Leyendo a Trump desde Hannah Arendt

  • Arturo Romero Contreras
Historia y repetición. La lectura de Arendt. Nazismo y stalinismo. El estado, ¿cómo podría ser?

La historia es el gran escenario de la repetición; pero como sucede con toda representación teatral, las repeticiones no suceden nunca de manera idéntica. Bajo la sombra del Trumpismo y buscando interpretaciones que hagan inteligible el comportamiento aparentemente caprichoso y errático del personaje de peluquín, resulta casi natural retornar a las ideas de Hannah Arendt, especialmente a su libro: Los orígenes del totalitarismo. Pero como he advertido, este gesto no puede consistir en pretender hallar en esas páginas, escritas en los años inmediatos a la posguerra y teniendo en la mira al nazismo y al estalinismo, una interpretación perfecta de lo que sucede hoy y mucho menos un plan de lo que el futuro nos depara.  

 

El presente texto responde a la invitación del Dr. Rodrigo Llanes, querido amigo del Cephcis de la UNAM, quien ha convocado a diferentes columnistas a dedicar sus publicaciones del viernes 17 al tema aludido: Trump y Hannah Arendt y a centrarnos, más específicamente, en el capítulo “El declive del Estado-Nación y la situación de los derechos humanos”. Correspondo esta invitación con mucho gusto, esperando que una reflexión común logre ser más potente que los esfuerzos de pretendidos pensadores solitarios.

 

Hannah Arendt escribe Los orígenes del totalitarismo en 1951, para intentar explicar, por medio de una crítica histórica, dos fenómenos del siglo XX: el nazismo y el estalinismo. El libro tiene tres secciones, la primera está dedicada al antisemitismo, la segunda al imperialismo y la tercera al totalitarismo. No podemos aplicar directamente y sin mediaciones estas categorías al escenario actual, pero podemos intentar formular preguntas análogas. La primera es: ¿qué ha reemplazado/ampliado el antisemitismo, es decir, qué grupo racial, religioso o político se identifica hoy como despreciable y como responsable de todas los problemas mundiales? Recuérdese que el antisemitismo contemporáneo estuvo ligado a la crisis de los “apátridas” en toda Europa, es decir, todas aquellas minorías que, debido a las guerras y al rediseño de las fronteras nacionales, quedaron sin un territorio “propio”, lo cual significó una situación en la cual quedaron “fuera de la ley” y muy específicamente, privados de todo derecho humano, porque era solamente el Estado el que los podía asegurar. La segunda pregunta sería: ¿podemos hablar de imperialismo en la era del capitalismo neoliberal-tecnocrático? Hardt y Negri sugieren que sí, pero con una condición: redefinir la noción misma de imperio. Si E.U. puede ser calificado como tal, dicen ellos, es en el sentido de antiguo Imperio Romano, que no podía ser definido a partir de un único régimen de gobierno: es decir, solamente como monarquía, solamente como democracia o solamente como oligarquía, sino como los tres simultáneamente. El “imperio norteamericano” no se corresponde en absoluto con esa imagen de, digamos, la vieja Inglaterra de preguerra: conquistando el mundo por medio de colonias y viviendo de sus “rentas”. E.U., funciona a veces como nación solitaria y a veces como bloque (a partir de sus aliados) de manera diferenciada y según diferentes “espacios”: como el económico, el político y el militar. E.U. es un imperio militar porque detenta un poder absoluto e incontestable (que rompió el equilibrio de la Guerra Fría, lo cual ha lamentado profundamente Putin y que ahora quisiera restaurar a toda costa). Pero las fronteras de su poder militar no coinciden con las de su poder económico: he ahí el desbalance entre una potencia militar inquebrantable y la fragilidad económica de un país que no puede controlar a su antojo el mercado mundial y que sufre igualmente sus crisis, la famosa stagflation (inflación más estancamiento económico). Las medidas de Trump se colocan en una desesperada situación económica, pero con una clara hegemonía militar mundial. Y el área de influencia económica y militar, no coincide exactamente con aquella de influencia política, aquella que se hace fundamentalmente por la diplomacia, en la cual Trump y su administración parecen más torpes que nadie. La tercera pregunta consecuente debe ser: ¿se dirigen E.U., pero también el mundo en general, hacia una nueva era totalitaria? Hannah Arendt distinguió entre los gobiernos autocráticos y los gobiernos totalitarios. Mientras que los primeros se dirigen a mantener el poder a toda costa, destruyendo toda oposición (están orientados a la esfera de la contienda política), los segundos se vuelcan hacia su población para controlar todos los aspectos su vida. El mundo totalitario es monotemático: la raza, la patria, el destino de un pueblo, etc., y penetra en todas las regiones de la vida. A partir de ahí comer, amar, pensar, producir, caminar deben estar al servicio o ser expresiones de una única idea monumental. Se come como nazi, se respira como nazi y hay, por ello, “arte decadente” (antinazi), sentimientos decadentes, ropa decadente, etc. Al lado de esta desaparición de la complejidad y multidimensionalidad de la vida, los hechos se vuelven secundarios y lejos de discutirse, son puestos de lado, a favor de “verdades”, las cuales hacen aparecer un delirante mundo autocomplaciente, puramente subjetivo y “fiel” a algún destino, o certeza profunda.

