La propiedad intelectual

  • Arturo Romero Contreras
Quid pro quo. Caja de Pandora. Propiedad privada. Propiedad intelectual. Privatización como medida

El libro de la naturaleza: paradojas de la propiedad intelectual (entrega I de al menos II)

Muchas leyendas (y películas) han jugado con la idea de la invocación de demonios, fantasmas y otros bichos sobrenaturales pronunciando su nombre de cierta manera: tres veces frente al espejo, cinco veces sosteniendo una vela negra, o diciéndolo al revés. En el fondo siempre se busca un favor, pero donde el costo a pagar es alto. La cosa no llega tanto como a un pacto con el diablo, sino que se trata de algún favorcillo pedido a fuerzas impuras.

Si se mira de cerca, lo que el sentido común intenta aleccionar con estas historias, es que quien con fuego juega, siempre se quema. Un ejemplo conocido de este fuego manifestado como curiosidad lo encontramos en el mito de la caja de Pandora. Obra del rencoroso y siempre moralmente cuestionable Zeus, ésta había colocado en una adorable cajita todos los males del mundo. El motivo era un asunto de dioses, que siempre pierden los estribos cuando los hombres hacen algo para parecerse a ellos. Sea que se coman una fruta del discernimiento, sea que reciban el fuego, ciertos dioses simplemente no soportan la competencia. En fin, Zeus, regala esta caja a Pandora con motivo de sus nupcias con Epimeteo, hermano de Prometeo. El infame regalo tenía escrita una leyenda “no abrir por ningún motivo”, pero el dios del Olimpo era conocedor de la irresistible curiosidad de la joven novia, quien, no pudiendo resistir sus pasiones, acaba por abrirla. Pero la historia verdaderamente humana y el ejercicio de su pedestre libertad tienen lugar en la tierra y no en el paraíso, usando el fuego y no consumiendo cosas crudas, en un mundo donde existe el “mal” y no entre ángeles.

Pues bien, la caja de Pandora de hoy tiene un nuevo nombre: “propiedad privada” y quien lo pronuncie, se dice, desatará todos los males del mundo. ¡Mirad lo que pasó en la URSS, en China y Cuba cuando los hombres jugaron con esas palabras! Todo por seguir al señor Marx, ese pillo conjurador de fantasmas, que no hizo sino despertar todas las bestias que dormían en el corazón de los hombres. Y es ese nombre, “propiedad privada”, no se pronuncia porque, como el de Jahvé, es santo. Recordemos que el verdadero nombre de Dios no puede pronunciarse porque entonces se tendría poder sobre él. Igualmente, la propiedad privada es sagrada y su nombre no se pronuncia porque debe darse por sentado y mantenerse fuera de toda discusión.

Por eso, se dice: dejad en paz ese tema y concentraos en ser productivo, que tanta falta le hace a este dolido mundo. Quien anhele discutir la “propiedad privada” debe considerarse como un trasnochado o un lunático, o mejor, como un personaje de novela: un don Quijote que en vez de desempolvar libros de caballería extrae libros marxistoleninistas (o marxistoalienistas, por lo extrarterrestres y alienantes que son para las suaves mentes actuales) y que lucha contra molinos monetarios internacionales. Otros más, de talante un poco más nervioso, encuentran en estos personajes que manifiestan curiosidad por el hecho de que la palabra “propiedad-privada” no se discuta para nada en círculos académicos, no-académicos, anti-académicos o sub-académicos, a potenciales terroristas, pues ¿no quedó “demostrada” en la Inglaterra del siglo XIX la consecuencia lógica que hay entre ser anarquista y ser dinamitero? Por lo demás sabemos bien que el terrorista ocupa hoy en el imaginario occidental mundial el lugar que ocupó el comunista durante la guerra fría.

