La basura, Trump y la posmodernidad

  • Arturo Romero Contreras
Es falso que estemos destruyendo la tierra

En un diálogo platónico interroga Parménides a Sócrates sobre la teoría de las ideas. ¿Será que -dice aquel- así como hay una idea del bien y de la belleza, habrá también una de cosas como el pelo, el lodo y la basura? Sócrates responde negativamente. Ideas lo hay sólo de lo más excelso, mientras que el pelo, el lodo y la basura son meros desechos, trozos de la copia de alguna idea.

Pero se equivoca. Hay una idea de la basura, tanto como hay una idea del origen o de la producción. Éste es el punto ciego de la filosofía que bufa bajo la fiebre de la producción, ella económico-objetiva, o artístico-subjetiva. Más silenciosa sin duda que en los escandalosos inicios del siglo veinte, con sus locomotoras y máquinas, la fiebre de producción-creación no ha bajado un grado, sólo se ha vuelto normal y ha entrado en las estadísticas con el anodino nombre de producto interno bruto, de producción artística o académica. Incluso en la deprimente stagflation (repito, económica o intelectual) no hay más remedio que seguir produciendo, seguirle el paso al mercado. Mientras tanto, esta especie tan orgullosa de su capacidad productiva, poyética y autopoyéctica, llamada hombre, sigue sin conceder un valor ontológico a la categoría “desecho”.

Los libros de filosofía y de economía hablan de la producción del alimento y de su consumo, pero no de la defecación; de la fábrica y la distribución, pero no de la basura. El “desecho” se nombra con una palabra de rango secundario. Incluso cuando se cacarea sobre la contaminación se habla de “soluciones”, de “energías alternativas”, sin reconocer que toda transformación de la naturaleza, sea por trabajo o por metabolismo trae consigo un “desecho”.

Habría que comenzar con una fenomenología del excusado. En el mundo “civilizado” la defecación se practica en un cuarto cerrado, para ocultar una vergüenza inexplicable, se disimulan los efectos con desodorantes y finalmente, el desecho desaparece como por arte de magia en un mundo secreto de caños y tuberías. Por la tarde vemos un documental que habla de la contaminación de los mantos freáticos y los cuerpos acuíferos y acusamos a (o nos condolemos de) aquellos incivilizados que tiran su basura en el río. La bolsa de plástico del supermercado, el cacharro caduco en que se ha convertido la computadora que compramos hace apenas 5 años, el empaque de plásticos del pastelito con crema, el gas del auto, todo desaparece en el vacío y para luego reaparecer misteriosamente como contaminación.

La llamada cultura del reciclaje llama meramente a separar la basura y usar bolsas de tela en el supermercado, pero, si fuera radical, presentaría el problema en toda su gravedad: existir genera porquería, sólo que ésta se puede transformar en comida o insumo para otro ser, si la producción y el consumo se insertan en un ciclo más amplio que el que supone la humanidad. Nosotros, convencidos de que lo importante es deshacerse de nuestra porquería por cualquier medio, echamos todo, como polvo barrido, debajo del tapete de la naturaleza. Así será hasta que entendemos que un desecho reprimido retorna siempre como contaminación. No se puede producir nada, ni hacerlo circular en un mercado, si no se toma en cuenta el entorno material en el cual se inserta. El ciclo: producción-circulación-consumo es una idealización (pese a todas sus consideraciones materialistas) si no agregamos un cuarto término: el desecho. Tan fundamental como producir, es permitir que los desechos humanos se conviertan en algo útil para otra especie (o incluso para nosotros mismos, en tanto seres naturales). Los recursos renovables lo son porque permiten que el ciclo productivo-reproductivo del hombre se acople con ciclos que involucran otros animales y otros objetos inanimados, formando así parte de un círculo más amplio de producción-reproducción-transformación de la vida y la materia.

El excremento es la verdadera objeción al idealismo, porque él está siempre más allá de la idea. Éste no ocupa ningún lugar en el mundo, o forma parte de la red fundamental de conceptos, ni es un término importante en una cadena significante. Por el contrario, el excremento es, en su sentido negativo, el auténtico no-lugar, el resto no-asimilable por los hombres, pero que, de manera positiva resulta algo útil para otro organismo, y aquello no requiere nuestro reconocimiento. Los desechos hablan (si no hablan las piedras: ¡las bolsas de plástico lo harán!) de quién es el hombre, pero también de su realidad más allá del pensamiento. El desecho reprimido y desaparecido retorna objetivamente bajo la forma de contaminación y subjetivamente, envuelto en una bruma de vaga culpabilidad. Heidegger dice en su obra Ser y Tiempo que no nos damos cuenta del mundo hasta que algo se descompone. Los autobuses nos llevan anónimamente al trabajo y a la casa, y nuestra vida sucede, en todo su dolor o alegría, sin empellones, hasta que una llanta se poncha y nos hacemos conscientes de todas las mediaciones que hacen posible nuestra vida diaria. Pero habría que ir más lejos. Cuando nos enfermamos, el dolor nos hace conscientes de la materialidad del cuerpo y de todo lo que hace posible la salud. Nos hace conscientes del comer y del movimiento del cuerpo. Aquí no se trata ya de un mundo solamente humano, sino también animal. Pero cuando se inunda una ciudad por el deshielo del polo norte, nos hacemos conscientes del planeta como planeta. Heidegger dice también que cuando nos confrontamos con la posibilidad de nuestra muerte individual, se abre la patencia de nuestra propia vida y las posibilidades que alberga, llamándonos a una decisión que se apropie de estas últimas. Con razón se ha criticado el hecho de que la muerte no es primariamente la mía, sino la del otro, lo que activa una dinámica de duelo y herencia. Pero en el punto en el que nos encontramos, ya no se trata de la vida individual, ni de las generaciones, sino de la de la humanidad en su conjunto. Cuando la humanidad se confronta finalmente con la posibilidad de su extinción total, sin dejar rastro, es que surge la pregunta por lo que ella habrá hecho consigo misma.

Es falso que estemos destruyendo la tierra. Sólo pulverizamos las condiciones que hacen posible nuestra sobrevivencia material. Nos sobrevivirán las hormigas, las bacterias y los platelmintos, sobre un planeta que continuará silencioso, impávido tras nuestra desaparición. En este sentido, Donald Trump es el idealista por excelencia de nuestra época, aquel que niega el calentamiento global y sólo cree en las palabras. No solamente desconoce los hechos sino también desconoce la naturaleza. Donald Trump es el vástago del giro lingüístico, el vástago de la posmodernidad. Es por ello que hoy el gesto más consecuente que puede adoptar la filosofía es invocar una suerte de realismo, tanto naturalista, como social-político.

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Arturo Romero Contreras

Es doctor en filosofía por la Universidad Libre de Berlín, Alemania. Actualmente es profesor-investigador de tiempo completo en la Facultad de Filosofía y Letras de la BUAP.