos de ser fieles a aquello de lo que hablamos. Si queremos orientarnos por la verdad, entonces nos cuidamos de no torcer o manipular aquello de lo que hablamos por algún beneficio y todo lo que agreguemos a los “datos” está en función de ser fiel al fenómeno mismo que se ha presentado. Puesto que nada se muestra totalmente, hablar de aquello que se nos presenta exige hablar también de lo que se sustrae. Pero por otro lado, la enunciación es más que una mera repetición de cómo creemos que son las cosas. En la enunciación va también una posición propia: yo soy el que afirma esto o aquello. Por eso cuando se habla sobre las cosas, también se habla sobre uno mismo. Así, se puede decir algo verdadero respecto a las cosas, pero con el fin inconsciente de engañarse a sí mismo, de perpetuar un fraude interno. Los lingüistas distinguen entre el sujeto del enunciado (ese que dice “yo” en la frase) y el sujeto de la enunciación (ese que pronuncia la frase).

 

En la enunciación podemos entonces tratar de hacer justicia tanto a las cosas tal y como se nos dan (y puede tratarse de hechos objetivos o de lo que presenciamos como testigos en eventos que involucran a otros) y aquello que implica lo dicho para el que habla. En otras palabras, hay una dimensión cognitiva (epistemológica, relacionada con las cosas y sus estados) y otra ética (del deseo propio) de la verdad, que se conjugan en toda enunciación. Renunciar sin más a cualquiera de ellas significa quedarse con una verdad a medias. Faltar al hecho, por una supuesta verdad subjetiva, es el acto ideológico favorito de los autoritarismos. Hemos hablado en la columna anterior de la “posverdad” como ese fenómeno que intenta pasar por encima de los hechos y afirmar solamente interpretaciones que provengan de “profundas verdades históricas” (que llamaremos subjetivas). Pero afirmar los “hechos” de manera anónima supone borrar al sujeto que habla y disolverlo en un mundo anónimo; y también, intenta hacer pasar toda afirmación como un hecho inapelable, donde se taparía el hecho de que toda verdad objetiva se dice en cierto momento, busca ciertas consecuencias, se inserta en contextos prácticos e interpretativos más amplios, etc. 

 

Así que cuando nos pronunciamos (cuando decimos algo y lo afirmamos) nos referimos a algo previo que está ahí y que podríamos llamar real y que no podemos pisotear; y nos referimos también a un cierto efecto de interpelación subjetiva. Para aclarar esta idea podemos recurrir al cineasta alemán Alexander Kluge. En una entrevista que le realizamos un amigo y yo hace algunos años, Kluge expresaba su filosofía del cine de esta manera. Cuando miramos un filme nos enfrentamos a una doble expectativa. Por un lado esperamos que el filme sea realista en el sentido más amplio del término. Todo es posible ahí… dentro de los límites de lo creíble. Romper las reglas no escritas del género implica romper la credibilidad. Las películas forzadas, los finales felices, las vueltas de tuerca no justificadas, la introducción de elementos arbitrarios, todo ello es prueba de un mal arte y de una traición al principio de verosimilitud del cine (que no debe confundirse con el principio de realidad del que habla Freud, el cual queda fuera de la sala de cine y por tanto de la ficción, gran aliada de la verdad). Por otro lado, dice Kluge que hay siempre en una película una expectativa irrenunciable de felicidad, es decir se espera una suerte de revelación que produzca un instante de redención. Lo que Kluge llama felicidad como expectativa de una película, es que ésta nos sorprenda y al mismo tiempo haga visible lo que para nosotros estaba antes sumido en el silencio o la indiferencia. Nos interpela una verdad, algo singular.  Quién dice que prefiere ser inteligente a tener ese instante de felicidad permanece en la arrogancia del pseudo-realista que afirma la fatalidad del mundo y se complace tan sólo con ser su inteligente testigo. En el cine entran en juego el principio de verosimilitud y el principio de interpelación, que componen dos dimensiones del vector de la verdad: su parte objetiva y su parte subjetiva trenzadas irremediablemente. Digo trenzadas porque no hay nada objetivo que pueda salvarse de su posición de enunciación subjetiva, ni ninguna verdad subjetiva que pueda pisotear el modo en que las cosas se nos dan y en los límites en que se nos dan.

 

Cuando no se hace justicia al género, cuando no se hace justicia a la época, cuando no se hace justicia a aquel de quien se habla pero también a aquello de lo cual se habla, se incurre en falsedad. Y también se es falso cuando el decir no apunta a una posibilidad íntima relacionada con el sujeto y lo que lo singulariza, es decir, cuando lo que se dice no tiene ninguna relevancia con el que lo dice o, peor, cuando eso que dice alguien forma parte de la red que lo esclaviza y lo pone al servicio de un amo real o imaginario, público o secreto. Pero hay un tercer elemento además de lo que se dice y del que dice: a quién se le dice. Por eso es que el cine produce una relación del dos: entre la imagen que habla y el espectador que la recibe y la elabora. Como siempre es a un tercero al que se habla (incluso en el diálogo interior) resulta que la verdad tiene tres aristas: un ello (la cosa), un yo (que habla) y un tú (que recibe), que en el fondo refleja la estructura misma tripartita del mundo.  

