Miguel Ángel y el entrelazo infinito

  • Arturo Romero Contreras
Miguel Ángel, su obra escultórica. Determinación-indeterminación, proyección al infinito

El David, el Moisés o la Piedad son las esculturas que le labraron el nombre a Miguel Ángel, junto con sus pinturas (como la Capilla Sixtina o el Juicio Final) y obras arquitectónicas (especialmente la cúpula de la Basílica de San Pedro). Todo ello se llama obra, del latín opera: producción. El artista es un productor, trae al mundo lo que no existe por un acto de creación pura. O así parece. Pero en palabras del propio Miguel Ángel su labor parece ser otra y está unida a su concepto de escultura. Dice: “¿Cómo puedo hacer una escultura? Simplemente retirando del bloque de mármol todo lo que no es necesario”. Crear es retirar y retirar significa liberar: “Vi el Ángel en el mármol y tallé hasta que lo puse en libertad” (estas famosas citas se pueden encontrar en las fichas técnicas de la exposición Miguel Ángel “El Divino” curada por el Instituto Municipal de Arte y Cultura de Puebla: IMACP).

Esculpir es, en el concepto de Miguel Ángel, liberar una forma atrapada en el mármol limpiando lo que en el bloque sobra. La actividad del artista que moldea el espacio es negativa, se trata de restar materia, para que pueda emerger el volumen. Esta es una de las ideas clave en el pensamiento sobre la escultura (que debo a Camila Morales habérmela señalado): el volumen proviene de agujerar, moldear, torcer la materia sólida. No debe confundirse la forma de una cosa, su figura (siempre local), con la forma del espacio (una suerte de todo sin todo, el continuo donde se despliegan los seres), verdadero objeto de la escultura. Pero, ¿cómo procede Miguel Ángel?

La escultura comienza con las formas que se insinúan en las canteras. El bloque a extraer de ella tiene ya en potencia rasgos de lo que será la escultura final. No existen para el escultor, pues, las materias “mármol”, “alabastro” o “granito”, sino el bloque concreto de mármol que sugiere ya ciertas formas, pero que no alcanza a ser el David o el Moisés. Falta, en la filosofía aristotélica, este momento intermedio entre la materia prima y la escultura acabada. Ninguna forma se impone sobre una materia inerte. La piedra o el material concreto sugieren y guían al martillo y al cincel en su curso de liberación de la forma. El proceso sigue con la extracción del bloque, que, desgajado del cuerpo de la tierra, adquiere una primera singularidad. Es una nueva saliencia dentro del continuo de la materia (continuo complejo, claro está, diferenciado). Se ve entonces que el espacio de la escultura incluye el sitio de origen de la roca y su primera delimitación y se queda adherido a ella hasta el final. Quien esculpe el espacio, esculpe no sólo la roca, sino la tierra misma, en tanto guarda memoria de ella, su huella. 

Una Pietá parece, sin embargo, estar lejos de toda “naturaleza”; el mármol se sublima en su blancura y la blancura en los claroscuros de la forma esculpida los cuales, a su vez, nos conducen al momento de la muerte del Cristo y el dolor de una madre de juventud sempiterna, que permanece, con todo, serena. Sólo al escultor estaría resguardada esa memoria que va del bloque a la escena de la madre y el hijo. Pero nada más lejano a lo que la escultura de Miguel Ángel proyecta. No es la “perfección anatómica” lo que sorprende de un Moisés, sino lo soberbio de las dimensiones, la solidez y fluidez de la figura (que debe ser como un roble para soportar el decálogo de un nuevo pueblo, pero también dinámico para dirigirlo), lo masivo de una figura que es humana sólo por analogía, el gesto helicoidal, lleno de movimiento, que hace rotar todo el espacio alrededor. No se olvide nunca que una escultura no termina en sus bordes, sino que ella es también su complemento, eso que ella “no es”, es decir, el espacio que la rodea, el cual resulta también transformado (cosa que saben bien los urbanistas, por cierto).

La transformación que tiene lugar de la cantera al bloque y del bloque a la escultura no posee nada de final o de teleológico. Miguel Ángel dejó en claro que la escultura no es el final de un proceso, algo así como un producto, sino un permanente estar-emergiendo del bloque. Si es cierta la leyenda que al terminar el Moisés golpeó su rodilla y le preguntó “¿por qué no me hablas?”, es que hay un movimiento constante desde el bloque de piedra hasta el hombre parlante. Miguel Ángel quiso dejar constancia de este tránsito y del inacabamiento general de la obra; para ello se sirvió del concepto de “non finito”: no acabado. Pero si seguimos a la palabra, lo no acabado, lo finito, es lo infinito. Y lo infinito sólo puede ser captado en el movimiento de borde en borde, en el tránsito constante de un espacio a otro. Y el gran salto va del espacio de la naturaleza en la cantera, hasta el espacio de una plaza, una tumba o una basílica. No hay nada esotérico en esto, nada de afirmar un “alma del mundo” o de hacer de la naturaleza un “sujeto”. Se trata de tránsitos entre espacios que emergen en la transformación de un único espacio.

