Cirugía postmortem del comandante Fidel

  • Arturo Romero Contreras
La imagen de Fidel. Ambivalencia y no maniqueísmo. Ni de Dios ni del diablo. ¿Qué representa?

Fidel carga dos maletas con la bandera de Cuba y espera; mientras tanto, Dios y el diablo lanzan una moneda al aire para ver quién se queda con su alma. Este es el cartón político con el que me desperté ayer 26 de noviembre de 2016, para enterarme de la muerte del Comandante. El cartón representa, al mismo tiempo, dos posiciones actuales. Por un lado, aquella en la cual la opinión pública se debate entre satanizar al dictador o en honrar al héroe: mirada demasiado simple, porque queda presa un tiempo ya caduco. Por el otro, capta lo indecidible de su figura, representado por aquellas posiciones  ambivalentes (más justas que aquellas maniqueas) que ven lo contradictorio de la figura de Fidel: aspiró a lo más grande, erró en grande; logró grandes cosas, pero el precio fue demasiado alto, etc. Lo cierto es que entre la afirmación o la negación simples y la perplejidad de la indecisión respecto al juicio histórico de Fidel, hay todavía algo más qué decir.     

En política hay que ser contundente, pero sin faltar a los matices. Y una figura como la de Fidel demanda ambas cosas. Sobre todo porque él, ateo irredento, no es ni de Dios, ni del diablo y, como materialista dialéctico confeso, tampoco le pertenece a ningún bando pre-constituido. Nos vemos enredados entre posiciones, presuposiciones, disposiciones e indisposiciones. Pero ni su vida ni su muerte pueden ser un asunto neutral. Frente a Fidel hay que tomar posición, pero eso no significa adoptar una de las ya existentes que hemos descrito. La línea que organiza los juicios sobre el Comandante debe ser sinuosa, compleja. O mejor aún, quizá no deba ser una línea. Fidel es una figura compleja y lo es porque consta de innumerables elementos. Cuando trazamos la línea que lo salva o lo condena, lo tomamos como la figura íntegra que han hecho de él los discursos. Pero habrá que irlo desarmando y rearmando de varias maneras, porque no se trata solamente de una persona, sino de lo que representa.

¿Pero todo esto para qué? ¿Qué es lo que está en juego? ¿Por qué resulta decisivo saber de las líneas divisorias, de los bordes y de los límites al a hora de juzgar, de lo simple y lo complejo? Para responder esto quiero compartirles la otra frase con la que me topé esta mañana. Es de alumna mía, Tamara Pugliarello y reza así: “Sean eternos los significantes que costaron conseguirse”. Vayamos por partes. ¿Qué es un significante? Un significante es la materialidad de la palabra, es el nombre que leemos en la tinta o escuchamos en las vibraciones de la garganta y que acarrea su propia historia. Y hay órdenes de significantes. La palabra “revolución”, por ejemplo, no nombra un proceso genérico que puede tener lugar en las sociedades. No es el nombre de un evento particular. No es tampoco una palabra vacía que se llene de contenido según los vientos de la circunstancia. “Revolución” es la palabra-nudo que ata una constelación de eventos, ideas y discursos que incluyen las revoluciones norteamericana y francesa, la rusa, la china y la cubana, incluso la mexicana, pero también las luchas independentistas en América, Asia y África. Hay ahí liberales y comunistas, violencias y resistencias civiles pacíficas. En estas amplias y complejas constelaciones, nuestra época ha querido construir encadenamientos simples, por ejemplo éste: comunismo-revolución-violencia-totalitarismo-acabado; para oponerse este otro: democracia-capitalismo-libertad-fin_de_la_historia. Pero dichos ensambles mutan en la historia misma, razón de más para hacerlo en el discurso. Basta ver a China para comprender el compuesto comunismo-totalitarismo-capitalismo, al Chile de Pinochet para ver el binomio totalitarismo-neoliberalismo y ahora a E.U., con un neoliberalismo-proteccionista-anti_media-pero_sólo_a_través_de_los_mass_media, etc. Cada proyecto político concreto pasa de la constelación, todavía con varias lecturas posibles (pero no cualquiera), a la formulación de un encadenamiento. Así pues, cómo se comprendan los encadenamientos conceptuales contemporáneos existentes, y los nuevos que se generen, dará como resultado una peculiar relación con la historia y con las posibilidades políticas venideras. 

