La sombra del poder

  • Jorge Luis Navarro
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¡El poder es fabuloso! Basta ver la cara de un político en el momento del triunfo, o un potentado de los negocios o las finanzas cuando cierra un buen trato o ve subir sus acciones en la Bolsa.  Más íntimamente, quizá, cuando disponen de “vidas y haciendas”, con fruición de dueño y señor.

El poder es fabuloso. Aún si se dice sin la forma admirativa, no parece atraer hacia sí ese sentido que el diccionario otorga al término “fabuloso” como “falso o de pura invención”, como cuando se dice que algo es “pura fábula”, sin sustento real.  Parece que el poder tiene el secreto para convertir lo falso en verdadero. En cambio, sí parece atraer la otra significación, como lo “increíble”, “maravilloso”, de “cualidades extraordinarias”, que es “cuantitativa o cualitativamente mejor”.

Pero hay otro sentido que puede tener la expresión: “el poder es fabuloso”. Nos lo hace atender María Zambrano, (1) la gran pensadora española, formada con Ortega en la “Escuela de Madrid”. “Lo primero del poder es que ha sido siempre fabuloso, engendrador de fábulas múltiples”. Aunque, aquí, lo primero que hay que dejar asentado es que ni el mito ni la fábula, para ella, significan formas deficientes de nuestra relación con la realidad; por el contrario las realidades fundamentales de la vida humana, que no han encontrado su puesto adecuado al nivel de la conciencia, en la vida despierta y vigilante y sujeta al control racional y voluntario: se hacen presentes en el mundo de los sueños, de las fábulas y de los mitos e intentan reintroducir en la vida ciertas formas de relación con la trascendencia que hemos olvidado, o censurado; paradójicamente, hemos oscurecido en la vida consciente. La clave es la vida. Porque el valor de la fábula y del mito hay que situarlo en esa posibilidad que se encuentra en la “palabra creadora”, la de trasmitir una verdad válida para la vida: amor, esperanza, perdón (per-don), justicia… que parecen expulsados del lenguaje prosaico de la psicología, de formalismo lógico o de la técnica jurídica, parecen recuperar su fuerza evocadora en el lenguaje poético.

Por lo pronto, el poder lo encontramos en esas narraciones que se hallan en el origen las tradiciones religiosas. En la nuestra por ejemplo: “En el principio creo Dios el cielo y la tierra” y toda la narración nos muestra el poder creador de Dios. Poder de la palabra, porque crea llamando a las cosas a la existencia. Poder que crea, en la luz. “Dijo Dios: Haya luz y hubo luz.” Y la formula se repite para “las aguas de arriba y de abajo”, para “los animales y las plantas”, etc.  Estamos en el relato primero. Al llegar a la creación del hombre, advertimos un cambio en la expresión creadora: no dice “haya hombre”, sino “hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza”. Aquí no sólo se hace comparecer el poder de Dios, sino también se revela el poder del hombre en “génesis”. “Sed fecundos y multiplicaos y henchid la tierra y sometedla, mandad sobre los peces… y los animales…”  Los seres vivientes plantas y animales, habían recibido el mandato de ser fecundos y de llenar la tierra. Pero el hombre ha recibido también el “mandato”, de dominar… Y si vamos al “segundo relato” ahí se da a entender que la creación del hombre es obra como de alfarero o de artesano, “formó al hombre con polvo del suelo”. Lo cual sugiere que le hombre ha salido de las manos de un Dios, quien trabaja sobre su propia creación (y descansa, el séptimo día).

Y, así, tanto el trabajo, como el poder, la vida, la relación con la naturaleza, la palabra, la relación hombre-mujer, la fecundidad, paternidad y maternidad, a los que hay que agregar si se continúa con los relatos del “origen”, la caída, la muerte, el dolor, la fatiga del trabajo: todo esto pertenece a esas “realidades primordiales”, que están en el “origen” y en contacto con el Misterio por antonomasia que es Dios y que están también en la trama de la vida común.  Realidades, en el fondo también misteriosas, que necesitan revestirse de “fábula” para mostrarse y… ocultarse.

