No es nada

  • Alejandra Fonseca
El trabajo del campo. Los kilos de maíz. Lo que hay detrás de una tortilla caliente y recién hecha.

El trabajo del campo es rudo, demandante, sin días de descanso ni vacaciones y al capricho de un  clima que ya no tiene orden. Los cultivos cuestan en todos los sentidos de la palabra, sean para los campesinos que cultivan para su autoconsumo o quienes lo hacen un negocio agroindustrial.

Recién tuve la fortuna de ir a un rancho donde siembran maíz en varias hectáreas. El dueño de las tierras me daba instrucciones en respuesta a las mil preguntas que le disparaba sin descanso: “Ahora aquí, en este surco, va la semilla de maíz ¡pero no te creas que es una semilla cualquiera! Éstas vienen preparadas para protegerse de cualquier plaga y la planta nazca sin problema. La medida entre semilla y semilla es, según cálculos, de las toneladas de maíz que pretendo. ¡Yo lo que quiero son kilos! –repetía constantemente el joven dueño--, ¡quiero kilos de maíz! A lado del surco de la semilla, a centímetros, viene otro surco para el fertilizante enriquecido”. Había llovido y la tierra estaba húmeda por lo que era más fácil trabajar la tierra.

Nos la pasamos yendo y viniendo de un lado al otro, echando bultos de fertilizante y semilla, para comprobar que cada surco tuviera la cantidad exacta de ambos. Seis vueltas en el tractor, de ida y regreso para, por fin,  confirmarlo. ¡Hasta echamos nuestras apuestas en el camino!

Sentada en el tractor mientras iba y venía disfrutando del campo, el atardecer y la intensidad del trabajo pero sobre todo de la gente, pensé en lo difícil que es valorar el trabajo que hay detrás de lo que consideramos una garantía de nuestra cultura: una tortillita calientita y tostadita recién salida del comal. Cuando tenemos en las manos no valoramos el peso específico del trabajo tanto en el cultivo como en hacerlas y las disfrutamos sin más.

De niña me emocionaba mucho acompañar a traer tortillas porque, sin falta, quien las “echaba”, cuando yo le pedía una calientita recién salida del comal, me ofrecía sal y me la regalaba. A veces hasta me hacía una chiquita especial para mí. Ese es uno de los recuerdos más dulces de mi infancia y a mi hijo le tocó pero de otra manera, cuando de niño me pidió dinero para salir a andar en bicicleta con sus amigos en un pueblo y, en el camino al pasar por una tortillería, se le antojó una tortilla. Era la primera vez que él se acercaba solo a comprar una tortilla y preguntó si le podían vender una. La señora muy amable le puso a la orilla del comal la tortilla bien calientita para que la tomara y le ofreció sal y salsita para echarle. Al tomarla mi hijo extendió un peso en pago por la tortilla y la señora, divertida, le dijo: “no es nada”. Mi hijo insistió en pagarle, ¡no podía creer que fuera gratis! y esa tortilla le abrió el mundo de la bondad de nuestra gente.

Ahora conozco y valoro más el trabajo específico en el campo para cultivar maíz, y sobre todo valoro y aprecio mucho más la bondad de nuestra gente que “echa” tortillas y te las regala, como si en verdad no fuera nada.

 

alefonse@hotmail.com 

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Alejandra Fonseca
Psicóloga, filósofa y luchadora social, egresada de la UDLAP y BUAP. Colaboradora en varias administraciones en el ayuntamiento de Puebla en causas sociales. Autora del espacio Entre panes