 

Podemos encontrar claros ejemplos de elementos comunes entre el totalitarismo estudiado por Arendt y algunos comportamientos de Trump, sin duda. La figura del mexicano criminal y de México en general como aquel pueblo que secretamente ha abusado de los norteamericanos y que es el culpable de todos los males nacionales, coincide punto a punto con la acusación nazi de los judíos como la “raza” que secretamente planeaba apoderarse del mundo y que constituía el veneno de la sociedad alemana. Pero este rasgo pertenece más bien al manual de ideología de la Realpolitik y no constituye un rasgo definitivamente fascista. Hay todavía un abismo entre la acusación y la persecución y asesinato sistemáticos. Las minorías de la Europa del siglo XX y los grupos sociales que no contaban con una nación estaban en una situación de infinita mayor vulnerabilidad pues su destino oscilaba entre la asimilación (la aniquilación cultural como grupo) o la expulsión (esperando que algún país los admitiera bajo una ley de excepcionalidad), hasta que el régimen nazi aportó su “solución final”: la aniquilación. Los mexicanos tienen un país detrás de ellos y su vulnerabilidad en los E.U. no depende sólo de las decisiones del caprichoso ejectutivo de este país, sino de México mismo y su gobierno. No se puede olvidar que la migración hacia el norte es resultado de las políticas que nacieron con el TLCAN y van de la mano con la falta de crecimiento, desempleo y criminalidad. Pero es verdad que existe hoy una clase de personas que, por su condición de migrantes, están absolutamente fuera de la ley (en el sentido de no poseer derechos en absoluto, pero son “recuperados” por la legalidad en calidad de criminales). El migrante sudamericano, centroamericano o mexicano, en cuanto ilegal, no posee ningún derecho y, lo que es peor, no es considerado ni siquiera como un “problema” que deben resolver las naciones involucradas (como sí sucedía en la Europa de principios del siglo XX, aunque fuera a partir de leyes extraordinarias y a veces no acatadas), sino como un “fenómeno” propio del mundo globalizado, del cual “nadie” tiene la culpa.

 

Así pues, siguiendo a Arendt, debemos leer de cerca los fenómenos de racismo, xenofobia, pero también homofobia y de machismo (el lado ideológico), junto con los fenómenos de explotación y dominio social (el lado “materialista). Nada más dañino que una izquierda puramente “cultural”, que se pierde en discusiones sobre “discursos” y “subjetividades”, si no es capaz de conectar ese trabajo con una crítica económica y política global. Sin duda una de las consecuencias del totalitarismo fue un alejamiento en todos los niveles de los “grandes discursos”, pero la consecuencia ha sido una concentración en detalles y asuntos minoritarios que carecen de sentido fuera de un entramado global. Se puede coincidir con la crítica que ha hecho cierta izquierda filosófica al gran poder del Estado y los partidos políticos, pero afirmar una suerte de masa empoderada sin estructura, una sociedad sin instituciones y una vida centrada en la pequeñas diferencias identitarias y de grupo no constituye sino el más dramático empobrecimiento del pensar. La violencia contemporánea contra las mujeres no sólo puede explicarse por un patriarcado milenario, sino en su alianza con una subordinación sistemática en las esferas de la producción y el acceso al poder político. La discriminación del mexicano o del salvadoreño en E.U., es inseparable de su condición de migrante, es decir, de su condición de “sin-derechos”, lo cual lo hace objeto no sólo de un mercado ilegal de trabajo, sino que puede ser encarcelado o deportado según los más fríos cálculos económicos. Quien crea que los trabajos mal pagados son la forma más violenta de flexibilización laboral, sólo tiene que voltear a ver la migración a nivel planetario para entender que el llamado “orden mundial” vive abiertamente de un “desorden mundial”, que vemos en la migración, en el crimen y la corrupción. La economía ilegal y el mundo ilegal en general, constituyen la parte “flexible” de un mundo que, por otro lado, se muestra radicalmente inflexible en sus leyes nacionales y económicas. Esto en lo que concierne a la xenofobia.