En las edades racionalistas, como la nuestra, advierte María Zambrano, se tiene la pretensión de develar el poder, de mostrar el poder como poder,  quitar el recubrimiento de la fábula y ponerlo al desnudo. Pretensión que sin embargo “no se cumple en verdad”.  El poder desnudo, el poder absoluto, el poder sin más, es la negación del ser humano; es el poder desmesurado, monstruoso, dice nuestra filósofa, “hace olvidar, que la ilimitación del crimen, el total avasallamiento, se ejecutan con ruinas al poder”.  Y, desde luego, es la ruina del hombre.

El poder inhumano, también se enmascara, no da la cara, se oculta, magnificando, enalteciendo. La reflexión de María Zambrano se detiene en la anécdota conocida del encuentro de Diógenes, llamado el cínico y Alejandro Magno, el emperador, para tejer una reflexión de la relación entre la filosofía y el poder.

El extraño filósofo Diógenes que hizo de un tonel su morada y deambulaba por las calles, denunciando con ironía y cierta agresividad, la vacuidad de los convencionalismos y de los prestigios sociales, cuando falta lo esencial: el hombre.

La “locura” del personaje según nos ha llegado, tiene su origen en aquella enigmática respuesta dada por el Oráculo, que parece haberle asignado la extraña tarea de “invalidar la moneda en curso”. Era hijo de un banquero y seguramente él mismo algún tiempo ejerció esta función. Pero se asume que la indicación del oráculo ha suscitado su comportamiento antisocial, de oposición a toda norma y convención social. Son conocidas algunas anécdotas que lo “pintan de cuerpo entero”. Deambulaba por el mercado, a medio día, es decir, entre la multitud y a pleno sol, llevando en la mano una lámpara encendida como quien se sirve de esta para andar en la oscuridad. Y profiriendo estas palabras: ¡Busco al hombre! (2)

Expulsado de su ciudad, Sinope, (no se excluye se le haya desterrado por haber, efectivamente, falsificado moneda) se vuelve contra de sus detractores: “Ellos me condenan a irme, yo les condeno a ellos a quedarse”; palabras que resultan más contrastantes e irónicas, en una época en que el destierro es una de las penas máximas que se pueden infligir a un ciudadano.

Pero la otra anécdota, en la que María Zambrano ha desgranado su reflexión se refiere al encuentro entre Diógenes y Alejandro Magno, el filósofo y el emperador; la razón y el poder. Se cuenta que Alejandro movido por curiosidad (y no sin alguna simpatía: “Si no fuera Alejandro, desearía haber sido Diógenes”) fue a visitar el extravagante personaje, quién se hallaba reposando en su singular habitáculo, el tonel mentado. Alejandro, lo miró e interpeló al filósofo: “Pídeme lo que quieras”. Y el hombre del poder recibió como respuesta aquel: “Aparta de mí tu sombra”. La sombra de Alejandro impedía que los cálidos rayos del sol y su luz llegaran hasta él.

La escena parece decir que el poder se asemeja a una sombra. Es el hombre real y concreto, pero magnificado, agrandado: es el conquistador, el héroe, el benefactor, que parece inclinarse displicentemente sobre el hombre “desnudo”, sin adornos ni aderezos. Una sombra que más que suprimir la luz, parece suplantarla, o reclamar su pertenencia a lo alto. Pero sólo ese hombre sin arreglos, está en condición de reconocer lo que el poder recubre. “La sombra del poderoso es la sombra de otro hombre, al que se puede mirar como tal”.

Quizá no sea ocioso recordar que Platón consideró a Diógenes un “Sócrates enloquecido”. Es decir, que detrás de las extravagancias del filósofo cínico, reverberan las mismas exigencias que motivaron la vocación de Sócrates: “Conócete a ti mismo”. La actitud extrema del cínico no nulifica completamente la autenticidad de un reclamo a lo esencial, a una vida iluminada por el logos.

