Apuntes sobre el Quijote

  • Fidencio Aguilar Víquez
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Una lectura sobre el texto de Cervantes (2004), en particular el prólogo, los poemas y los primeros capítulos de la primera parte, me permitieron tener un panorama inicial y algunos “círculos” temáticos como la primera salida del caballero andante, capítulos I a IV, y, del V al IX, las aventuras del manchego ya en compañía de Sancho su escudero, así como la conclusión de lo que en la primera edición de 1605 fue la primera parte (capítulo XVIII). Y luego, ya formando la segunda parte de la mencionada edición, la continuación de la aventura de don Quijote contra el vizcaíno (capítulo IX) y el diálogo, al final de esa pendencia, entre el caballero y su escudero.

Sigo en esto el consejo de Cervantes, quien ya en el prólogo invita a que, aunque hubiera deseado él que esta su obra, la del Quijote, haya sido digna de alabanza, como al más querido de sus hijos, sea el lector quien con toda libertad opine con confianza sobre su texto:

(…) y sabes lo que comúnmente se dice: que <<debajo de mi manto, al rey mato>>, todo lo cual te exenta y hace libre de todo respeto y obligación, y, así, puedes decir de la historia todo aquello que te pareciere, sin temor que te calumnien por el mal ni te premien por el bien que dijeres de ella. (Cervantes, 2004: 7).

Trataré, por tanto, de hacer estos apuntes con esa libertad a que me da pauta el propio Cervantes y a emitir mis opiniones sin otra referencia que ese tipo de incursiones en que los aventureros, viajeros o incluso guerreros, al ir a otras tierras, extrañas y desconocidas, cuando regresan, presentan a sus interlocutores, seguidores o lectores.

En tal tono, el prólogo mismo me llamó la atención, ya que muestra con toda claridad cuál es el propósito del autor al escribir esta ya magna y descomunal obra que, para muchos, ha marcado el inicio, y más que el inicio la esencia de lo que es la novela moderna; incluso, como en algún apunte lo hizo Octavio Paz, el prototipo de la visión moderna de la vida, es decir, la vida como aventura. Escribe Cervantes:

Y pues esta vuestra escritura no mira a más que a deshacer la autoridad y cabida que en el mundo y en el vulgo tienen los libros de caballerías, no hay para qué andéis mendigando sentencias de filósofos, consejos de la Divina Escritura, fábulas de poetas, oraciones de retóricos, milagros de santos, sino procurar que a la llana, con palabras significantes, honestas y bien colocadas, salga vuestra oración y periodo sonoro y festivo, pintando en todo lo que alcanzáredes y fuere posible vuestra intención, dando a entender vuestros conceptos sin intricarlos y oscurecerlos. (Cervantes, 2004: 13-14).

Así, pues, contra la rimbombancia de las sentencias filosóficas, las fábulas poéticas y la retórica, la sencillez y la claridad de la oración, de la expresión y de la narración.

De todos los poemas, el que atrajo mi atención de primera instancia (prima facie) fue el “Diálogo entre Babieca y Rocinante” (el caballo del Cid Campeador y el del Quijote, respectivamente):

Soneto

B. ¿Cómo estáis, Rocinante, tan delgado?

R. Porque nunca se come y se trabaja.

B. Pues ¿qué es de la cebada y de la paja?

R. No me deja mi amo ni un bocado.

B. Andá, señor, que estáis muy mal criado,

    pues vuestra lengua de asno al amo ultraja.

R. Asno se es de la cuna a la mortaja.

    ¿Quereislo ver? Miraldo enamorado.

B. ¿Es necedad amar?

R. No es gran prudencia.

B. Metafísico estáis.

R. Es que no como.

B. Quejaos del escudero.

R. No es bastante.

    ¿Cómo me he de quejar en mi dolencia,

    si el amo y escudero o mayordomo

    son tan rocines como Rocinante? (Cervantes, 2004: 24-25).

