Desandar la evolución

  • Arturo Romero Contreras
Es razonable pensar que “egoísmo” y evolución son inseparables. El papel de la inteligencia.

El biólogo Richard Dawkins causó un escándalo en el siglo XX con su concepto del “gen egoísta”. Todo gen, decía, “busca” dejar descendencia y no le interesa nada más. No hay que leer esto como si los genes “desearan” o como si fueran entes inteligentes. Ello sólo quiere decir que los organismos buscan la reproducción de sí como individuos y no como especies y lo que ello significa, es la perpetuación de su código genético. Aquí sucede lo mismo que en la economía liberal clásica: el beneficio no lo obtiene el individuo (que es finito y morirá), sino la especie en su conjunto. Cada individuo, actuando egoístamente (sólo con miras a su reproducción singular), en realidad contribuye al mantenimiento (y al bien) de la especie. La discusión fue acalorada porque parecía que Dawkins encontraba finalmente un fundamento biológico para el liberalismo capitalista contemporáneo.

El argumento es fuerte, pues el orden propio de una especie; el orden que estructura la relación inter-especies en la cadena trófica o el complejo orden ecológico con todas las interrelaciones que implica (al contener elementos vivos como no vivos) demuestra una organización que no puede surgir espontáneamente. Si descartamos la idea de un creador inteligente sólo nos queda el azar, sólo que el azar no puede producir esos resultados tan intrincados sino en grandes escalas de tiempo y tras innumerables “intentos”. Para no introducir un Dios en la discusión, el todo debe surgir de las partes, la organización de la desorganización. El problema pareció relativizarse cuando se observaron comportamientos “inexplicables” en los animales, como el altruismo. ¿Por qué un simio, por ejemplo, se sacrificaría por la especie, si eso significa no dejar descendencia y, por tanto, que sus genes mueran con él? Pronto se encontró una respuesta: los genes del individuo se comparten parcialmente con los parientes. Si se salva a todo el grupo, ahí estará al menos un parte de mis genes, lo cual significa ayudar a mi propia descendencia, sólo que en menor grado.

El argumento de Dawkins importa porque pretende resolver las cuestiones morales a partir de cuestiones biológicas. Cuando una persona nos atrae, no es más que el efecto de la “naturaleza” en nosotros, ese aguijón llamado necesidad, que fue seleccionado en alguna época de la historia natural y que garantiza la reproducción de la especie. Pues fue sólo muy tarde en la historia de la humanidad que supimos cómo funcionaba el mecanismo reproductivo y comenzamos a regularlo intencionadamente. Lo primero fue el deseo, la voluntad. Muy tarde llegó la explicación (en la filogénesis y en la ontogénesis del hombre). Otro ejemplo. Cuando vemos, estamos “precableados” para reconocer rostros. Un recién nacido puede reconocer rostros, lo cual le permite identificar a su madre, cosa clave en una especie que tiene tan poco desarrollados la audición y el olfato en comparación con otras. El límite del argumento llega cuando comenzamos a entender al pensamiento como una herramienta evolutiva más. En comparación con otros animales, el hombre es lento, sus sentidos poco aguzados, y cuando nace, al ser un completo inútil, se encuentra en un grado de fragilidad extrema. Resulta entonces que sólo otra cosa, como la inteligencia, le pudo haber asegurado su sobrevivencia.

Supongamos que todo esto es correcto. Supongamos que genéticamente hemos sido seleccionados como seres egoístas. Supongamos que el “todo” debe ser una resultante y el interés propio, el verdadero y único principio de la evolución. Pues resulta que todos los argumentos socialistas y comunitaristas afirman lo contrario: hay que dirigir la razón directamente al conjunto, al pueblo, a la totalidad humana. El liberal-capitalista dice, en cambio: el todo no existe, sólo los individuos, pero ellos, al perseguir sus fines egoístas, acaban por realizar el bien común. Hoy ha triunfado el segundo argumento. De ahí se afirma que toda forma de pensar y actuar directamente para todos, conduce a un Estado, y si éste se encarga de la sociedad en su conjunto, entonces se transforma, ipso facto, en un régimen totalitario. Se dice: el ojo del Estado es ciego, ineficiente, torpe y el orden sólo puede surgir espontánea  y libremente de los individuos, como las abejas, que haciendo cada una su tarea, contribuyen al gran panal de forma inconsciente.

El individuo es fundamental en la teoría de la evolución porque transporta en sí el código de un experimento irrepetible, que, si posee alguna ventaja sobre otros, será más probable que deje descendencia y que la característica que le ha colocado por encima de otros, se pase al resto de la especie. Sin esta singularización no habría variabilidad. Así, es razonable pensar que “egoísmo” y evolución son inseparables. Pero este es un problema mal planteado. Si el hombre es una especie con una estructura física bastante débil y poco ágil, en relación con otras, es claro el papel decisivo que debió jugar su inteligencia para sobrevivir. Ahora, la inteligencia tiene una cualidad muy peculiar. Por un lado, tiende a la regularidades, a tal punto, que podría parecer otro órgano, sólo que más sutil. Por el otro, sin embargo, la inteligencia tiene otro rasgo, la capacidad de hacer las cosas de otro modo de una manera libre. Libertad ésta más libre que la individualidad egoísta. 