 

Es fácil concentrarse en los ladridos de Trump y sus imprecaciones dirigidas a cualquier oponente suyo, real o imaginario. Pero no basta aquí quedarse en el nivel de una “crítica de la ideología”, es decir, no basta denunciar el uso ideológico que hace Trump de los mexicanos o los musulmanes. Hay que entender la “verdad” detrás de su discurso en las condiciones realmente existentes efecto de un anudamiento entre la esfera militar, la esfera política y la esfera económica. Sin este nudo borromeo no podemos entender el “appeal” que tienen las palabras furiosas. El empobrecimiento de la clase trabajadora estadounidense es real, lo mismo que la ruina de su industria manufacturera. Es real el neoliberalismo que ha quitado a E.U. su hegemonía económica absoluta escala global y es real la migración y los efectos que tiene sobre el empleo de los locales debido a los bajos salarios pagados a aquellos. Así que quien denuncie a Trump está obligado a proseguir hasta las últimas consecuencias, es decir, tiene que extender su crítica al orden-desorden económico mundial, los conflictos militares en toda la geografía del planeta y las relaciones políticas entre los países. No hay nada más peligroso que una crítica a medias, porque es el caldo de cultivo para otra simplificación, misma que no puede tener otro resultado que una movilización monotemática y, a la postre, con rasgos autoritarios. El ejemplo claro es el llamado en México a un nacionalismo barato, cuyo estandarte cargan orgullosamente los empresarios que han defendido la flexibilización laboral, el libre comercio y la dependencia nacional respecto a E.U. De aquí surgen todos aquellos que llaman simplemente a consumir productos nacionales (lo cual está bien, pero sólo como una estrategia de guerra económica, pero no como salida del profundo problema que está a la base), sin plantearse la pregunta de fondo, a saber cómo es que pasó todo esto. Y por cierto, quien decididamente salga a apoyar el mercado nacional, verá no sólo que estos productos son ya muy pocos, sino que existe una opacidad radical respecto al origen de las cosas. En Alemania, por ejemplo, se suscitó una crisis hace un par de años, respecto a qué podía ser llamado “hecho en Alemania”, siendo que la mayoría de sus empresas maquilaba ya fuera del país. Se acordó que lo alemán lo definiría un cierto porcentaje de pureza (sí, aquí podemos estremecernos por cómo nos recuerda este razonamiento a la Alemania nazi, según la cual una con  al menos 1/16 de sangre judía en su haber, era declarado inmediatamente judío), digamos un 30% de la producción total, o que las piezas fuesen maquiladas en el extranjero, pero ensambladas en Alemania. ¿Qué es lo nacional donde el proceso de producción se encuentra fraccionado ya por todo el planeta?