Podemos ver en acto el estilo non-finito en la obra “El esclavo que despierta”  .

Se trata de un cuerpo masculino, musculoso, que, por un lado, lucha por arrancarse de la piedra, pero, por el otro, parece querer asimilarse a ella, como si fuera su tumba geológica. Brazos y piernas se hunden y se continúan en el bloque de piedra, haciendo borroso el verdadero punto de quiebre entre forma y no-forma, entre naturaleza y cultura. Pocos en el arte han mostrado tal respeto por el material, por la huella que toda cultura posee respecto a su origen, sin por ello confundir una cosa con otra, es decir, sin naturalizar lo cultural, ni “culturalizar” lo natural. Este enigma está en los bordes o fronteras imperceptibles entre una pierna y la roca porosa.

Menos logrado y de dudosa interpretación según la tradición, es la última obra de Miguel Ángel, una piedad más, la llamada Rondanini , en la que trabajó por más de una década y hasta su muerte:

Por esta circunstancia no podemos saber si la obra pretendía ser representante del estilo non-finito o si el inacabamiento se debió al final de la vida del escultor. Pero en verdad no importa. Dejando de lado la crítica artística, que se debe ocupar de esos detalles, podemos leer la escultura en clave filosófica. No es arbitrario leer el inacabamiento de la escultura como un non-finito forzado, espejo de la vida de Miguel Ángel y de la vida en general. Pero disipemos aquí la sospecha de que iremos en dirección de alguna frase inspirada sobre el “perpetuo inacabamiento de la vida”, de sus “posibilidades infinitas” o alguna otra frase insulsa.

      

Vayamos a la obra misma. Lo que llama más la atención es que ahora el juego de acabamiento e inacabamiento está presente no solo entre el bloque y la figura humana, como en el caso del esclavo, aludido arriba. El inacabamiento está en la figura humana misma y muy particularmente en el rostro, lo que contrasta con los trabajos depurados en la expresión de la Piedad o el David. No se trata de un inacabamiento general, de una vaguedad o indeterminación primigenia, una especie de expresionismo anticipado. Los cuerpos pueden distinguirse bien; y muy particularmente podemos apreciar que las piernas presentan un acabado completo. En otras palabras, el inacabamiento es local. ¿Qué quiere decir eso? Una inacabamiento general podría llevarse hasta el límite de la indeterminación, donde ya nada se reconoce. La figura humana podría haber sido meramente esbozada, por ejemplo. Pero de nuevo, el contraste proviene de la absoluta determinación de las piernas y la indeterminación de la parte superior. Es como si la indeterminación de la vida misma exigiera a su vez una determinación que la soportara y viceversa, la determinación y la delimitación sólo pudieran volverse una actividad, un ejercicio, sobre zonas a su vez indeterminadas. Este juego puede verse en la relación misma de las figuras. Como en esas imágenes “reversibles” en las cuales podemos ver o el conejo o el pato, la indeterminación de la figura de la Piedad que nos ocupa no permite fijar si es María la que sostiene al Cristo o si es el Cristo el que carga a su madre.

No hay aquí ningún movimiento hacia delante de determinación, como si la pieza debiera ser acabada en algún momento. Pero tampoco hay un bloque primigenio e indeterminado de donde toda figura concreta surgiría. El bloque posee su forma y su amorfia, lo mismo que la figura que debería ser lo concreto y determinado. Esto es: determinación e indeterminación no sólo no se oponen, sino que tampoco presentan ninguna relación de jerarquía (temporal u ontológica). En el inicio de todo, había ya restricciones y en el presente, es lo concreto lo que carga a sus espaldas lo posible, porque nunca está absolutamente determinado.

Este juego de determinación e indeterminación presente en la última piedad de Miguel Ángel nos dice que ni la determinación proviene de lo indeterminado, ni lo determinado está preso de la forma, sino que se abre constantemente hacia la indeterminación, para poder poner en juego de nuevo otras formas. Para aterrizar estas reflexiones un tanto abstractas podríamos decir que el hombre no camina en su vida desde posibilidades infinitas hacia algo finito que lo encasilla finalmente (por lo que tendríamos que retornar al origen donde todo era posible), ni tampoco parte de la abstracción absoluta que se va enriqueciendo hasta producir un mundo colorido (por lo que tendríamos que confiar en el progreso y el desarrollo). Lo posible está también en el futuro y lo concreto en el pasado. Todo esto sólo quiere decir una cosa: que habría que desprenderse de todo apego al pasado como edad de oro y del futuro como la automática realización de todo lo prometido. Desconfiemos de los sacerdotes del pasado y de los brujos del futuro. Pero entonces, ¿debemos entregarnos a algo así como el presente?

No se trata de contraponer los tiempos, de privilegiar a uno sobre otro: presente, pasado o futuro, sólo existe su entrelazamiento, como el entrelazo de terminación e indeterminación, de forma y caos.         

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Arturo Romero Contreras

Es doctor en filosofía por la Universidad Libre de Berlín, Alemania. Actualmente es profesor-investigador de tiempo completo en la Facultad de Filosofía y Letras de la BUAP.