(Des)conócete a ti mismo III
- Arturo Romero Contreras
La herencia que la tradición cristiana ha hecho al psicoanálisis y en general a occidente es la idea de interioridad, de alma, si se quiere, que en su versión secular sobrevive como “psique”. No hay que confundir una con otra, pero sí reconocer su filiación. Sin embargo, hay un gran malentendido en torno a la idea de interioridad. Pervive la creencia de que la interioridad es una esfera cerrada, de intimidad donde los otros no tienen nada que hacer, ni ver. Pero ya Agustín de Hipona, uno de los padres fundadores de la Iglesia, identificó esa interioridad con un espacio, que debe ser recorrido y discernido. Muchos siglos después los místicos españoles hablarían de este espacio como un castillo interior que debe ser conocido, recorrido, saltado. Nada hay ahí simple, ni evidente, ni transparente. Todo lo contrario, es lo más lejano, extraño, el sitio mismo del engaño y el de la lucha contra la tentación. Más aún, lejos de un sitio de pura intimidad, se convierte el escenario de diálogo con todos los dichos y pensamientos heredados. Desde el punto de vista cristiano es nada menos el sitio de encuentro con Dios. Para el psicoanálisis, mirada radicalmente atea, esta tradición servirá de base para mostrar que la llamada interioridad está atravesada por el “Otro”. En la “interioridad” hay siempre “alguien” que nos mira, que nos juzga, alguien en nombre de quién hablamos: orden social, vínculo social, lugar familiar, laboral y un largo etcétera que nos permite decir “yo”.
La filosofía moderna, de la que proviene el discurso sobre la racionalidad de los hombres y del mundo, la creencia en el yo como punto de partida de saber y la creencia de que el saber podía fungir como medida absoluta para el mundo científico y moral, encuentra en el psicoanálisis una impugnación y una continuación. Freud nos dice que el inconsciente es un pensamiento, no un magma mítico de verdades ocultas, ni un fondo de imágenes colectivas compartidas por toda la humanidad. El inconsciente es tan histórico como la sociedad. Así pues, el “diálogo interior” es un diálogo con la historia y el modo en que ella se ha sedimentado en mí para constituir algo que llamo “yo”, pero que no es punto de inicio del saber, sino un producto.
Regresemos a la figura del místico, al fundador de la orden de los Jesuitas. Ignacio de Loyola es todo menos un ente pasivo y desenfadado, ajeno al mundo. Por el contrario, el discernimiento interior tiene por finalidad una salida al mundo. ¿Pero distinta a qué o a quién? Al poder eclesiástico corriente. Loyola y la monja mística de Ávila fueron bastante inquietos, convirtiéndose en fundadores de ordenes religiosas y conventos, con una abierta posición política respecto a la Iglesia.
Ahora preguntamos, ¿desde dónde hablan? Lo más fácil sería afirmar que sus alucinaciones místicas, dirigidas a la comunión con su dios, fuera de toda mediación por la palabra o el pensamiento, constituirían la excusa perfecta para arrogarse una relación especial, de proximidad absoluta a la verdad. Pero lo opuesto es más bien lo cierto, pues su punto de partida es que la comunión es fruto de un disciplina y un esfuerzo del alma, de una constante atención y discernimiento a lo que en ese castillo interior ocurre. ¿Y qué ocurre ahí fundamentalmente? El engaño.
