¡Más! El imperativo del plusvalor

  • Arturo Romero Contreras
En el comienzo fue la acción. Hacer dinero. Plusvalor, excitación, decepción y destrucción

Somos modernos, absolutamente modernos y nuestro credo lo encarna la marca Nike: Just do it! ¿Por qué no nos llama la atención el que una marca nos dé órdenes? Porque ella corresponde a nuestra voz más propia. “Sí, tengo que hacerlo, yo puedo”. ¿Pero hacer qué? Just do it! El llamado a actuar “for no reason” (sin causa, ni finalidad, pues) es el eco del alma moderna. Goethe escribe en su Fausto parafraseando el Evangelio de Juan: “Am Anfang war die Tat”, es decir, en “el comienzo fue la acción”. La acción y nada más que ella, porque el hombre no es nada sino su actividad. En el comienzo estaba Nike.

Ahora damos vuelta a la página de nuestro catecismo y leemos la siguiente línea, que reza así: “Do more!” ¡Haz más! Produce, reproduce, inventa, genera, innueva, asciende, progresa, conquista. Ah, sí: esta frase dice la verdad de la primera: en el inicio fue la acción para poder hacer más. Éste es el credo completo. Actúa, sí, pero sobre todo: produce más, rinde más, goza más, disfruta más, obtén más por menos o más y mejores rendimientos, más producto, más barato, más intenso, más profundo. De este mandato de plusvalor, o de valor agregado, obtenemos un comportamiento en espiral. Nos preguntan ¿qué quieres? Respondemos: sólo quiero querer, no, mejor: ¡quiero querer!, o mejor aún, ¡quiero querer más! Es una voluntad de voluntad que se potencia en espiral. Lo importante es que sea más, que crezca, que se multiplique, que se desborde, que transgreda.

En el dinero apreciamos el mismo fenómeno. Las monedas nos sirven para nada (inmediato): no se comen, no tapan del frío, no resguardan de la lluvia. Lo importante para nosotros no es gastar el dinero, ni siquiera tener dinero, sino hacer (multiplicar) dinero. El valor de las cosas es secundario, lo que importa es hacer del dinero más dinero. Es valor que se valoriza. Todo esto lo aprendimos de los señores Nietzsche y Marx.

¿Pero cómo explicar este comportamiento demencial? ¿Cómo explicar esta pulsión excesiva a la que ya no le importa ni el qué, ni el para qué, ni siquiera el quién? Esta fuerza loca y anónima que mueve las cosas como si fuera producto de las tonterías de un aprendiz de brujo ¿de dónde viene? La mercancía es hoy el modo fundamental para relacionarnos con las cosas, las ideas y los acontecimientos. Servidas a la mesa, consumimos objetos, experiencias, opiniones, sentimientos. Todo es mercancía. ¡Pero gran cosa! El señor articulista nos viene a decir lo que se decía desde hace ya más de cien años, no porque el mundo fuese desde entonces el gran supermercado que es hoy, sino porque en el cielo se dejaba avizorar un gran cúmulo de mercancías a modo de un negro nubarrón desplazándose rápidamente. Hoy lo tenemos sobre la cabeza.

Pero lo que sólo ahora podemos apreciar es que las mercancías no son solamente cosas, sino potencialmente cualquier “objeto”, material o inmaterial, que pueda ser “experimentado”, es decir: pensado, percibido, imaginado, recordado, etc., y, materialmente, comido, untado, introducido, escuchado, enrollado en el pescuezo, etc. No haya nada en la tierra o en el cielo que potencialmente pueda librarse de ser mercantilizado. Mercancías son los frijoles lo mismo que la “seguridad” que nos vende la compañía de seguros, las imágenes que nos vende una revista y los sueños que le pagamos a la universidad privada; y mercancías son, casi siempre, esas amalgamas de necesidad y deseo, como la botella de agua, hecha para hidratar y también para alimentar la fantasía de que estamos haciendo algo terriblemente sano (¡bebe agua, tu cuerpo te lo agradecerá!), lo que a su vez nos haría “responsables” de nuestra vida. Todo esto conduce, como el caso del señor Scrooge (de Un cuento de Navidad, de Dickens), a un viaje en el tiempo, hacia el futuro, donde nos vemos como unos viejecillos llenos de vigor y desbordantes de alegría. Vitalidad embotellada a sólo 9.99 pesos.