Pero vamos a recordar algo del mito de Pandora: después de que abrió la fatídica caja que hoy lleva su nombre, ahí andaba Elpis, la esperanza, que no debemos confundirla con un falso optimismo, sino que hay que escucharla junto con la desesperación, que es su hermana. Eso que llamamos aquí nuestra posición de “desesperanza” debe extraer del pesimismo su insatisfacción radical con el mundo, pero se debe diferenciar de éste en cuanto que no se vuelve conformista (los críticos-pesimistas más radicales son la mayoría de las veces los más inmovilistas; nada les convence, ni siquiera ellos mismos). Y nuestra posición de esperanza debe tomar del optimismo su amor a todo lo existente, pero debe separarse de su actitud que endulcora la realidad para hacerla más soportable. Aquí puede uno escuchar al excéntrico Chesterton (más allá de su confesión) de lograr “estar en paz con el Universo y no obstante estar en guerra con el mundo”. La insatisfacción que proviene del resentimiento y la ignorancia sólo puede destruir al mundo.

No llamo a discutir la propiedad privada para traer a colación “nuevas teorías”, ni para invocar algún viejo fantasma. Todo lo contrario, lo que hay que comenzar por hacer es descubrir el pensamiento mágico que se esconde detrás de la economía y la política contemporáneas. No es ocurrencia que hoy se caracterice a la economía con nombres como “freakonomics”  o “voodoo economics”, ni que se haya mostrado una y otra vez su carácter supersticioso e infundado (el realismo mágico lo sostienen los economistas contemporáneos, no los latinoamericanos). Para comenzar a abordar este tema tan espinoso, detengámonos humildemente en un problema económico-político, discutido por poquísimos, y que resulta decisivo para la vida en común del planeta: la propiedad intelectual. No hablaremos directamente de la propiedad de los medios de producción, ni de la propiedad de los recursos naturales, ni de la propiedad de los medios de comunicación que implican a la prensa, que ya es bastante. Y aludiendo a la propiedad intelectual, no nos detendremos en ese tema candente que es la piratería de música y de textos. Comenzaremos, pues, por analizar la propiedad intelectual un caso: a) la posibilidad de patentar modificaciones en la naturaleza (lo que incluye la producción de ciertos medicamentos y el uso de organismos genéticamente modificados). Esto nos servirá para comprender mejor el tema que nos atañe, que es el de la propiedad privada en general.

Fueron los filósofos modernos los que dijeron: la naturaleza no existe; ella es sólo el producto de nuestras consideraciones científicas. Y los posmodernos no han hecho sino extender y consolidar la misma tesis: la naturaleza no existe, se trata sólo de “nombres” e “interpretaciones” que damos de ella, pero ella no es nada por sí misma. Seamos claros, negamos autonomía a la naturaleza no sólo cuando decimos que ella no es nada fuera de nuestra ciencia (o nuestra poesía, da lo mismo), sino cuando, aun siendo “realistas” y “naturalistas” la tratamos como si ella no fuera nada fuera de un reservorio de recursos. Pero si la naturaleza no es nada fuera de nuestras producciones material-intelectuales, puesto que podemos patentar una novela, ¿por qué no podríamos patentar una fórmula? Todo es cuestión del tamaño. No podemos patentar las palabras, pero si unimos unas cuantas hasta formar un poema ¡listo! Tenemos una creación personal, o sea, algo que sólo remite a la capacidad creadora individual. Como pequeño Dios, firmo mi obra y procedo a cobrar regalías. Yo hablo, y el mundo es.

De la misma manera, si voy al diccionario de la naturaleza ¿por qué no podría yo tomar unas cuantas moléculas, unirlas de modo inédito y cobrar por su uso y copia? Parece entonces que la elección sería la siguiente: o negamos la posibilidad de patentar moléculas y genes y consecuentemente hacemos todas las obras literarias de acceso público, o privatizamos ambas. El mundo corporativo decidió hacer lo segundo: cobrar por todo (lo que se pueda y lo que se deje). Pero ahí no reside el problema.

Se está de acuerdo en que no se puede patentar el maíz común, pero si se introduce en su secuencia de ADN un gen que lo haga resistente a una plaga: abracadabra, tenemos una creación personal que puede ser patentada. No se trata aquí de poseer nada concreto, sino un código, una secuencia, es decir, información y de determinar su circulación por un contra pago. Sólo que no es lo mismo patentar mis poemas malos, que aquello de lo que depende la vida de la especie: la comida. Y puesto que el mercado de la semilla está ya en manos de monopolios transnacionales, amantes de la tecnología genética, la posibilidad práctica de la vida quedará en manos privadas.  Pero la verdadera pregunta no es si privatizar o no privatizar en general. Este es el error que está a la base de toda discusión. La verdadera pregunta y que hace la discusión difícil, es el “hasta dónde”. Es decir: ¿qué debe contar como una invención humana? ¿Qué debe contar como una invención personal? ¿Hasta dónde puede ser algo considerado original, copia o modificación? O sea, se trata de pensar los límites de manera concreta en nuestra sociedad y nuestra economía.