Es un “simple poema” pero, a mi modo de ver, resume el cuestionamiento a la visión entonces vigente de la vida e inaugura una nueva, o al menos la presenta en ciernes. Cuestiona la cordura no sólo del amo, o al cuestionar a éste cuestiona a todo sujeto. La modernidad, en un sentido, es la pérdida de la cordura, de la razón: “Asno se es de la cuna a la mortaja”, es decir, el sujeto humano desde que nace hasta que muere no se guía por la razón sino por otras cosas, una de ellas, el amor, y por ello cae enamorado. Por eso dice Rocinante sobre su amo: “Miraldo enamorado”.

I

El capítulo I describe a don Quijote en todo, física y psicológicamente, sobre todo que de tanto leer, como ocurre en toda la historia, mezcla la realidad y la ficción. ¡Pero detengámonos! ¿No hacemos nosotros exactamente lo mismo cuando cada día (o cada noche) nos levantamos para planear nuestro futuro? Es decir, ¿no mezclamos la realidad con la ficción y hasta exageramos la dosis de ficción? En suma, ¿no vivimos fantaseando todo el tiempo? Pero no nos adelantemos y entremos directamente a lo que escribe Cervantes sobre nuestro Quijote:

se enfrascó tanto en su lectura, que se le pasaban las noches leyendo de claro en claro, (…); y así, del poco dormir y del mucho leer, se le secó el celebro [sic] de manera que vino a perder el juicio. Llenósele la fantasía de todo aquello que leía en los libros, así de encantamentos como de pendencias, batallas, desafíos, heridas, requiebros, amores, tormentas y disparates imposibles; y asentósele de tal modo en la imaginación que era verdad toda aquella máquina de aquellas soñadas invenciones que leía, que para él no había otra historia más cierta en el mundo. (Cervantes, 2004: 29-30).

Y entonces no hay más realidad que la que quiere ver y todo lo que ve y toca lo acomoda a su loca cabeza y desaforado razonamiento. Pero, insisto, ¿no hacemos nosotros, hombres y mujeres del siglo XXI, exactamente los mismo, esto es, acomodamos todas las cosas a nuestra forma de ver las cosas, nuestra ideología, formación (o deformación), a nuestros prejuicios incluso (nuestra forma mentis)?

De tanto meterse en sus lecturas, en sí mismo, nuestro caballero decidió, un buen día, hacerse andante caballero:

e irse por todo el mundo con sus armas y caballo a buscar las aventuras y a ejercitarse en todo aquello que él había leído que los caballeros andantes se ejercitaban, deshaciendo todo género de agravio y poniéndose en ocasiones y peligros donde, acabándolos, cobrase eterno nombre y fama. (Cervantes, 2004: 31).

Con tal determinación y propósito, toma sus armas, viejas y precarias, pone nombre a su caballo, flaco y mal comido, se pone a sí mismo un nombre que es justamente el de don Quijote de la Mancha, y como pensaba que hacía todo caballero andante, piensa en una dama por quien luchar y a quien brindar su persona, su honor, su amor y sus batallas; se trataba de una muchacha de la que en otro tiempo alguna vez se había enamorado, Aldonza Lorenzo, a quien le da el pomposo nombre de Dulcinea del Toboso, que se volverá sobre todo una idea, una imagen mejor dicho, un símbolo siempre presente, porque de la verdadera Aldonza Lorenzo no hay realmente certeza de quién era, qué hacía, dónde estaba.

Así pues, nuestro caballero, con sus armas preparadas, su nombre nuevo, su dama en mente y su caballo, luego de unas dos semanas de su toma de decisión, sale una mañana antes del amanecer.

II

Todo el día nuestro personaje busca la aventura hasta que cae la noche y llega a una venta, que él se imagina que es un castillo, en cuya entrada estaban dos prostitutas que para la imaginación de don Quijote son dos bellísimas damas; al ver su extraña vestimenta, apenas contienen la risa. En esa venta para ver cómo la fantasía esta desbordada, o más que desbordada, cómo la acomoda don Quijote a sus propias creencias y convicciones, se puede apreciar que, tratándose de un lugar a donde llegaban arrieros y pastores, cada gesto que ocurre fuera, coincide con la mente del alocado caballero.

Por ejemplo, un arriero sopla su cuerno para llamar a sus mulas, y don Quijote se imagina que es un enano del castillo que anuncia su llegada y da aviso al dueño del mismo. Las prostitutas son doncellas que lo escoltan y ayudan a quitarse su armadura. Etcétera.