Pero no sólo todo lo que nos rodea es, participa de o está en tránsito de convertirse en una mercancía.  El punto es que el mercado y las mercancías se dirigen a cumplir este imperativo de multiplicación: ¡más!, siempre ¡más y más! Jesús era un entrepreneur cuando multiplicaba los panes. Sólo que entonces el motivo era dar der comer, mientras que ahora la mercancía misma es la que produce hambre al ser comida y no sacia, ni a la mente deseante, ni al cuerpo. Al primero porque su existencia es fantasmagórica. Al segundo porque la comida contiene aditivos que no sólo no nutren, sino que, como la cafeína y el glutamato, aumentan el ansia.

Ahora ¿dónde podemos encontrar un campo que nos aclare esta pasión por el plusvalor propia de la mercancía? No es muy difícil, hay que ir al manual de diagnóstico para desórdenes mentales llamado DSM V (Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders, quinta edición): la biblia del diagnosticador, la piedra filosofal de los alquimistas del desajuste psicológico, que buscan transmutar el padecimiento en salud cambiando el nombre de las cosas y sus categorías. Pero no se me malentienda, el DSM V es una obra científica y vale sólo porque está basado en la observación minuciosa, por más tendenciosa que pueda ella ser.

Expresemos ya la tesis que quiero sostener: el modo contemporáneo fundamental de relacionarnos con las cosas es la mercancía y el modo de comportarnos respecto a la mercancía es la adicción. Así reza el imperativo del plusvalor: ¡más! Todo producto, sea una cosa, una emoción, una servicio, etc., es vivido como una droga. Pero no hay que comprar el argumento tan rápido. Veamos qué nos dice el DSM V sobre las adicciones y el abuso de sustancias. En primer lugar, el manual reconoce que la adicción puede tener por objeto no sólo las drogas, sino otras conductas como el apostar, pero también el uso de internet, el jugar, el sexo, el ejercicio o las mismas compras (lo que no se dice es que estas conductas no son un desorden, sino la normalidad misma).

Siguiendo el manual, encontramos que el elemento definitorio de la conducta adictiva es su capacidad de activar el sistema de recompensas en el cerebro, o sea, que produce placeres intensos con los que ninguna otra cosa puede competir. Y esos placeres no tienen nada que ver con lo útil o lo inútil, lo bueno o malo. Se trata de sistemas de reforzamiento, como en el caso de  la croqueta que espera ansioso nuestro perro después de dar una marometa, sólo que nosotros vivimos en una dimensión simbólica. Al perro se le llena la panza y tras 10 croquetas éstas pierden todo interés. En cambio, los humanos no pueden saciarse de dinero o de cosas y no ven otro sentido más alto para ellos que su acumulación. Y por supuesto, el trabajo, mientras que por un lado contribuye a cubrir nuestras necesidades, a nivel social es otro de los objetos de adicción. Es en nuestra época y sólo en ella que se pudo acuñar un término como “workoholic”, porque hasta en ello hemos desarrollado una relación patológica.

Entrando en detalles, el manual comienza definiendo los comportamientos adictivos por la imposibilidad de controlar nuestra relación con la sustancia, (pues la sustancia nos controla a nosotros, en un verdadero fetichismo en acto). El individuo que sufre de este “trastorno” consume la sustancia en cantidades que rebasan todo uso planeado y mesurado y no puede dejarla pese a repetidos intentos. Él gasta una cantidad ingente de tiempo para poder obtenerla, utilizándola y recuperándose de sus efectos (time is money!). A la larga la vida entera termina por girar en torno a dicha sustancia y la relación con esta última resulta en un ansia (craving) por consumirla.

Las mercancías son precisamente utilizadas más allá de cualquier medida de uso razonable. No están hechas primariamente para satisfacer necesidades, sino que mantienen un estado de excitación permanente al rebasar todo límite. Un ejemplo es el consumo de las bebidas gaseosas, que exceden cualquier requerimiento calórico. O las “baratas” o “gangas”, en las que se compra bajo el espejismo de la oportunidad, no porque exista necesidad alguna de la mercancía. Ahora, al adquirir mercancías, damos otra a cambio: el dinero y entonces nos topamos con el exceso invertido: que gastamos más de lo que debimos o incluso de lo que teníamos, generando así el “efecto secundario” de la deuda. Este es un criterio esencial: el adicto vuelve una y otra vez sobre la sustancia, aun cuando le cuesta caro, aun cuando ve su vida comenzar a desmoronarse. En escala planetaria: pese a la pobreza, el desempleo, la migración forzada y los desastres ecológicos producidos por nuestro sistema económico, “simplemente no podemos” dejarlo. Es demasiado excitante. No se crea que ofrezco una explicación psicológica; la excitación es tan estructural a la reproducción del capital como los bonos y las acciones. La adicción, al no considerar finalidad alguna, se sostiene a expensas de todo lo que no es ella; por tanto, su estructura de autopotenciación implica siempre también una de autodestrucción.