El engaño es la forma más inmediata de relacionarse consigo mismo. El tema no es exclusivamente cristiano. Aparece ya con los griegos, que le dan el nombre de akrasia, o incapacidad de actuar según el mejor juicio propio. Hay momentos en los que el individuo parece actuar en contra de su mejor interés, siendo llevado a una cadena de eventos desafortunados. No es difícil ver que el engaño forma parte sustantiva de la sociedad. Desde la amabilidad hasta el engaño en los juegos de azar y la economía (que, sabemos, hoy se entiende a partir de la teoría de juegos, donde el objetivo es actuar frente a un contrincante del cual se desconocen sus decisiones, en suma, un póker mundial), se trata de un fenómeno estructural. Más difícil es, sin embargo, explicar el autoengaño. Científicos como Robert Trivers han argumentado de forma interesante, que la clave reside en que es más fácil engañar a otros, si yo mismo estoy convencido de ello. Una mentira que yo mismo me creo es más convincente y no requiere de los costosos recursos del pretender. Sin embargo, aquí aparece ya la misma idea de Loyola y del psicoanálisis, a saber, que el sujeto está “dividido”, que piensa en dos lugares o espacios a la vez que, si bien están conectados, ello no sucede de forma simple. Una parte de mí cree “A” y la otra “no-A”, yo creo las dos cosas al mismo tiempo, pero no lo sé, pues me percibo a mí mismo como alguien consistente, sin contradicción.
Dicha división tiene lugar no sólo en el pensamiento, sino también en la voluntad. En las Metamorfosis de Ovidio leemos: “Pero me arrastra, involuntaria, una nueva fuerza, y una cosa deseo, la mente de otra me persuade. Veo lo mejor y lo apruebo,
lo peor sigo”, y en san Pablo, en Rom 7,19: “Pues no hago el bien que deseo, sino que el mal que no quiero, eso practico”. Resulta entonces más que pertinente regresar a Loyola para reconsiderar esa capacidad de juicio o discernimiento, que no se basa en el burdo sentimiento, ni tampoco en un sistema estrecho de aplicación de leyes llamadas racionales. Más bien surge entre dos espacios, dos racionalidades, que dividen al pensamiento y a la voluntad.
En los ejercicios espirituales existe una meditación llamada de las dos banderas, donde dos caudillos, al frente de sus ejércitos correspondientes nos invitan a unirnos a sus filas. La situación retrata el hecho de que somos subjetivamente interpelados por más de una voz, por más de un deseo. Nuestros deseos se encuentran jaloneados por aspiraciones diversas, que conducen por derroteros muy distintos. Lo crucial aquí es ordenar el deseo discerniendo, lo que la voz de cada caudillo dice. La figura del engaño y de la tentación debe aparecer en todo discernimiento espiritual. En el budismo, Gautama debe, antes de alcanzar la iluminación, resistir las tentaciones del demonio Mara, que lo seduce con las glorias del mundo. Jesús, en el Monte de los Olivos nos muestra también un episodio de duda y tentación. Creemos que por sostener una posición atea estamos a salvo de todo esto, pero es un error. Debemos a Nietzsche, Freud y Marx, tres ateos, llamados pensadores de la sospecha, la reivindicación del hecho fundamental del engaño a nivel personal, cultural y social.
En uno de sus escritos tempranos más famosos, El estadio del espejo, Lacan nos dice que la relación con el prójimo es imaginaria, pues está basada en criterios de identificación con los cuales construimos el personaje social que jugaremos. Pero en este esquema, dice Lacan, lo que verdaderamente nos captura y determina, es el inconsciente, esa voz del Otro, o sea, a quien servimos y buscamos satisfacer sin saberlo, llamémoslo Dios, la historia, la verdad, etc. En esta relación yo le pregunto a ese otro ¿qué quieres de mí (i.e. quién soy yo), qué debo hacer, qué puedo esperar? Esas preguntas acabo por planteárselas al prójimo, quien no las puede responder pues se encuentra en su propia tragicomedia. Al final, dice Lacan, yo me hablo a mí mismo a través de los otros, adjudicándoles papeles que sólo corresponden a la comedia de mi vida: teatrum mundi. Yo recibo mi propio mensaje invertido, como si viniera de los otros. En suma, la estructura primaria del sujeto según el psicoanálisis es la del engaño, que me mantiene preso de mí mismo, en una especie de soliloquio, que responde a un otro espectral y fundamentalmente mudo, aunque omnipresente. Mi ilusión me impide llegar a los otros.