III

En una de esas, don Quijote se acuerda que no ha sido armado caballero y que debe serlo. Entonces, en su loca cabeza, se imagina que el dueño del castillo tiene la potestad para armarlo caballero y se lo pide. No hay capilla pero el castellano le dice que puede hacerlo en el pozo mismo, que está permitido y es legítimo.

Coloca sus armas y se pone a vigilarlas, velando, yendo de aquí para allá y los que se percatan de su locura lo miran atentamente. Un arriero que sin estar en el asunto quiere sacar agua para su recua, recibe una paliza por don Quijote, a tal grado que otro arriero desiste de la misma pretensión.

Para evitar más escándalo, porque ya el asunto podría subir de tono, el dueño de la venta decide “armarlo” caballero en compañía de las prostitutas, a quien el caballero manchego les da el nombre de doña Tolosa, a una, y doña Molinera a la otra; todo de acuerdo a su loca mentalidad. Y ya armado caballero se llena de alegría y sale esa misma madrugada a buscar aventuras, no sin antes aceptar la recomendación de su padrino el ventero de que tiene que cargar dinero y camisas.

IV

Salido de la venta, y ya de día, don Quijote escucha unos quejidos durante el camino; al averiguar de qué se trata, mira que un labrador golpea a un muchacho llamado Andrés atado a un árbol. Inmediatamente ve la ocasión de mostrar el valor de su brazo y de deshacer entuertos, llama la atención de quien golpea, hace desatar al muchacho y dicta la sentencia.

Don Quijote, que piensa que ha hecho justicia, se retira satisfecho sin darse cuenta que, una vez que ha partido, el labrador vuelve a atar a Andrés y a zarandearlo sin piedad.

Inmediatamente después de que el manchego retoma el camino, aparece una caravana de mercaderes; los detiene y, casi por impulso, les exige que confiesen la hermosura de su amada Dulcinea; uno de ellos incluso de argumenta que no pueden hacer tal confesión porque no conocen a la mencionada y que, en todo caso, les muestre una imagen de ella para ver si en verdad es bella y hermosa.

El enojo aparece en don Quijote y decide castigar a los tales mercaderes, pero, oh, suerte, cuando ya estaba encarrerado para arremeter contra sus enemigos, Rocinante pisa en falso y cae llevándose consigo a su jinete; esto lo aprovecha un muchacho que acompañaba a los mercaderes para quitarle su lanza, romperla y darle con ella misma hasta dejarlo molido.

Se van los mercaderes y por ahí pasa un vecino de don Quijote que apenas podía moverse. Lo levanta y lo conduce a su casa. Nuestro personaje confunde a su vecino con algunos personajes de su exaltada cabeza, ora el marqués de Mantua, Roncesvalle y demás. Total, llega a casa de don Quijote y su ama de llaves y su sobrina, que ya se habían percatado de su ausencia, se encuentran en compañía de dos amigos de aquél, el cura y el barbero (Pero Pérez el primero, maese  Nicolás el segundo).

-¡Mirá, en hora maza –dijo a este punto el ama-, si me decía a mí bien mi corazón del pie que cojeaba mi señor! (…) ¡Malditos, digo, sean otra vez y otras ciento estos libros de caballerías, que tal han parado a vuestra merced! (Cervantes, 2004: 59).

Ahí está de manifiesto el pie del que cojea don Quijote: el deseo de aventura, de fama, de mostrar el valor y la fuerza de su brazo. ¿No es, en el fondo, el deseo del sujeto moderno? ¿No es el gran cambio de la visión medieval cristiana, que veía esta vida como un camino de conversión para preparar el ascenso al cielo una vez que se desciende al infierno y luego al purgatorio, a la visión moderna de que esta vida no es otra cosa que la aventura misma de la fama, el honor y la gloria aquí en esta tierra y en esta vida?

Y no es preciso sólo referirse a toda una época, como los cinco siglos de modernidad y de su crisis, sino que también puede verse a nivel personal; ¿no es visible para los demás de qué pie cojeamos? Quizá luego de esta lectura la pregunta que persiste es justamente esta: ¿de qué pie cojeamos: el poder, el vino, la sensualidad?