El peligro actual es patente y se ha venido gestado a lo largo de un siglo. A partir de estos encadenamientos y sistemas de equivalencias, se ha querido hacer pasar, por ejemplo al comunismo y al fascismo como lo mismo, pues ambos formarían parte de la misma historia del totalitarismo. Fidel, convertido en un vil y simple dictador más, no sería discernible de Pinochet o de Somoza ¡y acabaría por formar parte de la historia de las dictaduras latinoamericanas! Se dice que ésta, nuestra época, vive ya sin ideologías, pero basta ver la reacción de los medios frente a ciertas palabras para entender que la censura está ahí, que existe una línea invisible que decide lo aceptable y lo deleznable, lo correcto e incorrecto, lo posible y lo imposible. Durante décadas, quien se atrevía a invocar la intervención del Estado para controlar el mercado era acusado de comunista y se afirmaba que de ahí a los campos de trabajo forzado en Siberia no había más que un paso. Hubo que esperar a Trump, un ultracapitalista, para “ver” que el proteccionismo estatal no tenía que provenir de ninguna izquierda. En América Latina, el término “populista” se convirtió en el insulto favorito para quien no suscribía la doctrina neoliberal clásica. Y hubo que esperar a que don Obama se confesara un populista para que los políticos latinoamericanos se quedaran mudos. Así como Trump ha movido las líneas que configuraban la cuadrícula del juicio sobre el presente, la muerte del Comandante debe hacerlo también. 

 

Sean eternos los significantes que costaron conseguirse. Eso quiere decir: en primer lugar, sacar de su condena a las palabras que rodearon la figura de Fidel, como comunismo, revolución, antiimperialismo. Pero con una condición: que dicha nueva puesta en juego de los términos, no mire tontamente hacia atrás, hacia el escenario de una guerra fría que ya no existe, cegándose al hecho de un capitalismo que se ha revolucionado, de un comunismo real que efectivamente fracasó y fue abiertamente criminal, de un radical reordenamiento de las fuerzas políticas y sociales mundiales, etc. Comunismo no puede ser sinónimo de una revolución violenta, de la toma del poder (que hoy está más diversificado que nunca y se comparte con actores del mercado), de la dictadura del proletariado. Comunismo, como significante, convoca la pregunta por lo común. No por la producción, ni por el rendimiento, ni por la forma de gobierno, ni por la tecnología. No directamente. Es pregunta por lo común. ¿Qué es lo común? ¿Cómo debe organizarse? ¿Cómo se produce y se reproduce? ¿Qué constituye una afrenta a lo común? Y ahí están convocadas todas las leyes, modos de producción, estrategias, gobierno e ideas que en la historia han hecho de ésta, su pregunta fundamental. Reconsiderar los significantes en torno a Fidel implica, pues, reconsiderar la historia y la efectuación de la pregunta moderna por la comunidad política, negándose a aceptar el mundo actual como su último episodio. Significa atreverse a problematizar de nuevo los conceptos de liberación y dominación. 