 

Referente al totalitarismo, hay que saber, también, discernir. No sólo Trump, también Europa y América Latina, si atendemos al declive de una ola de movimientos de izquierda que llegaron al poder, son testigos de un triunfo y empoderamiento de partidos y movimientos de derecha. La izquierda se encuentra en buena medida desorganizada y deslegitimada, mientras que las instituciones liberal-capitalistas se muestran rebasadas, tanto por su ineficiencia, como por su hipocresía (pues es ella la que ha generado no sólo las partidocracias, sino también la responsable de la concentración de la riqueza y la catástrofe ecológica). Si algo podemos aprender de los movimientos totalitarios o con rasgos totalitarios durante el siglo XX, es que ellos no triunfan por su “contenido”, sino por la falta de competencia. Walter Benjamin dice que todo fascismo es el resultado de una revolución fallida. Podemos decir que toda actitud totalitaria emerge del fracaso de las oposiciones que constituyen un espacio político. No se olvide que Hitler, lo mismo que Trump, llegaron por vía electoral y que es la debilidad percibida de la población en cuanto al liberalismo y el socialismo, lo que hizo las posiciones de aquellos algo no sólo plausible, sino especialmente deseable, llevando de forma perversa una profunda esperanza en el terreno baldío de la desesperación. Así que no es la crítica del totalitarismo lo que mejor lo combate, sino las opciones que se ofrezcan respecto a él.

 

En México se han visto proliferar por todos lados llamados a la “unidad”. Pues no otra cosa es a lo que ha llamado Trump: la unidad de los Norteamericanos … “to make America great again”. No hay que confundirse, la retórica de confrontación de Trump no es secesionista, sino que invoca los valores del patriotismo y la unidad, sobre todo sirviéndose de la demarcación de los “otros”: léase mexicanos y musulmanes (por ahora). Hay que decir, de paso, que no son los “otros” y las “diferencias” la fuente de la xenofobia sino, precisamente, la igualdad “inmediata”. Trump dice que el mexicano es un criminal potencial, pero la razón verdadera y lo ha dicho, es que ellos roban los empleos a los norteamericanos. Y si ellos pueden hacer eso, es porque el neoliberalismo ha hecho iguales al norteamericano y al mexicano. Claro: iguales respecto a la posibilidad de ser explotados; así, los ha puesto al mismo nivel al lanzarlos a la arena del mercado para que compitan entre sí. El mexicano no es peligroso por diferente, sino porque puede hacer el mismo trabajo que el norteamericano y, sólo entonces, es que se puede buscar una excusa que marque una diferencia. Lo mismo sucede con el musulmán. Lo que está en el centro no es la diferencia de “valores” o de “tradiciones”. El señalamiento del musulmán se debe a su relación con el terrorismo. Y el terrorismo lo que hace patente, es la creciente impotencia de un complejo militar para lograr un control y dominación absolutas. Si E.U. posee la hegemonía mundial en armamento, lo que lo hace invencible en un enfrentamiento entre naciones, no puede, sin embargo, controlar la totalidad de las poblaciones que pretende dominar. El acto de bajeza y desesperación del terrorista exhibe una cierta impotencia de un sistema de defensa mundial. En eso, el terrorista es “igual” que el “imperio” porque puede causar profundo daño, no el mismo, claro está, pero sí suficiente como para conmocionar al mundo. Primero tiene lugar esta “igualdad” en la capacidad de causar daño o de competir y luego viene la “alteridad”, que no tiene más sustancia que movilizar los afectos y los pensamientos más superficiales. Es por esta razón que el llamado a la “unidad” en México es tan fraudulento como el de Trump, si no recibe más “determinaciones” o “apellidos”. Dictadores y movimientos sociales, gente común y presidentes pueden llamar a la paz, a la unidad, a la democracia, etc. Y lo pueden hacer en cuanto utilicen dichos términos como conceptos vacíos. Pero dichas palabras ganan sentido cuando se combinan con otras. Sí a la paz, pero con justicia y democracia, se dijo en un momento. Sí a la libertad, pero no sólo a aquella de mercado, sino con igualdad y fraternidad, se dijo en otro. La unidad a la que se puede llamar hoy debe ser “determinada”, es decir, exhibir su propia variación y multiplicidad interna, en vez de ocultarla bajo un descolorido y apático llamado a una unidad angelical y apolítica. Y debe, decididamente, superar el chovinismo y cobrar un tinte internacionalista.

