Octavio Paz: Pasado en claro. El inicio

  • Fidencio Aguilar Víquez

Aunque el fin de semana me salió al encuentro como caballo brioso, veloz y galopante, como buen jinete, me le trepé y lo conduje al bosque intelectual tupido y de grandes frondas que no dejó de mostrarme diversos senderos, ora el texto de Miguel Martínez y de Manuel Mella, Partidos políticos y sistemas de partidos, o el de Sartori, Ingeniería constitucional comparada, ora don Quijote mismo y su penitencia en Sierra Morena para hacerse digno del amor de Dulcinea.

Sin embargo, el que sigiloso y cauto, como un ladrón en medio de la madrugada que realiza su cometido cuando su víctima duerme profundamente, llegó hasta mi mente casi sin que yo mismo me diera cuenta, fue el poema de Octavio Paz: “Pasado en Claro” de 1974.

No quiero dejar de recordar, es decir, volver a hacer presente, lo que, en Paz, significa la poesía en los tiempos que corren, no ya la armonía del mundo, la analogía, la conexión entre este mundo y el que lo sustenta, invisible, escondido, latente, sino la percepción, la sensación, el percatarse de la ruptura, de que esos mundos están incomunicados, rotos. Lo que antes era orden, seguridad, sustento, ahora es caos, incertidumbre, hostilidad.

El poeta, entonces, ante esa ruptura, muestra el miedo, la angustia, inclusive la blasfemia, la rebeldía y, pocas veces, dice nuestro poeta, reconciliación. La analogía se cubre de ironía, mejor dicho, se conecta con ella, se vuelve inseparable de ella y la empuja al extremo: la conciencia y acaso también la experiencia de la muerte misma como situación más allá de sí, al otro lado.

Lo que acaece en un poema ocurre siempre, es como un eterno retorno, una vuelta de lo mismo a lo mismo; la vida humana es eso y el poema lo refleja. En ese sentido, la poesía es memoria, es decir, presencia de lo que ya ha pasado en otros tiempos. Y si se expresara mejor, no es eterno retorno, porque no se regresa hacia lo que ya pasó, sino eterno presente: lo que ha pasado se vuelve a actualizar. En tal sentido, Paz señala que el poema es la “casa de la presencia”.

Releí, entonces, los primeros versos y hallé, como buzo que busca en el río el cuerpo desaparecido, los rastros de lo que había acaecido, de lo que ha acaecido en los últimos cinco siglos de historia intelectual. La modernidad, tal como la hemos experimentado, nos muestra el binomio analogía-ironía, esto es, el orden y correspondencia de una idea, una imagen, una cosa, una situación, un sujeto, y luego ver su ruptura, su discrepancia, su negación, su paradoja e incluso su muerte.

 

Pasado en claro (1974)

 

Oídos con el alma

pasos mentales más que sombras,

sombras del pensamiento más que pasos,

por el camino de ecos

que la memoria inventa y borra:

sin caminar caminan

sobre este ahora que, puente

tendido entre una letra y otra.

Como llovizna sobre brasas

dentro de mí los pasos pasan

hacia lugares que se vuelven aire.

Nombres: en una pausa

desaparecen, entre dos palabras.

El sol camina sobre los escombros

de lo que digo, el sol arrasa los parajes

confusamente apenas

amaneciendo en esta página,

el sol abre mi frente,

                                     balcón al voladero

dentro de mí. (Obras Completas, t. 12: 75).

 

¿Cuáles son esos pasos mentales que sin caminar caminan y que, cuando el sol alumbra y abre mi frente me muestra y, acaso me lanza, al balcón al voladero que hay dentro de mí?

El pensamiento, que también es movimiento, camina, marcha, se mueve, busca, relaciona, compara, une, separa. En ese caminar muestra o da sus pasos mentales, que son percibidos por el alma, oídos, dice, por el alma. Esos pasos mentales, sin caminar caminan, sin moverse alcanzan. Es la dinámica del alma misma, pensar, indagar, admirarse, moverse, encontrar, inventar. Nos hallamos ante la dinámica de la analogía que todo lo armoniza.