Lacan dice que hay tres registros subjetivos. En otras palabras, que el sujeto se encuentra distribuido en tres espacios diferentes: uno imaginario (que corresponde al juego ilusorio de identificaciones con el prójimo y que sirve de base para la construcción del yo), uno simbólico (el orden social estructurado a partir del lenguaje) y lo real (un núcleo duro que no se deja expresar, ni simbolizar). Lo real, lo simbólico y lo imaginario remiten al prójimo, al Otro (orden simbólico) y al otro imaginario, respectivamente. En el último caso nos alienamos por las fantasías. En el penúltimo, nos alienamos por el orden. Pero la cosa en sí, el prójimo, es un asunto de encuentro. Ese otro es imposible, no aparece en la imagen, ni en el lenguaje. ¿Estamos entonces justificados a decir que lo “real” tiene que ver con el otro?
Lacan nos dice que lo real es lo imposible mismo, aquello que no se puede simbolizar, ni expresar. Ahora, Freud nos dice que existen tres actividades imposibles: educar, gobernar y psicoanalizar. En los tres casos hay un encuentro, se trata de relaciones intersubjetivas, pero que no deben confundirse con la escuela, el Estado y el aparato de salud. Los objetos de estas tres actividades son: el saber, el poder y el amor: una verdad que se me transmite, la justicia en el ejercicio del poder y la efectuación de una relación no dominante (y donde los involucrados no piden ninguna fusión, pues se mantienen en su independencia; Lacan dice del amor, con toda precisión, que consiste en dar lo que no se tiene a quien no lo quiere, sólo que sería más justo decir: a quien no lo necesita).
Estas tres actividades implican una dimensión de la verdad en el punto de la transmisión y el encuentro. El maestro es el que ayuda a conocerse a sí mismo. Yo no puedo comenzar la introspección sin que alguien me muestre una suerte de camino aunque éste sea esencialmente solitario. El fin del psicoanálisis es convertirse en psicoanalista, lo mismo el maestro: genera maestros. Y el gobernante genera actitudes soberanas, de no-dominación. El psicoanalista ayuda al analizando o paciente a no necesitarlo. La meta del psicoanalista es ser abandonado, lo mismo que el maestro, lo mismo que el político.
¿Para qué conocerse entonces? Para salir de sí mismo. Adentro no hay nada interesante, es decir, ningún contenido más allá de las trivialidades de la vida y la experiencia. Conocerse es atravesar todos los “contenidos” de la vida particular para poder salir de su hechizo. Siempre se ha leído el autoconocimiento de la mano de la ética. Pero no es que la ética consista en conocerse y, como dice Aristóteles, buscar la “felicidad”. Por el contrario, la ética implica sobreponerse a la imagen del ego para liberarse de él.
Conócete a ti mismo, para salir de ti. Eso es todo lo que podemos decir. Por “sujeto” entendemos dos cosas. En primer lugar, alguien sujetado. ¿A qué? A su historia, a su herencia, al lenguaje, a su posición simbólica, social, incluso a su herencia evolutiva. Éste es el estado basal, el punto de partida, el ser-producido, donde se gestan por primera vez los síntomas de cada uno. Pero por sujeto también entendemos otra cosa: decidir vivir para (y morir por) una causa y esto no sucede sin abrirse a la capacidad del encuentro. Recordemos entonces una cita del viejo y olvidado Sartre: “siempre se puede hacer algo de aquello que han hecho con nosotros”. Lo que han hecho con nosotros remite a la sujeción, que nos da una consistencia histórica e intersubjetiva mínima. Pero lo que podemos hacer con ello, eso es del orden de la verdad. Así que conocerse es desconocerse como el referente último de esa verdad, significa destituir la figura de un ego imaginario que insiste con el peso de todas las inercias ilusorias. Significa, en breve, salir de sí hacia la posibilidad del (des)encuentro.
Twitter: @arturoromerofil
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Es doctor en filosofía por la Universidad Libre de Berlín, Alemania. Actualmente es profesor-investigador de tiempo completo en la Facultad de Filosofía y Letras de la BUAP.