(Des)conócete a ti mismo II

  • Arturo Romero Contreras
Freud. Lacan. Histeria. Neurosis. Duda viviente. Goce. Síntoma. El santo. Más allá del pensar.

Hoy se dice y se repite hasta el hartazgo: “conócete a ti mismo”. Pero ¿qué puede significar eso, si el psicoanálisis afirma que el sujeto se constituye fuera del saber, es decir, en el inconsciente, del cual justamente no sabemos nada? O ¿es el psicoanálisis una forma de retracción política que sólo cree en la revolución del diván, en la posibilidad de desear de otro modo, pero para lo cual no hay esperanza de comunicación a nadie, ni de repercusiones sociales? Durante los eventos que se desencadenaron en torno al mayo francés en 1968, Lacan confrontaba a los estudiantes revolucionarios con una severa crítica: “lo que ustedes quieren es un nuevo amo”. Si el psicoanálisis pudiera parecer una versión nueva del Diktum del Oráculo de Delfos: “conócete a ti mismo”, más bien parece decantarse por una posición ética, a saber una posición de fidelidad respecto al propio deseo, que se abisma en lo indecible y que se justifica justamente por estar “fuera del mundo”. Pero, como el psicoanálisis siempre lo advirtió, es siempre un problema, o mejor, el problema central, poder discernir entre la dimensión imaginaria, engañosa de lo imaginario y lo “real” del propio deseo. En otras palabras, ¿cómo saber que no me engaño? ¿Cómo saber que ese deseo no miente? Es así que aparece el verdadero demonio del psicoanálisis (hijo pródigo de la era moderna, comenzada por Descartes) a saber el reconocimiento de una tendencia inevitable del saber, pero también de la voluntad, hacia un engaño radical, es decir, la posibilidad y el hecho de que lo más “propio” no sea al final sino una mera “proyección”, el señuelo de un juego que no se comprende.       

Lectores de Lacan han querido encontrar en la invención y la participación política una forma de fidelidad al deseo, pero, como recuerda siempre Lacan, ¿no es la política en sí misma un sitio privilegiado para el engaño, para la ideología, para la movilización de las pasiones más elementales, como lo mostró el fascismo? ¿No es hoy la política el sitio de la decepción, tanto en su versión revolucionaria, como en su versión oficial (liberalismo democrático)? Por un lado la democracia representativa está en “crisis” porque se reconoce como la expresión más pobre y limitante de la agencia política, como una gran farsa controlada por una partidocracia, etc. Por el otro, la alternativa comunista estándar ha dejado de ser una alternativa frente a su fracaso real durante el siglo XX. Pero entonces, ¿qué nos puede enseñar el psicoanálisis en el ámbito político político? El psicoanálisis no es una revolución conservadora, sino una suerte de conservadurismo revolucionario que, pese a todo, rebasa los límites de su propia formulación. Así pues, habrá que preguntarse ¿cómo hacer jugar esa “verdad” subjetiva y el salir al mundo en plena responsabilidad política? En otras palabras, ¿cómo hacer jugar una verdad a la vez singular-incomunicable y razonable-comunitaria? Es decir, ¿cómo hacer jugar el diván y la plaza pública, sin tomar uno por el otro, sin confundirlos, como se hace cuando se traspola el marco psicoanalítico a la esfera pública sin más?

A finales del siglo XIX y durante el siglo XX corrió como pólvora en la cabeza de los intelectuales la idea de que la conciencia era un lugar de engaño, de que la razón, tan dignificada en la era de las luces, no consistía más que en un proceso de racionalización (o justificación) de pasiones más elementales, que los pensamientos eran resultado de fuerzas socioeconómicas, lingüísticas e históricas, y que las grandes palabras como “verdad” y “justicia” eran invenciones ideológicas de una secreta voluntad de poder. Se instauró pues la idea de que el mundo era sólo un “producto” de fuerzas inconscientes, banales, violentas. En su versión más depurada, dicha idea fue cristalizando en la certeza de que lo más “original”, la sustancia del mundo, la “última instancia” sería algo pre-individual, pre-consciente, pre-objetivo, algo vago, indeterminado, múltiple, variable, virtual y que todo lo que reconocemos como objetos y relaciones, eso que percibimos y pensamos, sería, en el mejor de los casos un producto inerte, homogéneo, domesticado y predecible con el cual no se puede hacer nada (pues estaría determinado a priori por esas fuerzas oscuras); o en el peor, se trataría de meras ilusiones, de proyecciones de deseos, de fantasmas sin consistencia, ocultando una “falta fundamental”, etc.

Aceptemos por el momento esta tesis radical: lo que vemos puede ser una proyección imaginaria y lo que pensamos, puede ser una mera racionalización de procesos que suceden en “otro escenario”. Pero aceptémoslo no como mera hipótesis, sino como una explicación del fracaso de la política misma, pues hemos visto que: en nombre del bien se puede realizar lo peor. Dentro de una posición de fidelidad a una verdad política comandada por la idea de comunidad y justicia social, como el comunismo, encontramos el caldo de cultivo perfecto para una violenta ideología y para la anulación de las ganancias liberales (consignadas en el derecho) más elementales. No se trata de desacreditar esa empresa política, sino todo lo contrario, de reivindicar lo que en ella hay de verdadero, pero identificado el por qué, de esa proclividad imaginaria.