Pero luego viene la ironía; casi como si dijéramos, después de pasarnos la noche en vela, pensando, estudiando, repasando, dejando que los pensamientos fluyan, que los pasos mentales se muevan y caminen, o en lenguaje quijotesco, cuando don Quijote se pasaba leyendo “de claro en claro”, hasta el amanecer, cuando el sol físico irrumpe y de deja ver, entonces me asomo al balcón al voladero: el abismo dentro de mí.

Es verdad, no sólo es el sol físico, sino el lumen, la luz del alma, del entendimiento, que es lógico, ordenado, metódico, cuando profundiza, ante determinados temas o problemas, de repente, se encuentra en el balcón al voladero de la antinomia, de la paradoja, de la contradicción e incluso del absurdo. Como si la luz misma del entendimiento nos empujara al abismo, a la oscuridad del yo. ¡Oh, paradoja!: somos iluminados por la luz del entendimiento, pero el abismo se abre delante nuestro y nos muestra que, por mucho que se indague, por mucho que se hurgue, el abismo no es comprensión, no es luminosidad; es, por el contrario, vértigo, zozobra, angustia.

 

Camino más adelante y me detengo en los versos 34 a 38:

 

Ni allá ni aquí: por esa linde

de duda, transitada

sólo por espejos y vislumbres,

donde el lenguaje se desdice,

voy al encuentro de mí mismo. (Obras Completas, t. 12: 76).

 

El pensamiento, mejor dicho, el alma, porque estamos en su abismo, en su terreno y en su vacío, el alma, digo, no está ni allá ni aquí; su espacio no es espacio; por eso camina por esa linde de duda: dudo, luego existo. Es que pensar es dudar, no pensaríamos si no tuviéramos dudas. Y la duda oscila: ve pero no ve, encuentra elementos para suponer una cosa y, al mismo tiempo, encuentra otros elementos para suponer la cosa contraria. La duda, en ese sentido, va por espejos y vislumbres.

En estos cuatro versos encontramos más ironía que analogía. Ésta persiste, empero, en la dinámica del pensamiento: comprender. Pero inmediatamente emerge la ironía: no se comprende, el lenguaje se desdice. Y en esas oscilaciones de duda, de espejos y vislumbres, del lenguaje que se desdice, que se escribe y se borra y se vuelve a escribir, voy al encuentro de mí mismo: ¿Acaso no estoy yo en mí mismo que tengo que ir a otro lado para encontrarme?

Esa es la dinámica del yo, que piensa, que duda, que se enfrenta al vértigo del abismo, que dice y se desdice, que muestra su carácter oscilatorio entre la analogía y la ironía, entre la certeza y la duda, entre el hallazgo y la pérdida. El yo que, por ese abismo, esa duda, esa pérdida, se vuelve no yo, algo desconocido, lo otro incluso.

¡Qué curioso! Yo, que soy lo que más tengo a la mano, a cuyo acceso tengo pase directo, yo, que me conozco desde que cobré conciencia hasta ahora y que, en cierto sentido, podría decir, me conozco mejor que todos; sin embargo, no me conozco, me conozco poco aunque conozca todo lo que he vivido y todo lo que he experimentado. Ese yo que cada mañana se mira al espejo, un buen día, se mira, me miro, y se dice, me digo, ¿quién eres tú?

¿Quién eres tú que soy yo? ¿Quién soy yo? De repente me encuentro en el balcón al voladero; me asomo y veo el abismo, negro, oscuro, me da vértigo, pero ya no puedo regresar, tengo que seguir adelante y no sólo mirar. Y recuerdo, entonces, ese texto de Helmut Tielicke que, palabras más, palabras menos, dice: busco desesperadamente ser lo que soy, pero al darme cuenta que no puedo, busco desesperadamente no ser quien soy en realidad.

Regreso de mi bosque intelectual satisfecho de haber incursionado, pero ya sin el caballo a galope, camino a mi propio ritmo, el sol a mi espalda muy pronto da paso a la noche; busco la luna pero no la encuentro, sigo caminando y escucho voces, entre ellas la de Lew Tolstoi, claramente dice: “Lo que has decidido hacer, hazlo cueste lo que cueste”.

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Fidencio Aguilar Víquez

Es Doctor en Filosofía por la Universidad Panamericana. Autor de numerosos artículos especializados y periodísticos, así como de varios libros. Actualmente colabora en el Centro de Investigación Social Avanzada (CISAV).