 

Es así que podemos vislumbrar la relación entre verdad y justicia. La verdad exige ser justa en aquello de lo que se habla (sea una cosa o una persona y que forman el horizonte del mundo), respecto a quien habla (el que enuncia y su deseo) y quien se habla (que constituye el otro con el cual se forja el  vínculo o lazo social). La primera arista de la verdad busca la fidelidad a un tiempo y a un espacio cuyas reglas no están escritas y no obedecen a ningún guion particular, pero que dan un horizonte de lo verosímil. La segunda arista pone en juego la verdad de quien habla, es decir, su deseo: ser fiel a sí mismo. Finalmente puesto que no se trata de serle fiel al propio deseo en el vacío ni a costa de lo común, existe ese valor veritativo y performativo que hace jugar la verdad siempre en un campo público y que constituye el humus de toda política.  

 

Para ilustrar esta relación, podemos analizar una representación de la verdad en el arte plástico. Recordemos que el término veritas significa en latín lo verdadero, tanto como lo correcto y lo justo. Es probable que el griego “aletheia” tenga que ver con lo oscuro y el olvido, porque la verdad es siempre elusiva, hipótesis que parece apoyarse con otros mitos de veritas como habitando en el fondo de un pozo, imagen que se vuelve muy famosa en la pintura del siglo XIX. Pero siglos antes Boticelli había pintado ya una verdad desnuda en su cuadro La calumnia de Apeles, inscribiéndola en el marco de la justicia humana y de los efectos sociales de la verdad. Aquí el cuadro: Ver.

 

En el cuadro podemos ver, en la extrema izquierda, al rey injusto, Midas, flanqueado por Sospecha e Ignorancia que susurran a su oído. Un juez que se deja arrastrar por su ignorancia y la duda superficial no puede sino ser injusto. Debemos aquí entender la figura del rey que juzga en el doble sentido: el juicio sobre las cosas y el juicio sobre las personas. En calidad de juez, no es posible renunciar ni a la convicción, ni a lo que se presenta como evidencia. Frente a Midas se encuentra Rencor, que le extiende su mano, vestido con una capa oscura.

 

Justo detrás podemos ver a la despampanante Calumnia vestida de azul y blanco, serena, pero portando una antorcha encendida, cuyo fuego parece alimentado por las otras dos figuras que la acompañan: Fraude y Trampa (o conspiración). Llama la atención que la calumnia lleve una antorcha, que podría confundirse con la luz de la verdad. Recordemos a propósito las palabras de Agustín en Las Confesiones: que el peligro más grande no consiste en ignorar la verdad, sino en confundirla. En una versión latina de las Fábulas de Esopo (Fedro, apéndice V-VI, Prometeus et Dolus, De veritate et mendacio: http://mythfolklore.net/aesopica/phaedrus/65.htm) encontramos la historia de un Prometeo que comienza a esculpir la estatua de la verdad (Veritas). Pero en una pausa en su trabajo deja la estatua encargada a Dolus (engaño), quien decide copiar la imagen de Veritas pero sin poder acabar sus pies. Esta figura, copia incompleta, no es igual a la verdad, y será Mendacium: la falsedad.

 

Regresemos al cuadro de Boticelli: a la izquierda de Calumnia vemos a un personaje con una capa oscura, es Arrepentimiento, que se encuentra más cerca de la verdad, la cual, sin embargo, no mira la situación, sino hacia el cielo, mostrando su impotente desnudez pero, al mismo tiempo, su severidad. Su cuerpo, en forma de “S”, no disimula su posición perpendicular al sitio donde se desarrolla la escena, es decir, la toca en un punto, pero se despliega hacia otro lugar. En el suelo, también desnudo, se encuentra el agraviado: Apelles, quien es arrastrado impotentemente y condenado por el juicio del Rey, a su vez movido por la ignorancia (objetiva) y la sospecha (subjetiva), que se conjugan en la calumnia, que viene a cernirse sobre un tercero.  

 

El cuadro puede leerse de muchas maneras, pero no parece forzado encontrar apoyo para lo que aquí avanzamos, a saber, que la verdad articula una dimensión cognitiva, subjetiva e intersubjetiva a la vez, porque vincula las cosas, el deseo y el vínculo social en un mismo trazo. Y vemos que la verdad se relaciona con la justicia en los mismos tres respectos: a) ser fiel a los hechos implica ser justo con lo que se nos da y como se nos da, b) ser fiel al deseo propio es ser justo consigo mismo, c) y puesto que la verdad está dirigida a otros y tiene consecuencias, ella existe donde hay justicia social.

 

Twitter: @arturoromerofil 

Opinion para Interiores: 

Anteriores

Arturo Romero Contreras

Es doctor en filosofía por la Universidad Libre de Berlín, Alemania. Actualmente es profesor-investigador de tiempo completo en la Facultad de Filosofía y Letras de la BUAP.