Lo que podemos avanzar como tesis, es que el revolucionario no se conoce a sí mismo, pues ha hecho de la “fidelidad a su deseo” de justicia, justamente el núcleo de una racionalización ideológica y de una ceguera fundamental a la historia y las adquisiciones sociales que tuvieron lugar en ella. Alain Badiou nos dice que hay cuatro registros donde pueden aparecer verdades: el amor, la ciencia, la política y el arte. Pero, ¿no fueron dichos registros los sitios de la utopía más alienante durante el siglo XX? El surrealismo de Bretón escondía a un funcionario y amante de las instituciones que pretendía subvertir. La política revolucionaria rusa escondía un zarismo reelaborado, ahora empeñado en llevar adelante una revolución industrial acelerada y a cualquier precio. El amor libre de los 60´s escondía un nuevo imperativo de gozar a toda cosa, de estar obligado a disfrutar con el cuerpo so pena de convertirse en un perdedor. Y la ciencia, no hacía sino disimular una domesticación del mundo para ponerlo al servicio de la manipulación tecnológica que, en el fondo, constituyó la punta de lanza de la guerra fría y la proliferación de armas. No podemos negar que en todas estas figuras hubo deseo y fidelidad, pero si algo faltó, fue justamente autoconocimiento.

Lacan insistió siempre en un punto: lo más esencial del psicoanálisis consiste en poder discernir entre lo imaginario y lo real, entre el señuelo de las identificaciones, y ese núcleo singular que hace que sea posible vivir y morir por algo. No es que haya algo “real” que perseguir y algo “imaginario” que deba evitarse. La diferencia consiste tan sólo en resistir las seducciones de la identificación. Esto significaría: no (querer) fundirse con el objeto amado, no obedecer incondicionalmente al Otro al que se sirve (sea Dios o la historia), no dejarse seducir por el hallazgo científico como un nuevo plano absoluto, no confundirse con la obra de arte que uno produce (es decir, resistirse al concepto de obra de arte total o la idea de la existencia como obra de arte). En suma, se trata de vivir una verdad sin fundirse con ella, se trata de no enamorarse narcisitamente del personaje que uno se forja para vivir, incluido su síntoma. Se trata, en suma, de no perder nunca la capacidad de discernimiento, aunque este no sea “lingüístico” (simbólico), ni racional. Lacan ha dicho: del inconsciente no sabemos nada, porque es previo a la razón y la conciencia. Pero si toda posibilidad de no caer presa de la identificación narcisista reside en la distinción efectiva entre lo que se es y lo que se hace; entre el personaje que se juega actualmente y lo posible; entre lo que se piensa y lo que se es, etc., ¿quién es ese que separa?, ¿cómo lo hace? y ¿qué discierne realmente? Pongamos el problema de otra manera: si lo que nos mueve como sujetos es algo que no alcanza a llegar a la conciencia, instancia de juicio y la deliberación que establece diferencias, y si lo único que nos puede librar de la burda identificación es la diferenciación entre la ilusión y lo real, entonces, ¿qué operación y qué instancia nos quedan?          

En el siglo XX Freud encontró en la histérica la figura heroica que cuestionaba la figura de autoridad. La histérica interrogaba al discurso médico. Mientras que los hombres de bata blanca buscaban causas orgánicas para explicar la parálisis de las histéricas, Freud buscaba en “otro sitio”, a saber en el “aparato psíquico”. El cuerpo de la histérica hablaba y decía al médico: yo hablo otra verdad, no busques en mi cuerpo, ¡escúchame! Y eso hizo Freud, ponerse a escuchar. Más adelante, Freud pareció darse cuenta que después de la escucha, no venía una cura milagrosa, sino la transición a la figura del neurótico, verdadero modelo de la salud mental. El neurótico “triunfa” históricamente en tanto que instaura la duda en el centro de su ser, o mejor, se transforma en duda viviente, lo que deriva en una inseguridad permanente que sólo puede paliarse con rituales. Pero no se puede ir más allá. Lacan, por su parte, puso su atención tempranamente en la psicosis, pero es en sus últimos seminarios donde ésta aparece bajo su figura más enigmática: la del goce.

El goce parecería un acceso a una verdad que no sería del orden ni del pensamiento, ni del lenguaje, aunque no sucedería completamente fuera de ellos, pues, siguiendo a Freud, Lacan aceptó siempre que el inconsciente es un pensamiento inconsciente, sólo que estructurado como un lenguaje. El Finnegan’s Wake de Joyce le pareció a Lacan un modo de reencontrar un goce no lingüístico, pero que tenía que pasar por la destrucción del lenguaje desde el lenguaje. Este goce estaría ligado con el síntoma, como lo más propio de cada uno. Ahora, ese síntoma no es ya del mismo orden que el de la histérica o el neurótico. Lacan juega con la homofonía entre “symptome” (síntoma, escrito ahora como sinthome) y “saint homme” (hombre santo). Hay algo del orden de la santidad en el síntoma. ¿Qué figura aparece entonces ahora en escena? El místico.