En su libro Darwin y el darwinismo, Patrick Tort avanza la tesis de que el hombre produce efectos en “reversa” respecto al camino de la evolución. Siguiendo el texto de Darwin The descent of man, Tort argumenta que el proceso de civilización no consiste en continuar la evolución por otros medios, sino en revertir algunos de sus efectos. Así, por ejemplo, la búsqueda de la igualdad se hace en contra de la desigualdad natural. Mientras que la evolución “juzga” rápidamente y hace desaparecer a los “no aptos” (la selección natural no habla de los “más fuertes”, sino de los “más aptos”; si ciertos individuos prevalecen sobre otros por una característica que les da una ventaja, ésta sólo vale en relación con un medio ambiente cambiante que puede transformar una ventaja en una desventaja), la cultura conserva la variabilidad de un modo radical (no mata, ni persigue a nadie, si quiere poseer ese nombre) y hace de ello el humus de la sociedad. Parece entonces que la selección natural ha seleccionado aspectos que van en contra de la selección natural misma. Se selecciona lo que no selecciona, o en otras palabras, la selección promueve elementos que van en dirección contraria a la lógica del “gen egoísta”, produciendo así un “efecto de reversión de la evolución”. Dicho efecto produce una extraña continuidad entre lo biológico y lo social, pero una continuidad no-simple, con una “topología” muy particular. Tort ofrece como modelo de este razonamiento a la banda de Moebius (recordémoslo, es esa banda –muy utilizada en sus dibujos por M.C. Escher- que se obtiene cuando cortamos una banda normal, damos una media vuelta a uno de los extremos y volvemos a pegarlo con el otro, de tal manera que obtenemos una superficie no-orientable, donde el interior se continúa con el exterior). La torsión de la banda, dice Tort  representa “un continuo de reversión, implicando así un pasaje progresivo al reverso de la ley evolutiva inicial- la selección natural, en tanto que mecanismo en evolución sometiéndose ella misma, de esta manera, a su propia ley” (Ed. En francés, PUF 2005, pp. 56-57).

Si generalizamos el argumento de Tort, ya no es necesario postular una región más allá de la naturaleza (la cultura), para ver cómo ella, desde sí misma, es capaz de ir más allá de sí. ¡La ley se aplica a sí misma, des-seleccionándose! Y yendo aún más lejos, ¿no resulta que la naturaleza entera, más que extenderse por el universo con leyes generales y absolutas, produce regiones o especies donde anda el camino contrario o incluso donde “inventa” leyes nuevas? Y si es cierto que el egoísmo es una conquista evolutiva que nos ha asegurado la supervivencia, no es difícil ver que ese egoísmo ha dejado de ser adaptativo de manera irrestricta y que la historia ha visto surgir, de manera natural (o sea, inconsciente, como es todo lo natural), lo más antinatural, que es la comunidad absoluta de los hombres, ese “para todos” que llamamos universalidad (y que podría incluir incluso a todo lo existente). Una ley natural encuentra así, en una especie, el sitio para continuar en sentido contrario, en reversa. ¿Cuántas “leyes naturales” no encuentran en el hombre un “deshacerse”, un camino inverso? Decimos esto porque somos hombres, pero ¿en cuántos sitios específicos no se contradice la naturaleza, en cuántas especies no crea nuevas reglas, en cuántos niveles no se reinventa ella?

Gran razón tiene el filósofo español Juan Arana, quien en su artículo Continuidad y discontinuidad en el desarrollo de las estructuras naturales, escribe: “La realidad, incluso la más humilde realidad material, siempre se reserva la última carta. Y si no podemos reducir la materia a las leyes canónicas de la físico-química, menos aún la materia asociada a la vida y mucho menos todavía la materia asociada al pensamiento”. Los naturalistas humillan al pensamiento y a sí mismos al intentar reducir la mente a procesos físico-químicos. Pero un error más grave cometen al reducir la materia a ese puñado de procesos físico-químicos que llaman “naturaleza”. Por ello, cada vez que un físico nos anuncia que está a punto de formular una “teoría del todo” porque se encuentra cerca de unificar la teoría cuántica y la teoría de la relatividad no hace sino avergonzarse a sí mismo, porque no ha explicado más que el sociólogo o que el biólogo, en tanto que no ha salido de su campo. Que la “materia” (o las fuerzas y los campos, o las cuerdas, da igual), por ejemplo, sea lo más “fundamental”, no quiere decir nada hasta que no se explique la totalidad de lo existente (lo que incluye al pensamiento y a las verdades subjetivas) a partir de ella.  

La filosofía natural constituye hoy un camino todavía pobremente explorado.

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Arturo Romero Contreras

Es doctor en filosofía por la Universidad Libre de Berlín, Alemania. Actualmente es profesor-investigador de tiempo completo en la Facultad de Filosofía y Letras de la BUAP.