Se me va a argumentar que esto cuenta para los ricos, para quien tiene poder adquisitivo. Pero todo es más complicado. Se consume incluso cuando se compra lo necesario para no morir de hambre e incluso ahí hay decisión y dimensiones imaginarias. Más aún, se consume no sólo cuando se da dinero, sino cuando se escucha un anuncio, o cuando los ojos recorren la escandalosa y sangrienta portada de una revista. Otro ejemplo: la bebida gaseosa aporta más calorías de las que incluso un trabajador puede procesar de golpe y si forma parte de su dieta, es más por el sabor y los efectos, que por su utilidad física. Y el chico desposeído en quien el narcotráfico pone un arma, compra, con su primer “salario” un par de tenis Nike: Just do it!

Las mercancías, lo mismo que el dinero (otra mercancía en el capitalismo) producen una relación de ansia, pues constituyen el único fin de la vida actual, y además porque constituyen ya la medida de todas las cosas. Tenemos “rankings” formales de países, de universidades y de personas, respecto a cualquier cosa: PIB, prestigio, felicidad, belleza, calidad, “compromiso social”, blah, blah. Los tenemos formales: en la prensa, e informales, en nuestra vida cotidiana, que no deja de colocar todo lo que ve en la balanza del más y el menos, del éxito y del fracaso.   

Volvamos al DSM V. Hay ciertos conceptos absolutamente fundamentales para determinar y comprender el carácter vicioso de la mercancía: la habituación y la abstinencia. La habituación es la tolerancia generada respecto a la mercancía-sustancia, el hecho de que cada vez necesitamos más para obtener los mismos efectos. Ese “más” del que hemos hablado es lo que se necesita para sostener un permanente estado de excitación. Las imágenes deben ser cada vez más violentas, más explícitas, los videos más coloridos, los coches más rápidos, el deporte más extremo, los teléfonos más inteligentes. Y todo eso, aunque no se tenga dinero, se consume con los ojos y el deseo. Lo paradójico, es que toda mercancía está destinada a defraudar precisamente porque pierde sus efectos con el tiempo.

Mientras que la publicidad promete el estado de gracia último, el consumo debe terminar en la decepción. No sólo nada es lo que promete ser, sino que la exposición a las cosas las va privando, con el tiempo, de su colorido. Por ello la habituación exige aumentar la dosis para no caer en el abismo de la abstinencia.

No se puede dejar de consumir la sustancia porque tras un largo periodo sin ella, sobreviene un dolor intenso en el ánimo y en el cuerpo. Es el aburrimiento y su forma más radical: la depresión. El capitalismo nos ofrece esa estructura bipolar: excitación y depresión, diversión extrema y aburrimiento mortal. La mercancía-sustancia excita la primera vez, la segunda defrauda y a partir de ahí desata inevitablemente el sentimiento de decepción, que para ser abandonado exige un aumento en la cantidad para obtener aquellos efectos primeros y así se desata la espiral de autodestrucción. Plusvalor, excitación, decepción y destrucción forman la tétrada del comportamiento adictivo.

Así, mientras todo a nuestro alrededor nos invita e induce a hacer más, a lograr y establecer cosas, a innovar, a desarrollarnos, a cumplir nuestros potenciales, lo único sensato a lo que podemos llamar es a lo contrario, a una estrategia general de desintoxicación, de deshabituación; a no a lanzarse con más fuerza hacia adelante, sino a detenerse. Pero, ¿cuál es la verdadera mercancía que está detrás de ese cúmulo de productos y servicios? Hemos visto que la relación con las cosas-mercancía tiene un decisivo componente psíquico, que específicamente involucra una relación con el deseo. La sociedad moderna celebra al individuo, y muy particularmente, su constante “superación”. Él es entonces quien debe volverse más, quien debe superarse a sí mismo, quien sufre y disfruta los subibajas de la mercancía. Podríamos concluir entonces que aquello que está a la base de este comportamiento, es el yo. A la base de todo esto hay un profundo narcisismo. El yo al querer voluntad, lo que hace es quererse a sí mismo. Lo que estima del valor es la potenciación que experimenta como yo. Pero ese yo está vacío y se quiere vacío, porque no desea nada fuera de sí. A lo que somos adictos, es al yo. ¿Pero cómo se podría lograr una deshabituación o desintoxicación de este yo liberal-capitalista? ¿Cómo detiene uno y la espiral de autodestrucción? Esas son nuestras preguntas. Preguntas que intentaremos abordar en una próxima columna.

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Arturo Romero Contreras

Es doctor en filosofía por la Universidad Libre de Berlín, Alemania. Actualmente es profesor-investigador de tiempo completo en la Facultad de Filosofía y Letras de la BUAP.