El psicoanálisis no es una mística, como no es un ejercicio de histeria o de neurosis, pero sí termina por hacer de aquella el punto de reflexión central para nuestra época. La figura de un goce indescriptible, no-intelectual, ni lingüístico puede encontrarse, por ejemplo, en santa Teresa de Ávila. Para darse una idea de lo que ello significa basta sólo observar el Éxtasis de Santa Teresa de Bernini: https://es.wikipedia.org/wiki/%C3%89xtasis_de_Santa_Teresa#/media/File:Ecstasy_St_Theresa_SM_della_Vittoria.jpg Este goce roza la verdad de un deseo que no puede satisfacerse en el pensar y en el lenguaje, porque ellos se han convertido en el sitio mismo del engaño y la penuria.

La tradición de la mística española del siglo XVI se coloca en un enclave muy particular: por un lado, es una respuesta a la Reforma luterana y el desgarramiento de la iglesia católica romana, a lo que se oponen; por el otro, se erige como una crítica a la institución misma. Y todo esto, lejos de conducir a un quietismo, llevó a la formación de nuevas órdenes monásticas con una abierta intención política, como la Compañía de Jesús. Dos de sus figuras más eminentes, Miguel de Molinos y Teresa de Ávila pasaron por el examen de la inquisición, aunque al final, pese a la profunda incomodidad que suscitaban, salieron sin cargos.

Miguel de Molinos, Teresa de Ávila, Francisco de Osuna, san Juan de la Cruz o Ignacio de Loyola, los místicos más conocidos, afirmaron una actitud radicalmente contemplativa y de introspección, tarea que parece no sólo conservadora, sino abiertamente anti-política. ¿Dónde residía, frente a esta actitud tan aparentemente pasiva y neutral, el aspecto subversivo? En 1559 la Sagrada Congregación de la Inquisición de la Iglesia Católica Romana, después renombrada como Congregación para la Doctrina de la Fe publica en 1559 el índice de libros prohibidos: Index Librorum Prohibitorum et Expurgatorum. Lo llamativo es que dentro de este índice se encontraran textos de oración en lengua romance. ¿Dónde residía el peligro? La respuesta es obvia, la oración se entendía como un camino de relación directa con Dios, sin mediación institucional. Cuando Teresa de Ávila se ve privada de este tipo de libros debido a la quema de libros por parte de la Inquisición, es decir, de la palabra escrita, protesta por medio de sus alucinaciones en las que afirma un contacto directo con lo divino. Es este tipo de experiencias las que levantan la sospecha de la Inquisición. Pero ¿por qué?

En sus Confesiones dice san Agustín  que el mayor peligro para el alma no reside en ser sordo a la verdad, sino en confundirla. Corre más peligro el arriano o el maniqueo, que el pagano, porque ellos tergiversan y finalmente anulan lo verdadero que se ha anunciado. A propósito podríamos decir que la verdadera intolerancia no surge frente a lo distinto, sino frente a lo más próximo. La guerra entre luteranismo y catolicismo no surge de sus diferencias, sino de su temible parecido, del hecho de disputarse un mismo sitio. Lo otro, lo radicalmente otro, está tan lejos que no amenaza, no incomoda. La distancia cuestiona, sí, pero la proximidad quema. Si se piensa en el primer crimen bíblico, tenemos al fratricidio: Caín mata a Abel, no a un extranjero. De hecho, la muerte que da Moisés a un egipcio, pese a que le obliga a esconderse, pasa sin mayores consecuencias. La paradoja de la alteridad consiste entonces en que nunca se experimenta mayor distancia, que cuando la proximidad amenaza con hacer indiscernible la diferencia.

Volviendo al místico: éste denuncia, en efecto, el punto en el que el lenguaje sobre la verdad se ha vaciado hasta convertirse en un automatismo y el pensamiento se ha degrado en un mero ruido que obnubila la claridad. Teresa de Ávila habla de una “tarabilla de molino” que termina ocupando ociosamente voluntad y entendimiento. Es en este punto donde aparece lo más sugerente. El místico pide no sólo fidelidad al deseo, sino, primero que nada, discernimiento. Para Badiou, por ejemplo un acontecimiento, es decir, lo nuevo, lo que irrumpe en la historia, se presenta como lo indiscernible y sólo puede existir en esa calidad. El místico, en cambio, pide lo contrario: la mayor de las atenciones, porque ahí se decide la diferencia entre la fidelidad y la tentación, entre una verdad y un nuevo engaño. Pero seguimos preguntando, si los místicos aluden a una experiencia incomunicable, a un no-hacer (como Miguel de Molinos) a una práctica contemplativa sin palabras y sin pensamientos, debemos preguntarnos: ¿cómo contribuyen al discernimiento? y ¿cómo se vincula ello con una posición política? De ello hablaremos en el próximo artículo

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Arturo Romero Contreras

Es doctor en filosofía por la Universidad Libre de Berlín, Alemania. Actualmente es profesor-investigador de tiempo completo en la Facultad de Filosofía y Letras de la BUAP.