Sean eternos los significantes que costaron conseguirse. Las palabras de la Revolución Francesa: libertad, igualdad y fraternidad, no sonaron desde siempre en la historia. Hubo un punto en el que ellas, por primera vez, se convirtieron en el centro de la vida común. Nada de monarcas, de derechos divinos, de fortuna u honor. Y ello costó vidas. El mundo liberal que nos rodea no salió pacíficamente de la cabeza de Zeus. El fin de la esclavitud. El voto. El voto de las mujeres. El reconocimiento (aún muy parcial) de los pueblos indígenas. Todo ello costó. Costó el lema del gobierno mexicano “sufragio efectivo, no reelección”, porque hubo que derrocar un dictador. Todavía hoy, los mismos E.E.U.U. ponen en acto la creencia de que los dictadores se tiran con violencia. No se malentienda, no hago ninguna apología de la violencia, sólo pido que se dirija la mirada al sangriento nacimiento de lo que hoy damos por sentado. De la misma manera, la Revolución Cubana no debe leerse sólo por su destino particular, que incluyó la persecución de enemigos, la violencia estatal, presos políticos, un sistema de espionaje de los ciudadanos, etc. (por cierto que esto no tiene que ver con el comunismo o el capitalismo, tenemos ejemplos de ambos lados). Debe leerse por la reivindicación de ciertos significantes, por la continuación de una cierta historia de la libertad. No puede echarse atrás la dignidad que se dio a América Latina, el derecho a la autodeterminación que se defendió, la resistencia a la violencia mundial tras décadas de embargo. 

 

Los significantes  (que podríamos llamar también operadores o morfismos) que introdujeron los franceses revolucionarios: libertad, igualdad y fraternidad, fueron después interpretados y trasladados a los dominios del derecho, de la forma de gobierno, de la participación política, de la naciente esfera pública, etc. Hubo que luchar por ellos y después hubo que defenderlos en los múltiples embates del espíritu restauracionista, que quiso hacer como si no hubiera pasado nada, como si se pudiera volver a la monarquía con el plumazo de un decreto. Los significantes de Fidel, esos a los que no debemos renunciar, esos que tiene algo de eterno, nos conducen a una historia, a ciertos discursos y a ideas, todos ellos articulados en torno a una convicción: otro modo de producir lo común es posible. Lo que representa la historia en la que inscribimos a Fidel Castro responde a la idea de que ningún sistema social y político viene dictado de cielo, ni de la naturaleza; que David puede enfrentarse a Goliat en cualquier época; que existe la necesidad, la exigencia y el derecho de probar otros modos de organización, aunque fracasen. En la ciencia el fracaso es la invitación a seguir conduciendo experimentos. En la política debe valer la misma vara, no el tosco juicio de que una equivocación, por fatal que sea, debe conducirnos a no hacer nada. Por otro lado, ya no podemos simplemente seguir haciendo las cosas como se hacen hoy mayoritariamente. La desigualdad mundial, la catástrofe ecológica, el ascenso de nuevos totalitarismos y el resurgimiento (o continuación) de actitudes xenófobas, misóginas, homófobas, etc., son elementos de peso para exigir un cambio de rumbo. 

            Hay pues, que separar esos “significantes eternos” del destino que se les quiere dar: a) cuando se encapsula a Fidel en la figura del héroe anticapitalista, busto de bronce, intocable y que bloquea toda autocrítica de lo que fue ese ensayo sociopolítico llamado comunismo; b) como cuando se le reduce al burdo dictador, actitud que tira al niño con el agua sucia y no ve cómo sacrifica algo dignísimo, e irrenunciable que es inseparable de él. Por ello es que no hay que apresurarse a juzgar a Fidel, es preciso hacer una cirugía postmortem de los nombres, los conceptos y las ideas que habitan su figura. Separar lo condenable y lo que espera ser continuado, lo vivo y lo muerto en él. Para ello hace falta un fino escalpelo y una técnica que corte en “diagonal”, sorteando las divisiones simples a las que quiere reducirse su juicio. Hay todavía banderas que ondean con viento desconocido:

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Twitter: @arturoromerofil

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Arturo Romero Contreras

Es doctor en filosofía por la Universidad Libre de Berlín, Alemania. Actualmente es profesor-investigador de tiempo completo en la Facultad de Filosofía y Letras de la BUAP.