El filósofo aspira a la luz, porque sólo en la luz puede reconocer quién es él, no basta con el esfuerzo por entender lo humano y lo divino, los movimientos de los astros ni los elementos primordiales, si en ellos no se encuentra a sí mismo. Diógenes parece encarnar al hombre dispuesto a despojarse de todo “a cambio de sí mismo”.

Y este hombre despojado de todo, es el único que puede ver en el hombre de poder, al hombre que es, es decir, sin la sombra que lo agranda, sin su pretensión de ser el “hijo del Sol”, siempre tentado a suplantar al Sol verdadero.

El poder se denuncia en su propia sombra, en vez de brillar, oscurece e impide el calor. Cuando el poder lo determina todo, “hace frío”, se podrá revestir de fábula, pero la vida tirita, no se expande. El poder puede montar el espectáculo, pero no asegura el encuentro, la amistad ni la admiración intima, el estupor que nutre el deseo de conocimiento.

La anécdota refiere la difícil relación entre el “amante de la sabiduría” y el hombre del poder, pero también, refleja la profunda ambigüedad del poder humano. Porque afirmarse a sí mismo, oponerse a lo que enturbia, o nulifica, la vocación humana, son también signos de poder; el dominio sobre la naturaleza, la capacidad de habitar y de construir, de crear cultura, de construir la civilización, son inequívocamente manifestaciones de poder, de lo humano como poder. Pero ese mismo poder vertido hacia el otro hombre, el poder como intención de disponer del prójimo, de convertirlo en objeto e instrumento, se vuelve negación, oscurecimiento, ocultamiento, de lo humano. Y por ello se recubre y deviene fábula, magnificación, ensalzamiento.

Un paso más. También en la conocida “alegoría de la caverna” de Platón (3), presenciamos otra forma de enfrentamiento entre la luz y la oscuridad. Los prisioneros encadenados en lo profundo de la caverna, internados en la oscuridad no conocen la realidad más que en sombras. Hay un  preso que pudo zafarse de las cadenas y ascender hacia la luz y pudo sobreponerse al deslumbramiento y a la momentánea ceguera que la provoca, termina descubriendo el mundo de la luz y la fuente de la luz.

María Zambrano, recuerda esta alegoría, para mostrarnos, como en una instantánea, en este hombre liberado para ascender a la luz, el hombre del anti-poder. No tanto por su esfuerzo, ni por su intelecto esclarecido, sino,  por su retorno a la caverna, por la decisión amorosa de liberar a sus compañeros. Pero ha fracasado. Dice la Zambrano: “Naufraga este pensamiento en Platón”. Casi como naufragio de lo humano, de lo más humano, ante lo sombrío.

¿Cómo no sentir una consonancia dramática de esta alegoría del mundo pagano, con estas palabras, en cierto sentido, fundacionales del cristianismo. Las del inicio del evangelio de San Juan: “La Palabra era la luz verdadera, que al venir a este mundo ilumina a todo hombre. Ella estaba en el mundo, y el mundo fue hecho por ella, y el mundo no le conoció. Vino a los suyos, y los suyos no le recibieron, pero a todos los que le recibieron, a los que creen en su Nombre, les dio el poder de llegar a ser hijos de Dios” (Jn. 1, 9 -11)

El supremo poder del hombre es, en la luz, llegar “ser como niño”.

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(1). Cfr. artículo: Las fábulas del poder y el amor; en Zambrano, M.(2009) Las palabras del regreso. Cátedra. Madrid, 1era edición. pp. 74-77 

(2) Diógenes Laercio. Vida opiniones y sentencias de los filósofos más ilustres. Se puede consultar en línea: http://www.ellibrototal.com/ltotal/?t=1&d=5810_5692_1_1_5810.

(3) La República, libro VII.

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