 

Finalmente, habrá que darse a la paciente tarea no sólo de leer a Trump en todas las esferas que he indicado de manera aislada, sino en su complicado anudamiento. Una sociedad que resiste el totalitarismo o rasgos autoritarios en general, no es aquella donde Trump no puede surgir, sino la que tiene los medios para impedir que éste, a pesar de su personalidad, pueda convertirse en un dictador o hacer su voluntad. Ahí donde una sociedad es capaz de organizarse y resistir, el dictador no tiene poder. Me he referido a varios puntos generales de la crítica al totalitarismo de Hannah Arendt, pero quisiera cerrar con una referencia muy particular al capítulo sobre el declive del Estado nación y los derechos humanos. Hay una conciencia generalizada en la izquierda y en la derecha, de que el Estado debe ser o eliminado o restringido a su mínimo. Sin embargo, sólo en él, es posible que exista algo así como la ley. Y sólo en la ley puede existir una igualdad concreta, es decir, no aquella igualdad de la competencia y la violencia, sino una igualdad que se ha puesto como fin último de una vida colectiva. Pero de nuevo, una igualdad que sea al mismo tiempo justa con la diferencia (o multiplicidad) irreductible y que no pisotee la libertad. La derecha pide entregar la vida común al mercado. La izquierda contemporánea, escéptica (con razón) de los Estados comunistas, invoca una vida “local”, “minoritaria” y alejada del gran poder. Ambos, de hecho o de derecho, le dan razón al neoliberalismo. Entiéndase por “ley” una inyunción, es decir, una exigencia y una proclama de un “para todos” que se escribe sobre un texto (una constitución, por ejemplo) que pretende tener el poder de ejercerse sobre un mundo realmente existente. No es la realización de una libertad originaria, ni tampoco el reino de Dios en la tierra, sino el trabajo y el esfuerzo de una comunidad que intenta procesar su conflicto y saborear algo del orden de la justicia aquí. Si no se puede y no se debe confundir la justicia con la legalidad, aquella no es nada sin ésta. Ya solamente que podamos hablar de “humanidad” o de “derechos” o de “universalidad”, es posible por una institución como el Estado que, sin duda alguna, deberá ser otra cosa que lo que es ahora, pero habrá de ser. En el capítulo aludido escribe Arendt: “Mucho peor que lo que el estado de apátrida hizo a las distinciones necesarias y tradicionales entre nacionales y extranjeros y al derecho soberano de los Estados en cuestiones de nacionalidad y de expulsión fue el daño sufrido por la estructura misma de las instituciones nacionales legales, cuando un creciente número de residente tuvo que vivir al margen de la jurisdicción de estas leyes y sin ser protegido por ninguna otra. La persona apátrida, sin derecho a residencia y sin derecho al trabajo, tenía, desde luego, que transgredir constantemente la ley. Podía sufrir una sentencia de cárcel sin haber llegado siquiera a cometer un delito”. Fue un desmoronamiento jurídico el que hizo posible el totalitarismo. Este marco legal no debe ser pensado como un mero formalismo, sino como un acuerdo que constituye un espacio que hace que la voz social tenga efectos, así, dice ella: “La privación fundamental de los derechos humanos se manifiesta primero y sobre todo en la privación de un lugar en el mundo que haga significativas a las opiniones y efectivas a las acciones”.

 

En el actual estado de cosas, podemos ver leyes injustas y leyes inoperantes, leyes que se cumple implacablemente para mantener un orden existente y leyes que simplemente no se ejercen y que constituyen un mundo caótico y desvalido. Este es el complejo orden-desorden que rige hoy. Pero por las mismas razones, podemos decir que necesitamos más Estado (en cierto sentido) y menos (en otro). En un mundo globalizado, los Estados ya no pueden ser el garante último de la legalidad. En primer lugar porque están rebasados por realidades inter y transnacionales, que no se acogen a sus fronteras declaradas. En segundo lugar porque, como lo mostró la  guerra mundial (y después las múltiples dictaduras), son muchas veces los Estados los principales criminales. En este contexto, la ley y los Estados deberán reencontrar su vocación en un escenario multinacional. Y será esta reflexión internacional la que nos podrá dar elementos no sólo para juzgar y entender, sino también para limitar también los embates del Trumpismo.

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Arturo Romero Contreras

Es doctor en filosofía por la Universidad Libre de Berlín, Alemania. Actualmente es profesor-investigador de tiempo completo en la Facultad de Filosofía y Letras de la BUAP.