Comencemos con esta pregunta más concreta: ¿qué significa privatizar? Significa a) delimitar algo, es decir, volverlo contable, medible, identificable, discernible; b) delimitar cierto “alguien”, o sea, señalar a una persona concreta, sea física o moral; c) establecer una regla de correspondencia entre uno y otro, es decir, asignar ciertas cosas a ciertas personas; y d) establecer una regla de acceso exclusivo entre ambos elementos; es decir, que asignar una cosa a una persona significa excluir a otra persona del disfrute de (o acceso a) aquella. Pero se puede ver que en cada paso hay un procedimiento y una decisión que debe ser tomada y que no tiene nada de natural. 

Por ejemplo, no podemos privatizar el aire que respiramos no porque nos haya faltado ambición (ya estaríamos todos pagando renta desde hace siglos), sino porque no podemos controlar ese gas para dosificarlo y hacerlo llegar a destinatarios concretos (y cobrar por ello, claro). Pero sí hemos privatizado el gas de la tierra, porque se puede entubar, llevar a las hornillas de la estufa de la casa, y cobrar por volumen. El CEO de Nestlé Peter Brabeck-Letmathe dijo elocuentemente que el acceso al agua no era un derecho público. Eso lo puede decir quien tiene un negocio de agua embotellada, ahora que el recurso comienza a escasear y que puede ser entubado, embotellado y vendido. En otra época de la historia, incluso el más rapaz de los comerciantes, si hubiese dicho que un río le pertenecía y hubiese querido cobrar a la población por el acceso al agua, hubiera sido lapidado al instante. Así pues, el primer paso consiste en poder poner límites, fronteras a algo, para poder contarlo, moverlo, manipularlo de manera diferencial. Es un problema topológico.

Por otro lado, también trazamos los contornos de un “alguien”. El trabajo es fruto de la cooperación; absolutamente nada sale de un individuo en soledad. Incluso su fuerza bruta supone ya energía que se obtuvo de la comida, que no la produjo él completamente, sino que depende a su vez de las plantas, del sol y de otros bichos, grandes y pequeños. Así, el trabajo humano no hace sino continuar cierto trabajo de la naturaleza, en el sentido más físico del término. Pero quedémonos en la producción puramente social. Nadie produce todo, nadie es absolutamente autosuficiente y menos en el mundo globalizado. Así que privatizar significa utilizar un molde que llamamos individuo, al cual le suponemos una potencia creativa absoluta. Singularizadas las cosas y singularizadas las personas, podemos dar el paso siguiente: la asignación. A tal individuo, le corresponde tal cosa, a tales, tales otras, y así.

Parece que contar manzanas (una cosa discontinua) o medir el agua (una sustancia continua) o el gas son problemas puramente técnicos. Para las manzanas nos basta un ábaco, para el agua, un recipiente, para el gas, un contenedor que selle a presión. Pero ¿es la manzana sólo una manzana, y el agua sólo agua y el gas sólo gas, es decir, de manera aislada? La manzana es un individuo que está conectado con las otras manzanas por el árbol (que les es común). Y ese árbol convive con otros árboles, manzanos y no manzanos, con los que comparte suelo y aire. Así que la manzana para el luch del niño, aunque individual, proviene de un proceso largo que implica múltiples interacciones. Y sin embargo, el precio de la manzana se fija tan sólo sobre la base de la “oferta y la demanda”. ¿Cómo es este juego de continuidad y discontinuidad? Seguirmos hilando al respecto en la próxima columna.

Twitter: @arturoromerofil

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Arturo Romero Contreras

Es doctor en filosofía por la Universidad Libre de Berlín, Alemania. Actualmente es profesor-investigador de tiempo completo en la Facultad de Filosofía y Letras de la BUAP.