V

Lo que viene al otro día del regreso de don Quijote es la quema de la biblioteca y la tapia que mandan colocar tanto el ama y la sobrina como el cura y el barbero para clausurar la habitación que albergaba los libros (más tarde, la sobrina y el ama le dirán a don Quijote que un encantador se llevó los libros y desapareció la habitación). Es, desde luego, una referencia, una crítica, a la figura de la Iglesia en el sacerdote y a su compinche el barbero. Se salvan pocos libros y algunos de poesía que se llevan el cura y el barbero.

Se salvan los cuatro libros de Amadís de Gaula que ya el cura quería lanzar al fuego; el barbero interviene para resguardarlos, a lo que concede el sacerdote. No así el de las aventuras del hijo de Amadís, Las sergas de Esplandián: “no le ha de valer al hijo la bondad del padre”, dice el cura (Cervantes, 2004: 61).

Otro libro condenado al fuego se intitulaba El caballero de la cruz; el razonamiento es del cura:

-Por nombre tan santo como este libro tiene, se podía perdonar su ignorancia; mas también se suele decir <<tras la cruz está el diablo>>. Vaya al fuego. (Cervantes, 2004: 63).

Me llaman la atención dos cosas; una, que todos los involucrados en la quema de libros están convencidos de que le hacen un gran favor a don Quijote y de que esos libros son peligrosos. Siempre ha habido el miedo o temor, el resquemor, la desconfianza a ciertos libros, a ciertos pensamientos, a determinadas maneras de pensar, es verdad; pero siempre se endilga a las figuras de autoridad su principal oposición a la libre lectura y a la libre imprenta. ¿Será?

Y dos, atrajo mi atención ese aforismo de que detrás de la cruz se encuentra el diablo; algo así como detrás de lo bueno hay algún mal. O mejor aun: el mal es tan jijo que, incluso, se disfraza de bien. En términos estrictos, se diría que siempre hay falacias, sofismas, argumentaciones falsas tan bien elaboradas que al más pintado engañan. La razón tiene la tarea, desde el punto de vista de la filosofía, de desmontar esas falacias. ¿Qué pasa cuando la razón pierde esa facultad, esa atribución? ¿Qué pasa cuando la razón es víctima de sus propios monstruos?

Desde luego, la expresión puede tener otro sentido. Por ejemplo, si mal no recuerdo, en Las florecillas de san Francisco se narra cuando en una ocasión se le aparece un crucifijo al santo de Asís; y el crucifijo le comienza a hablar diciéndole que le da gusto que el fraile sea bueno, virtuoso, dedicado, que hace un gran beneficio. Entonces el santo le dice una leperada, de veras una grosería: “Abre la boca y te la llenaré de porquería”.

Cuando uno de los frailes, que se queda atónito, le pregunta que por qué lo hizo, el santo le responde que esas palabras no eran de Jesús, que él no habla alimentando la soberbia. Y desde entonces era claro para los monjes y eclesiásticos que “detrás de la cruz se encuentra el diablo”. Quizá mucha gente, nosotros mismos, cuando vemos las figuras eclesiásticas, de sacerdotes o ministros de la Iglesia, nos veamos tentados a pensar los mismo.

Pero en realidad debemos pensar en nosotros mismos: qué tanto en nuestras supuestas pretensiones de bondad y de justicia no se esconde el motivo sutil de hacerlo por un fin ulterior de beneficiarnos o de obtener algo a cambio. Algo así como el imperativo hipotético de Kant: “si haces esto, obtendrás aquello”, que es una perversión de la bondad en sí del acto mismo bondadoso, porque lo condicionamos a otra cosa. En fin, el Quijote ilustra en varias esferas y ámbitos.

Referencia bibliográfica:

Cervantes, Miguel de (2004): Don Quijote de la Mancha, edición y notas de Francisco Rico,Edición del IV Centenario, Real Academia Española, Asociación de academias de la lengua española, Alfaguara, México, 1249pp.

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Fidencio Aguilar Víquez

Es Doctor en Filosofía por la Universidad Panamericana. Autor de numerosos artículos especializados y periodísticos, así como de varios libros. Actualmente colabora en el Centro de Investigación Social Avanzada (CISAV).